jueves, 15 de noviembre de 2012

El charco


     Benito nos hacía señas desde la curva para que nos diéramos prisa, que venía un coche, que corriéramos. Pero no podíamos, apresurarnos era tanto como estropear el charco sin remedio. Si ya era difícil aguantar el pulso y meter el borde del vaso en el agua con mucho cuidado para no remover el fondo y ensuciarla, todo lo complicaba él con sus gestos en la distancia agitando los brazos. Más cerca, está más cerca. Yo le pedía a mi hermana Silvia que fuera con calma, despacio, no te apures. Con la garrafa al lado, íbamos echando en ella la poca agua que sacábamos. Gota a gota. Padre se pondrá hecho una furia si no llevamos suficiente.
     Ya está aquí, anunció Benito, y pudimos oír con claridad el ruido del motor. Inclinado sobre el agua, con la nariz casi rozando la superficie, le dije a Silvia que se hiciera a un lado. Intentaba coger la mayor cantidad de líquido antes de apartarme. La pita del coche me sobresaltó y corrí a la cuneta con la garrafa en una mano y el vaso en la otra. Las ruedas rebotaron en el charco salpicando nuestros pies.
     Nos quedamos mirando el surco de barro que ahora ocupaba el lugar donde antes estaba el agua. Silvia lloraba a mi lado y yo le decía tranquila, encontraremos otro mientras le hacía ven a Benito con la mano. Levanté la garrafa a la altura de los ojos para ver cuánta habíamos recogido. Apenas tres dedos. Poca.
     -Será mejor que volvamos a casa -dije-. No sirve de nada buscar otro charco. El coche los habrá pisado todos.
     Miré al cielo. La tarde caía sin nubes después de una mañana de lluvia. Es hora de cenar. Volvamos.
     Madre estaba en la puerta con la niña colgada de la teta. Miró la garrafa y nos miró a nosotros. No dijo nada.
     Cuando padre volvió casi era de noche. Puso dos papas encima de la mesa y se fue a la cama. La niña dormía en la cuna y hacía ruiditos que le salían del pecho al respirar. Benito, Silvia y yo hacíamos como que jugábamos a salta la piedra sin atrevernos a mirar las papas.
     Madre encendió unas ramitas en el hogar, vació el agua en el caldero y metió las papas sin pelar y sin llorar.

lunes, 29 de octubre de 2012

El demonio de la transparencia


   No creo en el discurso antipolíticos, o anti clase política (concepto que también repruebo), que en estos tiempos cala muy hondo en la conciencia colectiva de la ciudadanía de este país. Y no creo en él porque me parece sumamente peligroso. Porque si lo llevamos hasta sus últimas consecuencias y despotricamos de los políticos por el simple hecho de serlo, estamos dando alas a la idea de que un salvapatrias pueda venir a sacarnos las castañas del fuego a costa de lo que sea; de los derechos, por ejemplo. Estoy convencido de que son la ultraderecha y el neofascismo los que están detrás de ese discurso, los que se frotan las manos cada vez que una presentación de Power Point recorre los correos de cientos o miles de ciudadanos (cuando no cientos de miles) esgrimiendo espurios argumentos sobre beneficios y privilegios de la supuesta clase política. Estas iniciativas lo que hacen es preparar el terreno para el desencanto general de la política y la llegada de nuevas alternativas que limpiarán y sacarán brillo al panorama democrático. Las mismas nuevas ideas que en su día trajeron a las costas de las sociedades europeas los despojos del fascismo y del nazismo de la mano de Franco, Mussollini, Hitler y compañía.
   Pero de la misma forma que digo eso, también digo que la profunda brecha que hoy se agranda entre los gestores de la cosa pública y los ciudadanos está provocada por muchas de esas personas que se han instalado en el ejercicio de la política como una forma de ganarse bien la vida y consideran que los debates que nos atañen a todos, en los que se barajan las supuestas soluciones a nuestros reales problemas, deben ventilarse en sótanos y búnqueres alejados de la opinión pública y de la fiscalización de esos a los que dicen representar. Otra vez aquello de con el pueblo, por el pueblo pero, por el amor de Dios, sin el pueblo.
   En estos días, los medios se han hecho eco de la bulla que se están echando unos a otros en el PSOE a cuenta de lavar la ropa sucia en público. Al parecer, José María Barreda ha reclamado al aparato del partido, y a su líder Rubalcaba, la celebración cuanto antes de unas elecciones primarias, y lo ha hecho con la desfachatez de mirar a las cámaras de los periodistas, lo que ha sentado fatal a más de uno. Corriendo fue Emiliano García-Page, otro del PSOE, a afearle la ocurrencia. Que esas cosas se dicen en casa, en voz baja y tapándose la boca para disimular. Que lo diga a la cara, le reprochó García-Page a Barreda, y no en los teletipos. Eso no me lo dices en la calle.
   Coincide García-Page con la opinión del jefe. También Alfredo Pérez Rubalcada ha pedido a su tribuna que las críticas se las hagan a él directamente en lugar de lanzarlas a los medios de comunicación.
   Me da no sé qué decirlo, pero qué envidia me dan a veces los usamericanos. No son los Estados Unidos un ejemplo de lucha por los derechos humanos, por más que su política internacional se escude demagógicamente en ellos, ni de bienestar social. Ni de muchas otras cosas. Pero si de algo saben los tíos es de transparencia en el debate político. Ya quisiera yo ver debates como los de allí entre los líderes de los partidos políticos de aquí. Donde allí no hay miedo, aquí hay pánico. Se huye de esos debates como de mirar a los ojos al indigente de la esquina. Y así, cuando, cagándose por las patas pa'bajo, aceptan a regañadientes la celebración de un debate, imponen unas absurdas normas, rígidas e inflexibles, para evitar que se les levante la falda. Y en esas escasas ocasiones, el engañabobos se lo montan entre el PP y el PSOE sólo. Nadie más. Debatir con otras alternativas está descartado. Ni se lo plantean. Si ya se nos ven las vergüenzas cuando hablamos entre nosotros dos, menudo papelón haríamos si abriéramos la puerta a la participación de Izquierda Unida, Esquerra Republicana, Bildu, Amaiur o Equo, por ejemplo. Debate político, ¿para qué? Que nos ve la gente, coño.
   Mal andan las cosas en el PSOE si los esfuerzos que se debieran destinar en renovar de una puñetera vez ese partido (pero una renovación de verdad) se malgastan en exigir oscuridad y poca transparencia ante quienes tenemos todo el derecho a saber de qué están hablando. Y por desgracia, no es éste un problema exclusivo de estos supuestos socialistas. Mucho me temo que el virus ha contagiado también a alternativas como Izquierda Unida, por ejemplo. Otros que tal mean con el follón que tienen en Extremadura.
   Estimado Rubalcaba, a ver si te enteras. Si un destacado dirigente de tu partido se dirige a las cámaras de televisión, a los micrófonos de la radio o a los bolígrafos de los curritos de la prensa escrita para exponer sus ideas, te guste a ti o no, te lo está diciendo clarito clarito a la cara. Y a la nuestra, ciudadanos de a pie, que somos los más interesados en ello. Lo podrá decir más alto, pero más transparente no. Y si te empeñas en exigir que esas críticas se hagan en la última planta de Ferraz, a escondidas, al menos ten la valentía de reconocer que lo que estás pidiendo es que ese debate se lleve a cabo al margen de la ciudadanía, lejos de la luz y los taquígrafos a los que tenemos derecho. Y si eso es grave de por sí, lo es más aún en los tiempos que corren. Luego no vengas a quejarte de que la gente te da la espalda a ti y a tu partido, o de que hable de los políticos como si fueran una casta privilegiada que está por encima del bien y del mal mientras, a pie de calle, el personal está teniendo problemas reales y tangibles para encontrar algo que dar de cenar a sus hijos.
   Si queremos desterrar para siempre aquel discurso antipolíticos, tenemos que encontrar las alternativas que nos permitan evitar el retroceso a los tiempos de los totalitarismos y avanzar hacia una democracia más participativa en la que, por ejemplo, los partidos no sean las estructuras monolíticas e impermeables a la opinión pública que hoy son. Abramos el debate político y que todos los gestores de la cosa pública se retraten en él.
   De lo contrario, podría darse el caso de que un periodista que señale con el dedo, qué sé yo, a un grupo de defraudadores fiscales, por poner un ejemplo absurdo, acabe siendo detenido y juzgado por tocapelotas.
   Qué cosas se me ocurren.

