sábado, 12 de febrero de 2011

Un cleo con cariño

   De unas semanas acá visito de vez en cuando el blog de Soledad Arrieta, una joven cronista argentina de la provincia de Neuquén del país suramericano (pueden verlo en mi lista de blogs, Tan cotidiano como el mate). Llegué a él como se llega en estos casos, pateando páginas y blogs al tuntún. Aquel día, Sol (Sole, que diríamos por estos pagos) denunciaba las pretensiones de un garca que se presenta desde el pasado, con su grupo político, a unas elecciones. Y su artículo me llegó a poner los pelos de punta. Sí, a mí también me descolocó el término garca. No lo busquen en el diccionario. Es un argentinismo que no aparece en él. Búsquenlo en google, que en ocasiones es una buena alternativa a la Academia.
   Como digo, habitualmente me paro a leer sus denuncias y reflexiones, y hace pocos días me topé con un artículo suyo, Fusilados por la Cruz Roja, en el que reflexiona en torno a un vídeo que se ha hecho público en Argentina sobre las torturas que los presos sufren en la cárcel de Mendoza (vídeo que pueden ver en su blog si tienen estómago para ello) y sobre el sistema penitenciario de su país. El vídeo se las trae. Porque, entre otras sinrazones, en él los torturadores miran a cámara y sonríen, colegas somos, mientras mantienen contra el suelo a una persona maniatada a la espalda soportando los golpes que le asestan esos supuestos agentes de la autoridad. Hijos de puta.
   Ese mismo día leí en la prensa española la noticia de dos bebés que murieron de hambre, también en Argentina (hasta aquí el vídeo de las torturas no llegó). Morir de hambre en Argentina. La simple idea me chocó, pues no es ése un país que uno asocie con hambrunas y niños famélicos mirando a cámara con sus enormes ojos negros, tan enormes como sus estómagos abultados y sus ombligos herniados. Pero parece que sí. Que los hay. Entre la comunidad indígena.
   Hoy quise escribir algo sobre todo esto y, como quiera que no recordaba qué día de esta semana leí la noticia de los bebés desnutridos, me puse a buscar en casa entre los periódicos más recientes. Pero no dí con el que buscaba. Mira en internet, me dije. Una noticia como esa debe haber aparecido en varios medios y, seguro, la encuentras en la red. Y lo hice. Escribí en google muere de hambre en Argentina. Y dí con la noticia (el pasado 9 de febrero). Pero es que había más noticias de niños muertos allí por falta de alimentos en enero de este año, y en septiembre del año pasado, y en octubre. Sólo en la primera página de la búsqueda. Todos ellos de distintas comunidades indias. Hay organizaciones que manejan datos de hasta sesenta niños que ingresan al mes en los hospitales de ciertas provincias argentinas por grave desnutrición. Y me pregunto qué imagen es la que llega a nosotros de la actual Argentina, la posterior al terror de la dictadura, la democrática, la que quiere liderar una nueva era de esplendor económico en esa parte del continente junto a Brasil, después de haberlas pasado canutas con la crisis financiera y el corralito de hace nada. Y está muy bien. Que lo consigan. Pero para eso, ¿no habría que garantizar primero la supervivencia de esos niños?
   En estos días locos que vivimos, en los que descubrimos con asombro la existencia de dictaduras ocultas en Túnez, Egipto y quién sabe dónde más (si me preguntan, yo puedo apuntar algunas más en África y Asia), como si nos hubiéramos caído de un guindo esta mañana, esta noticia de los niños hambrientos me ha cogido por sorpresa. Porque los telediarios de por aquí se vuelcan en mostrarnos las concentraciones de manifestantes en las plazas de El Cairo (días antes fue en Túnez), en Jordania, en Argelia y algunas que han intentado ser en Marruecos; pero siguen manteniendo fuera de la atención mediática dramas como el que denuncia Sol en su blog, o la realidad de bebés que no tienen ni siquiera la posibilidad de sobrevivir a sus primeros meses de vida por falta de leche en aquel país que tanto nos llama la atención. Bebés como la niña de la foto, a la que ¿su hermano? muestra con una sonrisa a la cámara, a la que alguien le ha hecho con cariño un cleo.
   La niña murió. 
   Sé que hay muchos otras realidades que claman por su visibilidad en occidente en otras muchas partes del planeta. África es un inmenso hervidero de ellas. Pero hoy he querido aportar mi granito de arena para arrojar luz sobre una situación que me cabrea, que me hace maldecir a este puto mundo que estamos construyendo desde la más clamorosa mala leche. Qué descomunal panda de malnacidos puede llegar a ser la humanidad.
   Sigo creyendo en ella, sí, pero a veces tengo que gritar que somos unos grandísimos hijos de puta.