miércoles, 24 de octubre de 2012

«Yo confieso», de Jaume Cabré


Muchas veces me ha ocurrido que me tropiezo con un libro que me entretiene y hasta llega a emocionarme un poco. Sólo un poquito. Y eso está bien.  Otras muchas, el libro entretiene pero no emociona. Lo que también está bien, aunque no tanto. Menos veces ocurre que un libro me atrapa en su historia al mismo tiempo que me emociona hasta tal extremo que, al llegar al punto final y cerrarlo despacio, siento que al fin puedo volver a respirar con libertad. En estos casos, la historia sigue bullendo en mi cabeza, nadando en los sentimientos que me provocó y sus personajes pasan a formar parte de mi imaginario literario. Y eso está muy, pero que muy bien. A veces, el libro ni me entretiene ni me emociona, y acabo luchando con él por un prurito mal entendido de orgulloso lector, cuando lo que debería hacer es tirarlo indolente a la basura sin ningún tipo de miramientos. Con tu pan te lo comas, querido escritor de pacotilla. O escritora, que también se da el caso.
Pero pocas, muy pocas veces, ocurre que un libro me arrastra en su magia y su literatura llegándome directo al corazón y al cerebelo a un tiempo, pasando por el píloro. Y es más raro aún que eso me ocurra con un escritor del que no sabía ni que existía. Y entonces lo flipo. Son esos libros que me abordan en una librería y llaman mi atención sin una causa aparente. Me salen al encuentro como una piedra en el camino que me hace trastabillar.
Y eso me ha vuelto a suceder. Y no en una librería esta vez. Como cada mes, o cada dos meses (o cada tres, no lo sé; creo que soy el peor socio), hace unas semanas me detuve un rato a mirar la revista del Círculo de Lectores dispuesto a elegir algo al azar. No sé si fue la portada, en la que un niño se esfuerza de puntillas por coger un libro del anaquel de una enorme estantería repleta de libros (o quizás no lo coge, sino que intenta encajarlo). Tal vez fue el texto que en la revista acompañaba, a modo de sucinta reseña, la oferta del libro. Lo cierto es que no tenía ni idea de quién era Jaume Cabré y nunca había oído hablar de su novela «Yo confieso», pero hice el pedido.
Siete años tardó el escritor catalán en escribirla. Ahora sé que también ha escrito «Las voces de Pamano», «La sombra del eunuco» o «La telaraña», entre otras novelas. O los libros de narraciones «Viaje de invierno», «Bajo continuo», «Libro de preludios» y «Tocan a muerte». «La materia del espíritu» y «El sentido de la ficción» son dos ensayos del autor, que se ha aventurado también en el mundo del teatro con «Lluvia seca», y en el de la literatura infantil («El hombre de Sau», «El año del Alción» y «El extraño viaje que nadie se creyó»).
Todo un escritor del que lo desconocía todo y del que pronto espero comprar y leer más obras suyas. Porque después de «Yo confieso» es lo que me pide el cuerpo y el alma.
Y si de confesiones hablamos, confieso que cuando cerré el libro después de llegar a la última frase lo sostuve en mis manos, respiré hondo y me dije yo quiero hacer esto. Porque cuando acabé la lectura ya no estaba en ningún sitio. Y porque, como las estirpes condenadas a cien años de soledad, que no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra, este libro me llegó tan profundo y me tocó casi las mismas teclas emocionales que «Cien años de soledad», con el valor añadido de que García Márquez lo hizo cuando yo tenía dieciséis años, una edad en la que las emociones brotan con suma facilidad, y Jaume Cabré lo ha hecho a estas alturas, cuando las cicatrices y los callos de la vida me hacen ver (o no querer ver) las cosas desde otro lado. Por aquello de ir y volver, y volver a ir para volver a volver, ahora reconvertido. Por aquello de que no podemos usar dos veces el mismo móvil. O el mismo ipad.
En la novela, Jaume Cabré nos cuenta la historia de un violín con nombre propio, desde la semilla del árbol que dará la madera con la que se fabricará en el siglo XVIII, hasta su encierro en la caja fuerte de un despacho (que es también un protagonista más de la historia) por los crímenes que se cometieron en su nombre. Nos introduce en una reflexión acerca del mal que forma parte de los cimientos sobre los que se ha construido occidente y la actual Europa, desde la Inquisición hasta la solución final nazi. Reflexiona sobre filosofía y arte (¿El poder del arte reside en la obra, o bien en el efecto que produce en la persona?), sobre ambiciones, traiciones y crueldades.
Adrià Ardèvol, el protagonista, nace en una cenicienta Barcelona de la posguerra, y su niñez transcurre entre un padre que quiere hacer de él un lingüista y paleógrafo reputado y una madre que sueña con convertirlo en un virtuoso del violín. Entre uno y otra, Adrià crece y se desarrolla intelectualmente en una familia carente de besos y caricias para él, llega a dominar más de diez lenguas, entre vivas y muertas, y se convierte en un erudito, profesor universitario, pensador de fama internacional, coleccionista impulsivo como su padre, amigo de Bernat y poseedor de un violín muy particular.
Pero por encima de todo, Jaume Cabré nos cuenta la apasionada historia de amor que la realidad hurtó a Adrià Ardèvol y a Sara Voltes-Epstein, quienes, desde una recíproca e impuesta incapacidad de amar, no supieron o no pudieron vivir su profundo enamoramiento. «Yo confieso» es una impresionante carta de amor de casi ochocientas cincuenta páginas que Adrià escribe a Sara para no olvidar cuando ya sabe que sí olvidará.
Para construir este puzle de piezas históricas que van encajando a golpe de saltos de un siglo a otro, del XIV al XX, de la posguerra española a las dos guerras mundiales, de una época a otra, sin un orden aparente y sin previo aviso, Jaume Cabré utiliza a un narrador que pasa de la tercera persona a la primera en el mismo párrafo, en la misma frase, después de una coma; aprovechando un comentario, una palabra, un pensamiento, para volar a otro tiempo. Construye con su literatura un laberinto en el que por momentos sentimos que nos perdemos hasta que la salida se nos ofrece en el momento oportuno; nos presenta personajes que despiertan nuestra curiosidad y a los que llegamos a amar u odiar. Después de tanto vaivén, consciente de que se acaba el tiempo, el narrador acelera su narración en las últimas páginas hasta un final intemporal, como la muerte misma, que me dejó en el ánimo ese viejo regusto de joder, se acabó.
Ahora contemplo la foto de la cubierta del libro intentando recordar lo que sentía al verla cuando aún no lo había leído y descubro que no lo recuerdo. Porque ahora veo a Adrià encaramado, a su padre, a Sara, a su amigo Bernat, al violín... A Matthias Alpaerts y a su suegra tosiendo... A Lola Xica... A Laura... Al Obersturmbannfürher Rudof Höss y la madre que lo parió, a él y a todos los demás... Al sheriff Carson escupiendo tabaco en el suelo y a Águila Negra, el valeroso gran jefe arapaho. Jau. Y le pido a Sara que comprenda, por favor, trata de comprender. Aunque sé que ya no sirve de nada.
Qué gran novela. Una gran obra.
Volveremos a vernos pronto, don Jaume.

viernes, 5 de octubre de 2012

Gracias




  Los días de calor siguen agarrados a estas montañas y no parece que tengan intenciones de soltarse para dejar paso a los aires húmedos que se demoran en visitarnos desde el norte. Ignoro si a estas alturas ha caído agua en La Gomera ni si, en caso de que lo haya hecho, ha sido en forma de lluvia fina que empape el terreno para ayudar a extinguir definitivamente el incendio en la isla que, hasta hace pocos días, seguía vivo en el subsuelo en busca de raíces frescas a las que aferrarse para resucitar las llamas. Quizás haya caído algún chubasco más o menos fuerte en un terreno desvalido y sin vegetación que lo proteja allí donde el fuego acabó con todo. Porque es mucho el monte que se quedó sin nada. Porque son muchos los esqueletos renegridos que hoy se alzan en multitud de laderas y barrancos de La Gomera para dar fe del avance y la voracidad del fuego.
     No lo sé.
  Sí sé que hace una semana yo paseaba por La Gomera y saqué fotos como ésa de arriba. Sí sé que cada noche llegaba al apartamento con un tufillo a humo impregnando mi ropa a pesar de no haber estado cerca de ninguna hoguera. Porque el del humo es el olor que recibe al visitante en buena parte de la isla. Y no lo hay. No hay humo. Pero se huele.
  La Gomera es una isla pequeña. Pasear por ella en coche obliga a pasar una y otra vez por las mismas carreteras para llegar a los mismos cruces. A la derecha, Chipude o El Cercado. A la izquierda Vallehermoso o San Sebastián dependiendo de la dirección que se elija en el siguiente cruce. Por eso, cuando llevas apenas un par de días en ella, aprendes rápido que detrás de esa curva te espera un paisaje desolador que hace poco más de un mes era un fayal-brezal vivo y palpitante, que detrás de esa loma es mejor no volver a mirar, que al final de esta recta hay un equipo de trabajadores trajinando con una cuba de agua, así que cuidado, ve aflojando la marcha. Sí, ahí está la señal de aviso. Y el olor a humo.
  Porque siguen en el monte. Los trabajadores, digo. Los mismos que este verano han tenido que entregar sus horas de sueño y sus fuerzas al fuego en Tenerife, en La Palma o en La Gomera. Los mismos que han corrido por un terraplén arrastrando sólo con la fuerza de sus brazos cincuenta metros de manguera para recibir de cara a las llamas que se aproximan por aquel frente. Los mismos que, agotados, llegaban a casa después de un turno de doce horas para encontrarse con una llamada del compañero que les decía que se acaba de declarar otro conato. No jodas, ¿es que nos hemos vuelto locos o qué? Lo que oyes. ¿Hace falta que vaya? No, es en La Palma, pero la brigada dos ha cogido el helicóptero para reforzar los equipos locales allí y ahora necesitamos más gente aquí. Tardo media hora en llegar. Duerme, cariño, tengo que volver a salir.
  Independientemente de si ha llegado el momento o no de criticar si una u otra actuación del operativo antiincendios fue desafortunada y analizar todo lo que se ha hecho, sí creo llegada la hora de dar las gracias que esos trabajadores que no se rindieron cuando todo parecía salirse de madre se merecen. Por su voluntad de ponerle freno. Por su firme decisión. Por sus esfuerzos. Por esas horas de sueño perdidas y su compromiso con nuestros montes. Son esos trabajadores de a pie que no deciden dónde ni cuándo, pero que allí donde me manden sé que tengo que darlo todo, y si la cosa se pone peor, más. Son esos trabajadores que se la jugaron y, por esta vez, la cosa les salió bien. Porque a veces no sale así. Un agente medioambiental y un brigadista dieron mucho más este verano en Alicante. Porque a veces dan la vida.
  Son esos trabajadores que, enfundados en sus equipos de protección individual, soportando temperaturas muy altas (sé de lo que hablo porque hace años fui voluntario en varios incendios en Gran Canaria y Tenerife y he visto la verdadera cara del fuego y oído su voz) no dan un paso atrás hasta que les queda claro que es este pino o yo. Son esos trabajadores que tienen que meterse en un bosque que arde para hacer su trabajo. Y un bosque que arde da mucho miedo. Un bosque que arde no habla, deja de latir y su silencio es sobrecogedor. Un bosque que arde aguarda su llegada porque sabe que va a llegar. Y parece encogerse sobre sí mismo como queriendo minimizar un golpe devastador que lo puede derribar más rápido y certero que un hachazo. Y lo primero que llega es su voz. Y los pelos se te ponen de punta. Nunca en mi vida he oído nada semejante al bramido del fuego que se acerca avanzando veloz sobre las copas de los pinos. Tengo ese rugido clavado en mi memoria desde aquella vez que estuve en un incendio en Tenerife. Y esa voz que nunca olvidaré lo llena todo.
  Y, de repente, el fuego. Una pared fuego como nunca he vuelto a ver, que se alza por encima de los pinos más altos y te mira a la cara con ganas de más madera.
  Y los trabajadores saben que lo que se les echa encima es la hostia. Que lo que tienen delante no lo van a matar con un chorrito de agua, por muy potente que el chorrito sea. Pero hay que pararlo. Y luchan. Porque hay que pararlo. Si este lado de la montaña no, porque ya no tiene remedio, se apostan en el otro lado apretando los dientes y clavando los talones en la tierra. Por aquí no. Por aquí no vas a pasar. Si hay que estar otro día más, se está. Y van unos cuantos. La familia espera en casa pegada a la tele, colgada de las noticias. Abrimos este bloque de noticias con el incendio de La Gomera, que avanza sin control cuando han transcurrido cinco días desde que se inició el fuego. Las autoridades no se atreven a aventurar un pronóstico sobre cuándo podría ser controlado, mientras los efectivos [porque para los medios, estos trabajadores son “efectivos”] terrestres y aéreos luchan con todos los medios de los que disponen. Hidroaviones, pocos. Es que no los tenemos en Canarias. Mami, ¿ahí es donde está papá?

  Cuando todo haya acabado, las autoridades se felicitarán y ellos volverán a casa y seguirán con sus turnos y labores cotidianas. Con sus cabreos y sus risas. Cada día un madrugón para subir al monte. Como cualquier otro trabajador que ficha la entrada en su puesto.
  Al menos esta vez, que se lleven mis gracias.
  Gracias.
  En La Gomera se acabó o se acabará el fuego. Pero el trabajo que queda en la isla es ingente. Se dejarán las mangueras a un lado para coger motosierras y martillos, sachos y guatacas. Aijó, aijó, al bosque a trabajar.
  Gracias.
  La Gomera está malherida, sí. Pero no muerta. Y tiene las enormes ganas de vivir que se ven en estas otras imágenes, también de la semana pasada.
  Cuando el fuego vuelva, ellos también.
  Gracias.





sábado, 25 de agosto de 2012

La visión



     Cuando comprendió que no llegaría a ver el final del túnel, el futuro se presentó ante él a la luz de una antorcha.

sábado, 18 de agosto de 2012

El fuego de la ira alimentado con pinocha


     Circula por ahí esta fotografía de Javier González Ortiz, consejero de Economía, Hacienda y Seguridad del gobierno de Canarias, en la que se le atribuyen unas declaraciones en el sentido de que la pinocha no condiciona la propagación del fuego en nuestros montes. No sé si este consejero hizo esas declaraciones o no. Por más que he buscado en internet una fuente que me las confirme no la he encontrado, así que las pongo en cuarentena, no sea que al final sean un bulo. Pero si de pinocha e incendios forestales hablamos, no estaría de más recordar las declaraciones de algunos vecinos de Vilaflor y Guía de Isora cuando estaba vivo el incendio en Tenerife hace pocas semanas. En un artículo del diario La Provincia, titulado precisamente La mecha de la pinocha, un vecino que se resistió a ser desalojado de su casa y permaneció por la noche en ella, cuando debió haberse ido, contaba que vio cómo la pinocha empezaba a arder y le daba alas al incendio. En ese mismo artículo, los vecinos, unánimemente, mostraron su desacuerdo con que las administraciones públicas prohíban y pongan obstáculos a la recogida por parte de la población de algunos recursos forestales (piñas, ramas, pinocha...), y expresaban su malestar por la dejadez de esas mismas administraciones a la hora de limpiar los montes para prevenir incendios.
     Que los montes no están limpios lo puede comprobar cualquiera si se da un paseo por Canarias. Quien hoy suba a Las Cañadas, en la isla de Tenerife, comprobará que durante todo el camino la carretera está invadida por montones y montones de pinocha. Si así está la carretera, cómo estará el suelo del pinar. Basta con que algún descerebrado arroje un cigarro encendido por la ventanilla del coche para que nos caiga encima un nuevo incendio en el monte de La Esperanza. Lagarto lagarto. En el artículo de La Provincia un vecino lo dijo de forma muy gráfica: Hay zonas en las que, si se tirara una colilla, arderían en cinco segundos. Y no hay que ser una gran lumbrera para reconocerle la razón a ese vecino. Todos los que vivimos en estas islas conocemos la pinocha. De niños hemos jugamos con ella los domingos de campo. Y si una cosa aprendimos desde muy temprano es que con la pinocha se pueden hacer muchas cosas, pero nunca nunca nunca acercarle un mechero o una colilla encendida. Es paja seca. Es combustible. Si un fuego, por pequeño que sea, se acerca a ella, su voracidad crece de forma exponencial. Un buen montón de pinocha arde que te cagas. Así que si el señor consejero dijo eso de verdad habrá que exigirle responsabilidades por ello. Por mentir o por no tener ni puta idea de lo que habla. Pero lo que sí que tendría que tener este consejero es la valentía suficiente para salir a la palestra a enmendarle la plana a su flamante presidente, o bien el presidente desautorizar a su consejero. Paulino Rivero se dedica estos días a levantar columnas de humo para despistar la atención de las causas de los incendios, de su mala gestión, de la falta de medios y de los recortes presupuestarios en las cuadrillas de montes y su limpieza. Acusa el presi al estado de no conceder a Canarias más hidroaviones antiincendios. Pero es que hace sólo un par de días, el catorce de agosto, Javier González Ortiz manifestó que Canarias cuenta con medios más que suficientes y que no se dispone de hidroaviones porque los técnicos aseguran que los helicópteros son más eficaces. ¿En qué quedamos, señores Rivero y González Ortiz? ¿Hacen falta o no hacen falta hidroaviones en Canarias?
     Y así nos va a los canarios. Con un gobierno que hoy dice blanco y mañana negro. Con un gobierno que no atiende a sus obligaciones para una gestión y un cuidado racional de los montes. Con un gobierno que no tiene ni idea de hacia dónde va y se limita a esperar a que los acontecimientos lo atropellen sin ser consciente, o sin querer serlo, que es peor, de que estos incendios le dan una patada al gobierno en el culo del medio ambiente canario y de una ciudadanía desolada que sólo entiende una cosa: nuestros montes se queman este año y lo único bueno que nos queda es que habrá menos árboles que puedan arder el año que viene.
     Mientras escribo esto, La Gomera sigue ardiendo. Ha habido grandes incendios en esta isla. En la memoria de todos está aquel del año 1984 que se llevó por delante la vida de veinte personas, lo que lo convierte en el más dramático de cuantos ha habido en Canarias. Pero en superficie abrasada, en hectáreas carbonizadas, este que padecemos estos días es el mayor de todos en La Gomera. Las imágenes que nos llegan son dantescas. Y Paulino Rivero discute con Arias Cañete, ministro de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente del gobierno de España, sobre hidroaviones. Como si él, en calidad de presidente del gobierno canario, no tuviera responsabilidad ninguna más allá del despeje de balones. En este impactante vídeo de Antena3 pueden verse los efectos devastadores del fuego en La Gomera. Me he quedado sin palabras al verlo, pero no sin pensamientos. Pensé en Paulino Rivero, en Javier González Ortiz...
     Y en quienes han estado durante catorce días metidos entre el fuego dejándose la piel para apagarlo. Cuando este desastre pase, mi siguiente artículo en el blog estará dedicado a ellos. Entonces no hablaré del gobierno de Canarias y sus nefastas políticas medioambientales, ni del gobierno de España y sus indolentes ajustes presupuestarios y políticas neoliberales. Les dedicaré el silencio con todo mi desprecio hacia ellos. Mi siguiente artículo estará dedicado a todas esas personas que, ante una situación como esta, se arremangan y olvidan las humillaciones y agresiones que vienen sufriendo para dejarse las fuerzas en un único fin: apagar esto, apagarlo cuanto antes.
     La gran mayoría de ellos son empleados públicos.