miércoles, 2 de febrero de 2011

El perro de don Miguel

   El humo del cigarro ascendía lento hacia el techo mientras contemplaba el parque a través de la ventana de mi habitación, ajeno a sus espirales y cabriolas. Las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal; unas lentas, como temiendo llegar al final, otras acelerando su bajaba conforme deglutían otras gotas retrasadas. Aplasté la colilla en el improvisado cenicero del papel albal que envolvía uno de los bocadillos que había llevado a la excursión. Mis padres no sabían entonces que ya fumaba.
   Había escampado, así que decidí salir a dar una vuelta. Era tarde, no había nadie en casa y no tenía ganas de encender la tele hasta que mis padres llegaran. No podía quitarme de la cabeza la imagen de Natalia haciendo adiós con la mano mientras subíamos a la guagua. Se supone que ella tenía que haber venido con nosotros, pero a última hora dijo que le dolía la cabeza, que se quedaba. Y no supe reaccionar a tiempo. Si me apunté al pateo por el monte fue porque sabía que ella vendría. Durante todo el día me reproché no haber tenido los reflejos suficientes para ofrecerme a acompañarla a casa. Y los chicos lo notaron. No dejaron de meterse conmigo en todo el día. Decían que estaba pasando una de mis rachas de mala leche y que mejor me hubiera quedado en casa. Mala leche la que me entraba cuando los veía reírse.
   Las calles de La Laguna estaban vacías. Nadie se aventuraba por ellas en medio del frío de la tarde. Al llegar a San Agustín, doblé hacia arriba. Andaba cabizbajo, con las manos en los bolsillos palpando el paquete de cigarros sin decidirme a encender uno. Me vino a la cabeza la imagen de Unamuno, aquella de una calle larga de La Laguna con un cura y un perro al fondo. El alumbrado estaba encendido y la luz se reflejaba en las aceras húmedas por la lluvia recién caída. El olor a humedad se me metía entre la ropa. Casi sin darme cuenta, me encontré ante el banco de la Junta Suprema, el mismo en el que nos sentamos aquel sábado Natalia y yo, cuando le dije lo que sentía por ella. Encajó mis palabras con naturalidad, pero me dijo que estaba con alguien. Me senté en el frío banco mientras sus palabras se repetían en mi mente una y otra vez. No conseguía quitarme de la cabeza los intentos vanos por llamar su atención aquellos días.
   Encendí el cigarro.
   La piedra del banco empezaba a calarme los pantalones y eché a andar en dirección al Camino Largo. Imaginaba que la tenía a mi lado, que me cogía la mano y me miraba a los ojos mientras me sonreía. Soñaba que le gustaba pasear conmigo, con encontrármela detrás de cada esquina. Y planeaba qué palabras le diría, con qué miradas le hablaría. Saboreaba los besos que nunca le daría. Al llegar al castillo del camino, un perro se paró a mi lado moviendo la cola. Lancé la colilla contra una palmera y lo miré a los ojos.
   -¿Qué? ¿Dónde dejaste a don Miguel?