martes, 14 de agosto de 2012

Por fin, un político ladrón




     Dice el conocido dicho que cuando uno señala a la Luna, el tonto mira al dedo. Siempre que alguien se esfuerza en poner ejemplos para exponer un argumento o plantear una denuncia aparece, invariablemente, quien se queda en ellos para retorcer el debate y hacer como que el viento sopla a su favor. Aunque sea un huracán y le pille de cara metiéndole cisquitos en los ojos. Es cuestión de inteligencia, que no hay por qué presuponerla en todo responsable político hijo de vecino.
     Es un ladrón. Eso tiene un nombre, y es robar. Que caiga sobre él todo el peso de la ley. El debate abierto a raíz de la acción llevada a cabo por el diputado andaluz y alcalde de Marinaleda, de Izquierda Unida, y el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT) sigue acalorado varios días después del asalto a dos supermercados. Juan Manuel Sánchez Gordillo (el diputado alcalde) y militantes del SAT se llevaron por el morro, bajo la luz de los flashes de los medios de comunicación, varios carros de alimentos no perecederos para cargarlos en sus vehículos y repartirlos después entre los más necesitados. Entre los pobres. Al más puro estilo robinjudiano. Robar a los ricos para repartir entre los pobres. Moderno salteador de caminos que no tiene un bosque de Sherwood en el que esconderse, aunque sí una encina bajo la que cobijarse. Y ahora que apechuguen los ladrones (o hurtadores, que habrá que ver si fue robo o hurto, galgo o podenco) con las consecuencias. ¡Que viva Gordillo, valedor de los sin nada! ¡Que le cooorten la cabeza!
     Desde entonces, digo, el debate está que no para. La primera gran discusión discurrió sobre si lo que hicieron estos activistas con Gordillo a la cabeza fue o no un robo. O sea, qué bonito ese dedo con el que señalas. Y qué lindo tu anillo, oyes. Y una vez aclarado este punto (robo fue), estos días estamos en las peticiones a la justicia para que se apresure a encerrar a los malandrines en lo más profundo del calabozo de la torre. Carlos Floriano, reluciente y sonriente vicesecretario de organización y electoral del Partido Popular, no duda en afirmar que Gordillo está haciendo un flaco favor a las familias y a la solidaridad. Ojo, y a la solidaridad. Tiene guasa, la cosa. Y pide que se le aplique la ley al igual que a todos los que agredieron a los trabajadores del supermercado o participaron en el robo con el mismo rigor que se aplicaría a cualquier ciudadano, pues el cumplimiento de la ley es exigible a todo el mundo en un estado de derecho.
     Y una magdalena.
     País de tontos, por Dios. Que haya que pedirlo, coño, clama al cielo. Sigamos la dirección que señala el dedo de Gordillo y sus camaradas. A ver si somos capaces de ver qué nos quisieron decir con su acción. Salgamos a la calle cuando cae la noche en las grandes ciudades españolas y tomemos conciencia de la enorme cantidad de personas que se ven abocadas a rebuscar en las basuras algo para comer. Que está pasando. Que sí, joder, que está pasando. Todos los días. Los comedores sociales no dan abasto con la gente que hace cola a la hora de la cena. Cáritas está desbordada y los datos que aporta en sus informes sobre la pobreza en España son devastadores, mientras los servicios sociales de las administraciones públicas reciben cada vez menos financiación para sus programas de ayuda y reinserción social por mor de los ajustes presupuestarios y la lucha contra el déficit generado, entre otras causas, por la billetada pública que se ha llevado de rositas y por la jeta la banca.
     La distancia entre ricos y pobres, desde el año 2008 se ha disparado en este país. Las desigualdades sociales se agudizan. Las grandes corporaciones de especulación financiera vieron la oportunidad de provocar una crisis económica en la que pescar a río revuelto y vaya si están pescando mientras les importa una higa el rastro de miseria que van dejando atrás. Casi seis millones de parados en este país. Más de 1.700.000 familias que no tienen ningún tipo de ingresos. A una media de tres personas por familia, sólo tres, pongamos, nos arroja un resultado de 5.100.000 personas que sobreviven no se sabe con qué. Con esas ocultas y soterradas redes de solidaridad familiar y social que se activan en situaciones como las actuales. Y rebuscando en los contenedores de basura que se empiezan a sellar con candados para que la gente no acceda a alimentos en mal estado, nos dicen.
     Esa insoportable injusticia social, a la que nos han arrastrado las políticas neoliberales que gobiernos como el de Mariano Rajoy y su Partido Popular en España se empeñan en sostener, es la Luna que los militantes del SAT nos señalaron con su dedo cuando entraron en los supermercados andaluces y cargaron hasta arriba los carros de comida que sacaron por la puerta sin pasar por caja. Don Carlos Floriano, puede usted desgañitarse pidiendo la aplicación de la ley a los autores de la denuncia social, y hasta puede que no le falte razón. Ya me gustaría verlo igual de vehemente a la hora de arremeter contra las tramas de corrupción y latrocinio de sus compañeros de partido que han metido la mano en la caja pública hasta el sobaco. Porque el cumplimiento de la ley es exigible a todo el mundo en un estado de derecho (permítame que utilice sus mismas palabras). Pero, por encima de cualquier otra consideración, sea usted capaz, seamos todos capaces, de ver la gravísima realidad social que Juan Manuel Sánchez Gordillo y sus compañeros del SAT denunciaron con su iniciativa. ¿Que fue un robo? ¿Y qué, joder? Pues robo entonces. Por fin, un político ladrón.

miércoles, 18 de julio de 2012

Despacito despacito, niñata




     Al final ha pedido disculpas. En una carta dirigida al presidente de la Cámara, Andrea Fabra pide disculpas al grupo socialista en el Congreso de los Diputados, y al propio Congreso, por haber gritado “que se jodan” en el momento en que Mariano Rajoy, presidente del gobierno, anunciaba que en el nuevo paquete de recortes que nos ha impuesto se incluye también un hachazo a las prestaciones que perciben los desempleados.
     Como sé que me leen también al otro lado del Atlántico, permítanme que exponga unos pocos antecedentes para que se sepa de qué estamos hablando. Andrea Fabra es diputada por el Partido Popular. El Partido Popular, la rancia derecha española, gobierna en estos momentos en España. Andrea Fabra es hija de Carlos Fabra, un dirigente del Partido Popular tocado por la fortuna, pues varias veces la suerte ha llamado a su puerta para hacerle entrega del premio gordo de la lotería, e imputado en varias causas judiciales por tráfico de influencias, cohecho y fraude fiscal. Todo un señor.
     El pasado miércoles, 11 de julio, el presidente Rajoy exponía ante el Congreso de los Diputados los nuevos recortes de derechos dictados por el FMI y la Unión Europea. Entre ellos, la rebaja de la prestación por desempleo de las personas que en este país acaban en el paro, que son cada día más. Ante las protestas de los grupos de la oposición por la medida, los diputados populares aplaudieron a su aspirante a caudillo y Andrea Fabra gritó “¡que se jodan!"
     Hoy pide disculpas por ello.
     Lo primero que pensé al leer la noticia es que te han pillado, bonita. Todo estalla cuando ese mismo día empieza a circular por facebook y twitter un vídeo en el que se ve claramente, y se oye con alguna dificultad, el exabrupto de la pija. Si la cámara de televisión en ese momento hubiera estado orientada hacia otro lado, hoy no estaríamos hablando de nada de esto, la sinvergüenza se habría despachado a gusto y no nos habríamos enterado. Pero te pillaron. Las redes sociales llevan una semana ardiendo con miles de comentarios denunciando el hecho y exigiendo responsabilidades. Miles, pero miles. Miles de miles.
     Y hoy pide disculpas.
     También se me ocurre pensar que esas disculpas no son del todo sinceras. Si las imágenes no la hubieran pillado, la tía esta hoy comentaría en sus corrillos íntimos lo bien que caga desde que pudo desahogarse aquel día en las Cortes. Pero como el escándalo ha sido grande (enorme, descomunal, y hasta esdrújulo) y su partido empieza a sentirse incómodo ante tanta crítica, desde dentro le han tirado de la oreja y le han pedido que haga un gesto de cara a la galería que rebaje un poco la tensión.
     Y va y pide disculpas.
     Y a mí se me antoja que no son sinceras, por lo que yo no se las acepto. Porque no me creo que tenga propósito de enmienda. No me suena a disculpa nacida del arrepentimiento al poco tiempo de haber cometido la falta. Tarda una semana en pedirla. Una semana a lo largo de la cual ha estado esquivando a todo aquel que ha querido abordarla para hablar del tema. Una semana a lo largo de la cual dejó claro que no se arrepentía de sus palabras. ¿Y ahora pide disculpas? Perdona tú, bonita, pero no. No me lo creo.
     Eso sí, durante esta semana lo único que la maleducada ha dicho es que no se refería a los parados cuando se lució, sino a los diputados del grupo socialista, lo que no me termina de cuadrar del todo. Porque no gritó “jodeos” mirando a los bancos de la oposición (los tiene enfrente). O “que os jodan”. No. Grita “que se jodan”. Hay que tener en cuenta que el argumento del que en ese momento echaba mano Rajoy para defender la rebaja de las prestaciones por desempleo era que éstas son muy altas y hacen que el parado prefiera quedarse en casa cobrando el paro antes que salir a la calle a buscar empleo. Por eso es mejor bajar la prestación a unos niveles que imposibiliten vivir de ella y obligar al personal a que salga a buscar todos esos puestos de trabajo que andan por ahí sin nadie que se deje querer. Porque en este país, en estos momentos, le das una patada a una piedra y de debajo saltan cuatro puestos de trabajo. Pero como la gente prefiere vivir del paro... Me fastidia que el “¡que se jodan!” de la niñata haya servido para que casi nadie se dé cuenta de la increíble desvergüenza de este presidente nuestro que se ríe en nuestra cara impunemente.
     Pues no te perdono, capullito de jazmín. Me lo pensaría si me pidieras disculpas a mí. Pero tus supuestas disculpas las diriges a los diputados socialistas y a la Cámara, y yo ni soy de ellos ni estoy en ella. No pides disculpas a los parados de este país que se sintieron ofendidos por tu desfachatez. No pides disculpas a las personas que, a pesar de no estar paradas, también nos sentimos ofendidas por tu falta de urbanidad, educación y empatía. Por tu egoísmo e indolencia. Cuando eso hagas, me lo pensaré.
     Mientras tanto, que te den, pibita.
     Y si lo haces, ni se te ocurra pensar que me bastará. El escaño que ocupas en el parlamento te exige, cuando menos, educación y sensibilidad hacia los problemas de los ciudadanos. Te exige un saber estar que no tienes y te exige que te esfuerces en encontrar soluciones a esos problemas que a ti te importan un bledo.
     Con tu actitud, boca sucia, te puedes ir despacito despacito a la mierda con tu carta de dimisión entre los dientes. Tú y todos los que piensan y sienten como tú. Niñata.

jueves, 28 de junio de 2012

De linces y pistosos




     La 2 de Televisión Española está reponiendo estos días “El hombre y la tierra”, de Félix Rodríguez de la Fuente. Amigo Félix. Cuando la serie no era un recuerdo sino una novedad, allá por la segunda mitad de los años setenta del siglo XX, nos reuníamos semanalmente la familia en torno a la tele para ver las peripecias del halcón peregrino en el aire, para descubrir el mundo secreto del lobo ibérico o para espiar las vicisitudes de la vida en solitario del que Félix nos presentaba como uno de los últimos linces ibéricos de la península.
     Uno de los grandes méritos de aquellos capítulos sobre la naturaleza fue, precisamente, apostar por la concienciación de una población entonces poco educada en el conocimiento y la defensa de la vida salvaje y el medio ambiente. Si algo supo hacer con empeño Félix Rodríguez de la Fuente fue mostrarnos la dramática situación al borde de la extinción de muchas especies emblemáticas de la fauna ibérica. Y colarnos de paso algunas secuencias que quedaron en nuestro imaginario para siempre. La toma del águila que se abate sobre una cabra montés y, con ella en las garras, hace uso de todas sus fuerzas para remontar el vuelo a pesar de que el peso de la presa tira de ella hacia el fondo del barranco complicándole la tarea aún pervive en nuestras retinas y la reconocemos de inmediato. Francamente sublime.
     El 14 de marzo de 1980 yo tenía quince años cuando los medios de comunicación se hicieron eco de la muerte del amigo Félix en un accidente de avioneta en Alaska mientras preparaba un documental sobre una carrera de trineos tirados por perros en aquellas tierras. Su muerte fue un mazazo inesperado que se clavó en nuestros recuerdos. Casi me atrevo a decir que, a día de hoy, pocos son los que no le recuerdan con el cariño que se supo granjear, por más que hace unos años hubo quien intentó desmitificar al personaje poniendo en entredicho el método científico de sus documentales, cuando no criticando abiertamente la ausencia de ese método en un intento por extrapolar la forma de hacer las cosas en los setenta a tiempos más actuales. Un ejercicio de descontextualización, si es que tal palabro existe (que parece que sí; lo acabo de confirmar en el DRAE; qué feo es).
     Como hago estos días si tengo oportunidad, al llegar a casa del trabajo, y después de comer algo, me tumbé en el sofá y puse la 2 para volver a deleitarme  con las explicaciones del naturalista y las imágenes que nos brindó. Hoy tocaba un capítulo sobre el lince ibérico y otro sobre el lobo. Sí, ya lo he dicho en otras ocasiones: soy de los que ven de verdad los documentales de la 2.
     Y enganchado a la mirada del lince estaba cuando caí en la cuenta de algo en lo que hasta hoy no había reparado. Guiado por el hablar pausado y metódico de Félix, fui anotando a golpe de lápiz y papel el uso de un vocabulario que llamó mi atención, primero, por lo acertado que resultaba en las descripciones del narrador y, en segundo lugar, por el desuso actual de muchas de esas palabras, algunas de las cuales me parecen sencillamente preciosas. Nos mostraba Félix “un mirlo trastejando en el sotobosque” dando un uso al verbo trastejar que no encuentro en ningún diccionario pero que describe a la perfección lo que el pájaro hacía entre la hojarasca. Más de una vez, en su narración del deambular del lince por esos montes, usó el término vallejada para referirse al valle que el felino recorría a la búsqueda de un conejo u otra pieza que echarse a la boca, palabra ésta que no está ni en el diccionario de la RAE ni en el María Moliner (aunque éste sí recoge las entradas vallejo  y vallejuelo), pero que transmite a la perfección lo abrupto y desgarrado del terreno que el animal recorría. Me llamaron la atención también palabras como campeo (sí está en los diccionarios); rececho (por acecho; también incluida en los diccionarios); o mocha, palabra usada por Félix con el sentido de “atalaya de vigilancia” sin que ese uso esté registrado en los diccionarios que he consultado (“recechando el lince desde su mocha”).
     Desconozco si la ausencia en los diccionarios de algunos de esos términos, o los usos que les daba el naturalista, se debe a que son propios del habla de la comarca de Burgos, de donde era natural, o a alguna otra causa. Lo cierto es que me resultaron certeros en sus explicaciones y descripciones. Se trata de palabras que no me tropiezo con frecuencia, lo que me induce a pensar que pueden haber caído en desuso, que forman parte de ese bagaje de la lengua que con el paso del tiempo se va perdiendo hasta que llega el día en que se certifica su defunción dejándonos un poco cojos a la hora de expresar con pocas, precisas y hermosas palabras justo lo que queremos decir sin circunloquios innecesarios y sin confusos vocablos que no dan exactamente en la diana del mensaje que queremos transmitir.
     Y me temo que de este proceso de degradación y disolución de la lengua no escapa nadie. Se produce en todos los países que compartimos el idioma y en todas las regiones, comarcas y territorios en los que el castellano se fue enriqueciendo a lo largo de siglos con sus propias particularidades y matices. Canarias no es menos. Ya casi nadie habla de una tirajala de algo. Los niños ya no se alongan en la ventana. El golpe que te das en un punto concreto del codo ha quedado como un calambre, pero ya no es un golpe de suegra. La vida pasa muy rápido, pero ya no se enfolina. El presumido ya no es un pistoso. Últimamente las cosas están más torcidas que cambadas, y si no fuera por la murga de Tenerife, los simplones más nunca serían singuangos. Lo de más nunca es una influencia del portugués en el habla canaria.
     La lista es extensa.
     Es que, canarismos aparte, Aladino y su lámpara ya no es Aladino, sino Aladín. Fuerte mierda.
     En un artículo de Javier Marías del año 1998, recopilado en el libro “Lección pasada de moda. Letras de lengua”, de reciente aparición (Galaxia Gutenberg, 2012), escribía: Algo va muy mal en una lengua cuando no sólo caen en desuso centenares de palabras que ya casi nadie entiende, sino también algunas formas básicas de la gramática y por lo tanto del habla.
     Al menos, esperemos que al lince no le pase lo mismo que al vocabulario antiguo de nuestros abuelos.

martes, 19 de junio de 2012

Uf

  Mariano Rajoy está de campaña electoral y dice que no va a subir los impuestos. Uf. Dice que bajo ningún concepto hará recortes en la sanidad y la educación públicas, ni en los servicios sociales básicos. Uf, menos mal. Se pone de los nervios cuando ve la posibilidad de que el PSOE (hoy en la oposición) se  plantee una amnistía fiscal a los ricos. Eso sería un disparate inmenso y una injusticia. Él nunca lo haría. Uf. Dice que no destinará ni un euro de las arcas públicas para los bancos. Uf. Dice que con su gestión restablecerá la confianza de los inversores y España saldrá de la crisis andando solita, sin ayuda de nadie, y por la puerta grande. Uf. Él sí que es grande.
  Mariano Rajoy gana las elecciones por mayoría absoluta. Uf. Por fin la luz al final del túnel. Uf. Vuelven la confianza, la estabilidad presupuestaria y la sensatez en la gestión. Uf. En España no volverá a ponerse en sol, diga lo que diga la pérfida teutona. Uf.
  Mariano Rajoy dice que España nunca será intervenida ni rescatada desde Europa. Uf. Dice que esos cien mil millones que ahora sí acepta de Europa no son más que una línea de crédito a la banca española que no repercutirá en la deuda pública. Ni de coña es un rescate. Uf. Aunque no aclara que si esto de ahora es una línea de crédito, qué fue aquello de hace un par de meses, cuando el Banco Central Europeo prestó un billón de euros al 3% de interés a los bancos europeos. ¿Qué diferencia hay entre una cosa y la otra? Tampoco aclara qué papel juega en todo esto el FROB. En cualquier caso, no es un rescate, dice. Uf.
  El FMI presiona a España para que suba la imposición indirecta, el IVA, el más injusto de todos los impuestos, pues graba el consumo sin tener en cuenta el nivel de renta de los consumidores. Y dice también que el estado debe recortar los sueldos de los funcionarios. Mariano Rajoy contesta que nones, que ni hablar. Que de eso nada, monada. Uf.
  La hija del hermano de la madre de Riesgo sobrepasa hoy los quinientos setenta puntos. Cómo está, la tía. Pero Mariano Rajoy pide calma, que nadie se altere. Se trata de una minucia pasajera, de un inconveniente incómodo no determinante que poco afectará a nuestro futuro inmediato, destinado a un crecimiento económico sin paliativos. Uf. Menos mal.
  La cosa está que arde. Pero Mariano Rajoy tiene la receta del cóctel refrescante que nos aliviará las calenturas. Uf. Qué calor.
  Anoche, en la tasca de Guillermo, nos reunimos los cuatro habituales. Antonio el carretera, hombre de pocas palabras y menos sonrisas, lo clavó. Estamos jodidos, dijo. Y más jodidos que vamos a estar. Lo llamamos así porque siempre viste las mismas prendas de color negro que, de tanto lavarlas, ya no son ni negras ni grises. Los demás le dimos la razón levantando nuestros vasos de vino rancio y azufrado.
  -Hombre, Antonio. Al menos, demos un voto de confianza al gobierno de Mariano Rajoy.
  Estaba sentado al final de la barra, con una cerveza en la mano. Lo conocíamos. Vecino del pueblo, visitante ocasional de la tasca, albañil en paro. Los cuatro lo miramos al mismo tiempo, pero fue Guillermo el que habló.
  -Vaya por Dios, uno que reconoce que votó al pepé.
  -¿Y qué? Sí, voté al pepé. Porque dijeron que no subirían los impuestos y que no perdonarían a los ricos sus deudas a Hacienda y a la Seguridad Social. Dijeron que no harían recortes ni en la sanidad ni en la educación. Porque dijeron que no recortarían los derechos laborales. Porque dijeron que no habría ni un céntimo para los bancos. Porque prometieron recuperar la confianza en la economía española. Porque prometieron crear puestos de trabajo. Porque estamos jodidos, coño. Porque estamos jodidos.
  Esto último lo dijo apurando de un trago la caña y dando en la barra un golpe con el vaso que sonó como un joder.
  Ya no nos queda ni eso. Nos han quitado hasta las razones para criticar a los votantes del pepé.
  -Ponle otra, Guillermo. Pago yo -dijo Antonio.
  Menos mal que La Roja pasa a cuartos de final con un gol agónico en los últimos minutos del partido.
  Uf.

lunes, 11 de junio de 2012

Un sueño para Djwanda


     Sentada al final de sus huellas de arena, las olas acarician los cansados pies y le roban sus lágrimas de siete años. La amenaza pendió sobre su cabeza durante los pocos años que vivió en su aldea natal; pero después de hacer el equipaje, cruzar un desierto y navegar el mar junto a su madre, creía haberla dejado atrás. 
     Desde muy niña fue testigo de cómo muchas de sus amigas pasaban la extraña enfermedad rodeadas de los mayores. Entre juego y juego, Djwanda se tropezaba con historias susurradas de cuchillas, sangre y llantos que otras niñas escondían en las sombras. Sus preguntas obtenían siempre la misma obstinada respuesta de su madre. Que dejara de meterse en asuntos de mayores, le decía con aire distraído, sin mirarla a los ojos. Y la niña me da miedo, mami. Y la madre que olvidara esas historias oscuras, que no hiciera caso de habladurías.
     Una noche, cuando la luz del nuevo amanecer aún no coloreaba las nubes, Djwanda sintió que la zarandeaban.
     –¡Levanta! ¡Recoge tus cosas!
     A la luz de la lumbre, la niña vio la urgencia brillar en los ojos de su madre con destellos anaranjados; su corto y espeso cabello parecía arder sobre los reflejos cobrizos en su frente atravesada de pliegues y arrugas. Ante la puerta abierta de la choza, Djwanda distinguió la silueta de un hombre que aguardaba con gesto impaciente. Se incorporó de un salto apremiada por las exigencias de su madre, sin decir una palabra, el corazón desbocado en el pecho. Algo grave pasaba y de ella se exigía que actuara con rapidez, e intuía que con valentía. Preparó los fardos como hacía cada jueves, cuando acompañaba a su madre al mercado del sur, y salió a la mañana. Hacía frío y tiritaba. Se enrolló en la manta mientras contemplaba el lago y las casas de adobe de la aldea burkinabé de Tin-Akoff, conocida entre los mercaderes como la Puerta del Desierto. Al norte, las últimas dunas de la rojiza arena del Sáhara recibían los primeros rayos del sol de una mañana cargada de estrellas.
     Djwanda aspiró el frío aire del amanecer y se consoló en aquel paisaje que, por cotidiano, la tranquilizaba. Del interior de la choza salía el rumor del trabajo de su madre que removía fardos y paquetes, muchos más que los que nunca habían llevado al mercado. Esa extraña forma de actuar le produjo una incómoda sensación de intranquilidad.
     Nunca supo su nombre, pero durante las siguientes jornadas el desconocido que había visto aquella mañana en la puerta de su casa la guió junto a su madre a través del desierto, siempre hacia el norte. Embutido como iba en el turbante, la niña apenas alcanzaba a ver unos ojos oscuros que la inquietaban. Estaba convencida de que aquellos ojos podían ver en la distancia a través de la cortina de luz que derramaba el sol y que ella apenas podía enfrentar sin entrecerrar los suyos.
     A sus cinco años, Djwanda descubrió el verdadero desierto. Hasta entonces sólo había conocido aquel, tan lejano, que veía desde su aldea. Éste era distinto, casi amigable, eterno y de una sorprendente paz sin tregua. Nunca antes la niña había visto amaneceres y atardeceres que, de tan puros, eran casi irreales. Como aquellas postales de bonitos colores que exhibían los mercaderes en su visita anual a la aldea.
     Tras casi una semana de dura marcha a pié, se cruzaron en el camino de la caravana de camellos que llevaría a las dos fugitivas hasta el mar. Y después de un mes de viaje, la ciudad de Tarfaya, en la costa sur de Marruecos, les dio la bienvenida. Djwanda nunca olvidó aquella sensación en sus entrañas ni la infinita pequeñez que la embargó cuando por primera vez estuvo frente a un mar que, en extensión y misterio, rivalizaba con el desierto que había dejado atrás.

     La mirada de la niña se pierde, acuosa, en el horizonte. La pesadilla ha vuelto cuando la creía enterrada para siempre entre las arenas del pasado. Su madre se ha estado comportando de forma extraña desde que, dos semanas atrás, Amadou, El Guardián de Las Costumbres, apareció en sus vidas. El viejo se presentó en el piso de alquiler que Djwanda y su madre comparten con otras dos mujeres de la aldea en el barrio de Schamann, en Las Palmas. Por su condición de velador de las viejas tradiciones, su carisma influye en la voluntad de sus paisanos y les recuerda la obligación de cumplir con el respeto a los antepasados. De nada sirven los ruegos y el llanto de su madre. De nada sirvió atravesar un desierto para huir. Arriesgar la vida en una travesía por mar a bordo de una embarcación en la que a duras penas podían entrar sus veinticinco ocupantes. Dos años de humillaciones, dificultades y penurias hasta conseguir los permisos necesarios para vivir y trabajar en un país que les regalaba el futuro, un colegio para Djwanda, una vida para Djwanda. Un sueño para Djwanda.
     Esa tarde, Amadou apareció con una anciana en el piso. La niña no entendió qué significaban las lágrimas de su madre, sus porfavores, los desmayos. Un miedo espeso se le atravesó en el interior de la garganta y sintió ganas de vomitar. La pesadilla la alcanzó, al fin, cuando la anciana sacó de entre los pliegues de sus vestiduras una hojilla de afeitar y se acercó a Djwanda con paso firme dispuesta a arrancarle el clítoris para hacerla apetecible a los hombres. La niña comprendió viejos fantasmas y corrió.
     Corrió hasta que se le acabó la tierra y sólo tuvo agua por delante. Corrió viejas carreras de las que no podía escapar. Corrió hasta llegar a una piedra a orillas de un mar cuyas olas la invitaban a continuar la huida. Y se dejó caer a masticar sus miedos y llorar ante el viejo retrato de su padre muerto. A implorar un consuelo que no llegaba. Piensa en Amadou. Piensa en la vieja y piensa en la cuchilla.
     Alguien se acerca por detrás. Apenas un rumor de pasos a sus espaldas.
     Su madre la mira con lágrimas en los ojos.
     Vuelve a casa, dice. Vuelve a casa.

martes, 22 de mayo de 2012

El sobre


-¿Sí? ¿Quién es?
-¿Manu? Soy yo. ¿Estás solo?
-Sí. Dime.
-Tengo listos los expedientes.
-Perfecto. ¿Cuándo me los pasas a la firma?
-¿Ya hablaste con él?
-...
-Lo digo por si está al tanto de todo.
-Tú me dirás, sin él no hay trato.
-¿Y el pago?
-Ya veremos...
-¿Cómo que ya veremos? No me jodas, Manu.
-Que sí, que está todo preparado.
-No muevo un papel hasta que todo...
-Que sí te digo. No me seas coñazo, ¿quieres?
-¡Cómo coñazo! ¿Es que no has visto Marbella? No quiero que...
-Que sí, joder, que está todo listo. Esta tarde quedé con él en el Caimán.
-Pues avísame en cuanto lo tengas. El solar ya está listo.
-Vale, Pepe, vale. No sé a qué viene tanto ruido.
-Sí, ruido. Más te vale que...
-¿Y tus hijas qué tal?
-Joder, Manu, cómo eres.
-Adiós, Pepe. Tengo trabajo.
-Ya. Y yo no. Hasta después...

viernes, 18 de mayo de 2012

Más fuerte que la guerra

  Mamá chilla cada vez que el ruido de las bombas hace temblar los cristales. Yo sé que los aviones pasan de largo para descargar sobre la ciudad y por eso le digo que no llore, pero ella se pone a repetir una y otra vez el nombre de papá encogida en el suelo de la cocina. Él está en Madrid, allí donde las bombas retumban y sus cartas tardan tanto en llegar. Cuando la veo así no me gusta y me escapo al bosque corriendo, hasta llegar a la mansión encantada. En mis paseos en solitario, un día descubrí la abertura en el muro y por ella me cuelo siempre que quiero en estos jardines abandonados. En cuanto llego a la parte trasera de la mansión, el olor de la hierba y la tierra húmeda me envuelven como el silencio. Es mi jardín mágico, un jardín secreto que es más fuerte que la guerra y no la deja entrar. Me pierdo entre sus caminos imaginando que soy un explorador mientras persigo el canto de los grillos. A veces me paro a escuchar el susurro de las hojas que el viento mueve y pienso que me hablan. Pero lo que más me gusta es tumbarme en el suelo frío a mirar las estrellas. Y sueño que papá juega conmigo, que mamá recoge flores y que fuera no hay un mundo al que volver.

Vuelvo




  El silencio de la espera titulé la última entrada que publiqué en el blog hace tres meses. Y una espera de tres meses de silencio ha transcurrido desde aquella publicación. Entre pitos y flautas, tres han sido los meses en lo que he estado lejos de este particular ciberespacio. No fue una decisión premeditada. No hay una razón concreta para el silencio. Así surgió, y así ocurrió. El trabajo, la dedicación a otros proyectos que pretendo poner en marcha en breve (proyectos literarios largamente postergados) y la vida misma, que casi nunca atiende a la planificación, han dictado las causas de la ausencia.
Pero vuelvo. Nunca pretendí abandonar.
Vuelvo con las mismas ganas de siempre, con ideas nuevas que en los próximos meses espero ir materializando y la misma ilusión. Seguirán las entradas estrictamente literarias. Y seguirán las de opinión, los gritos en este breve espacio que utilizo a modo de válvula de escape para dar puñetazos en la mesa, o simplemente como un desahogo. Y vendrán esas ideas nuevas que iré mostrando conforme las vaya concretando.
Hoy vuelvo para seguir a lo mío. Con todos ustedes, espero.
  Hola de nuevo.

viernes, 17 de febrero de 2012

El silencio de la espera


     Supe quiénes eran nada más entrar en el bar. Aquellas flechas que un día les regalé las noto desgastadas y casi ni se vislumbran en el silencio que con el tiempo se ha instalado entre ustedes. Quizá incluso estorban en la vida que se han acostumbrado a compartir y por eso no se sientan de frente, como si ya no tuvieran un frente mutuo que ofrecerse a pesar de las sonrisas de antaño que hoy siento ahogadas en el frío que les envuelve bajos unos abrigos que, en el calor del bar, no se atreven a quitarse, tal vez porque han desaparecido también las ganas de mostrar la desnudez ante el otro. Taza de chocolate tú, copa de vino él. Ni siquiera en eso parecen hallar los viejos lugares de encuentro olvidados en el pasado, y rebusco en mi espalda mientras te veo bostezar la espera de unas flechas que ya no me quedan.

jueves, 2 de febrero de 2012

Buscando el camino de vuelta


¿Cómo hacer para reencontrarnos?

     Fue Charles Darwin el primero en darse cuenta de que la selección natural es el catalizador que, en su ambiente natural, pone en marcha el mecanismo de la evolución de las especies. Y ése es su gran mérito. No fue el primero en hablar de la evolución como el procedimiento por el que las especies se van diversificando y adaptando al medio. De eso ya se hablaba cuando él viajaba a bordo del HMS Beagle antes de recalar en las costas de las Galápagos. El naturalista inglés simplemente (lo que no es poco) teorizó sobre la forma en que esa evolución se produce, lo que la hace avanzar.
     Aplicadas esas teorías a nuestra propia evolución, la paleoantropología y el estudio de la evolución humana han dado algunas respuestas a las eternas inquietudes que nos hacen preguntarnos quiénes somos y por qué somos como somos. Y no lo hacen porque esas ramas científicas busquen satisfacer necesidades filosóficas y existenciales que nos ayuden a encontrar nuestra paz interior. Ni esas respuestas se nos presentan como absolutas y definitivas, como dogmas científicos. Unas ideas se cruzan con otras y van encontrando acomodo entre ellas, cada una desde su propia fuente, en una suerte de puzle interdisciplinar. El filósofo se pregunta qué nos hace humanos porque intelectualmente necesita encontrar la respuesta, y la busca a la luz de la relaciones humanas en las sociedades que hemos ido construyendo a lo largo de la historia. Por su parte, el paleoantropólogo tiene un objetivo definido, ansía encontrar el origen de nuestra especie, encajar los eslabones aún ocultos y dar una explicación a cómo se ha ido desarrollando en el transcurso de millones de años. Y su búsqueda le lleva a dar con aquellas respuestas.
     La idea de que es el lenguaje lo que nos hace humanos está descartada. Se ha demostrado que otros simios, y otras especies más alejadas del homo sapiens, utilizan este instrumento en sus relaciones, bien es verdad que no de la misma forma que nosotros. Pero no somos los únicos. Fabricar herramientas tampoco. Chimpancés y gorilas lo hacen. ¿Y la conciencia del yo? También los chimpancés, y los delfines, entre otros, se reconocen ante un espejo. Tampoco somos los únicos en eso. ¿En nuestro genoma está la respuesta? Quizá. Pero nuestros genes no se diferencian casi nada de los del chimpancé. Es más, la distancia entre la estructura genética humana y la de la mosca no es tan grande como cabría pensar. ¿Dónde, entonces? ¿El qué?
     Nuevas teorías parecen apuntar a la idea roussoniana de que el hombre nace bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo malcría. Según estas hipótesis, el espíritu de cooperación y solidaridad entre los miembros de la comunidad favoreció el desarrollo de nuestra especie, así como su éxito y expansión por todo el planeta. Sin la ayuda mutua en un mundo de condiciones extremas, difícilmente habríamos podido llegar a ser lo que hoy somos. Nacemos, pues, buenos por naturaleza, sin pecado original. El crecimiento y desarrollo de las comunidades ancestrales hizo que, para poder convivir en un mundo de relaciones familiares y sociales cada vez más complejas, en nuestro cerebro se activaran determinadas potencialidades latentes que nos convirtieron en lo que hoy somos.
     Pero tan complicada e imprevisible es la naturaleza humana que en algún momento de nuestra historia le dimos la vuelta a la tortilla, y me pregunto cómo coño lo hicimos tan mal, cómo nos hemos metido en este jardín. Desde aquella ausencia de pecado original hemos terminado por caer en el más original de todos y, sin saber de qué forma, hemos construido, sobretodo en occidente, unas sociedades que priman lo individual frente a lo colectivo, la ambición personal frente a la cooperación social. Conseguimos cuadrar el círculo y retorcimos la máxima de Rousseau. Así, el ser humano, que nació gregario, cooperante y solidario, ha creado una sociedad que lo malcría y lo enferma de egoísmo e insolidaridad. O quizá sí sabemos cómo lo hicimos, pero preferimos hacer la vista gorda porque nos da miedo mirarnos en el espejo y descubrir a Dorian Gray sonriendo complacido. La duda estriba en si algún día sabremos encontrar el camino para rehumanizarnos o si, irremediablemente, es ya demasiado tarde y se nos pasó la hora del embarque para ese viaje. ¿Seguimos evolucionando o hemos hecho de nosotros mismos la única especie en el planeta que contraevoluciona?
En palabras de José Saramago, “nuestra labor consiste en conseguir volvernos más humanos” y “lo humano es lo que hay que preservar y defender en todas las circunstancias: el capitalismo ya sabemos que no lo hará”.

viernes, 27 de enero de 2012

La Tabla




     Cómo ha acabado braceando por su vida y pataleando por encontrar un punto de apoyo en el que descansar sus exhaustas extremidades poco importa. Flota a la deriva en medio del mar embravecido y poco acogedor en sus empujes y vaivenes. No recuerda haber caído por la borda de un navío, ni siquiera haber estado en uno. No tiene ni idea de adónde iba ni de dónde partió. Es un náufrago con pocas ganas y mucho frío a punto de ser derrotado por el pánico a morir. Por eso bracea y boquea como lo que es, un infeliz a punto de convertirse en aperitivo de olas y calamares que intenta con todas sus fuerzas mantenerse a flote. La ola que viene, y aquella que va, le impiden pensar con claridad. Mueve con frenesí brazos y piernas y mira al cielo porque no quiere mirar al suelo que no siente bajo sus pies, allí donde las manos frías y húmedas de la muerte le reclaman con la sonrisa de la victoria.
     Ha perdido la noción del tiempo que lleva luchando contra el abismo que lo reclama y sus fuerzas no son eternas, las siente menguar. Las bocanadas de aire se van espaciando y los buches de agua salada se suceden con mayor frecuencia provocándole arcadas traicioneras. Las fuerzas menguan. Siente la derrota en sus brazos y piernas que se acalambran, que ceden al agotamiento. Y el ánimo lo abandona. Echa una última mirada a su alrededor y sólo ve las crestas de las olas que le acechan y clavan en él sus aceros. Se deja llevar y se rinde. Deja de luchar y espera que, como ha oído en alguna ocasión, la muerte sea dulce y rápida. Se hunde. Se acabó. Saca por última vez la mano fuera del agua, postrera despedida, y sus dedos golpean algo sólido. Se aferra con violencia y, apoyándose en la tabla, saca la cabeza del agua. Una tabla. Al fin descansar. Es lo suficientemente grande como para encaramarse a ella y respirar el alivio que le invade. Una tabla.
     Una oportunidad.
    Descansa al fin y el calor del sol le devuelve de a poco unas esperanzas casi ahogadas. Se agarra a la tabla como lo que es, la salvación del último instante, la que le permite sostenerse sobre la vida separado apenas cinco centímetros de la muerte. La tarde cae por el horizonte sangrando al día que se va y la oscuridad lo envuelve en su manto de pesadillas e incertidumbres. Apenas duerme. Se aplasta contra la tabla, se estrecha contra ella, quiere hacerse uno con la solidez que lo mantiene a flote y teme cerrar los ojos para que el agotamiento no le haga perder su apoyo más preciado.
     Sueña oscuro.
     Sueña la vigilia.
     Sueña que cae.
     Abre los ojos y descubre que sigue encerrado en el océano. Tiene sed, pero sabe que beber el agua del mar sólo aceleraría el final y se contiene. Se incorpora  y mira el horizonte circular. Al menos la tabla aleja de él la humedad que lo espía. Algo chapotea cerca, pero no quiere pensar. Sus pensamientos se revelan contra él. No quiere imaginar animales que sabe que están ahí, rondando, o profundidades que busca evitar. Quiere centrarse en la oportunidad que la tabla le brinda. Sabe que, de no ser por ella, a estas horas estaría muerto y desconocidas alimañas se disputarían sus despojos. Tiene sed. Y el sol que antes lo reconfortó con su calidez ahora se vuelve inclemente. Los rayos caen sobre él aplastándolo contra la tabla que se vuelve parrilla.
     Nada hay a su alrededor.
     El mar. Sólo el mar.
     Tiene sed.
     La noche vuelve a caer y trae de nuevo una momentánea liberación de los barrotes del horizonte que ha hecho suyo. Ahora sólo está la tabla a la que sigue aferrado, su territorio a la deriva en el capricho de las corrientes por las que se deja llevar. Duerme. Pero esta vez no sueña. Sólo duerme y no sueña.
     El esparto de la sed lo despierta tironeándole de la garganta. La tentación de hundir los labios en la superficie fresca y cristalina lo arrastra fuera de la tabla, pero aún le quedan fuerzas para resistir y se tumba boca arriba. En el cielo se retiran las estrellas a sus descanso diurno. Ni una nube. Tiene sed. Cierra los ojos y no ve el sol alzar su vuelo en la lejanía. Aún no le araña con sus quemaduras, pero hace visible una vez más su encierro. Sabe que no tardará en empezar a morder, como sabe que éste es su último día. La lengua reseca se lo susurra y sus labios se contagian de la naturaleza de la madera que lo sostiene. Hunde la mano en el agua y se la pasa por la cara para rellenar con un escozor las grietas que siente abiertas. Entonces la ve.
     No está lejos, pero duda. Pudiera ser sólo un espejismo. Sabe que estas cosas pasan, que en su situación la locura llega a estar tan cerca de la cordura que a veces se confunden y suplantan. Tierra. Ve tierra. Y no está lejos. Comprueba también que la corriente que lo arrastra lo conduce hacia ella. Comienza a impulsarse con las manos en el agua, pero se va volviendo más y más espesa con el paso de los minutos hasta que cesa en su empeño y se deja llevar sin apartar la vista de la costa que se aproxima. Agarrado a la tabla, espera. Al menos la tabla. Sin ella, ya hace mucho que estaría muerto. Aplasta su mejilla contra la madera y la siente cálida y amiga. Cuando ve el fondo dibujarse, salta al agua y se mantiene a flote apoyándose en la tabla. Hace un último y desgarrado esfuerzo y se impulsa hacia la playa hasta que sus pies tocan la arena y se deja caer en la orilla.
     Intenta levantarse y no puede. Tiene sed. Aún conserva la tabla junto a él. Su salvadora. Su única amiga. Gracias a ella, al fin aquí. Sólo por ella, y sin ella nada.
     De pronto, otra vez la oscuridad.
     Al despertar no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente. La tabla sigue a su lado. Se levanta y camina alejándose de ella con pasos que se deslizan en una superficie de olas sólidas que lo desequilibran. Titubea un instante y se da la vuelta. La mira y tiene la tentación de recogerla y llevarla con él. Es su tabla, la que lo ha salvado. Sin ella nada. La mira durante unos instantes y toma la decisión de seguir su camino hacia la sombra refrescante de las palmeras y huir de los colmillos del sol. Deja la tabla atrás. Escucha el fluir de una corriente, la canción de un salto de agua. Tiene sed. Busca el origen del susurro y descubre un arroyo que repta entre las rocas. Hunde la cara en él y bebe. Al fin bebe. Con las rodillas hincadas en la corriente, olvida.
     La tabla reposa inmóvil en la arena húmeda de la orilla y la marea la va cercando, hasta que las olas comienzan a zarandearla y tiran de ella para devolverla al olvido.