viernes, 17 de febrero de 2012

El silencio de la espera


     Supe quiénes eran nada más entrar en el bar. Aquellas flechas que un día les regalé las noto desgastadas y casi ni se vislumbran en el silencio que con el tiempo se ha instalado entre ustedes. Quizá incluso estorban en la vida que se han acostumbrado a compartir y por eso no se sientan de frente, como si ya no tuvieran un frente mutuo que ofrecerse a pesar de las sonrisas de antaño que hoy siento ahogadas en el frío que les envuelve bajos unos abrigos que, en el calor del bar, no se atreven a quitarse, tal vez porque han desaparecido también las ganas de mostrar la desnudez ante el otro. Taza de chocolate tú, copa de vino él. Ni siquiera en eso parecen hallar los viejos lugares de encuentro olvidados en el pasado, y rebusco en mi espalda mientras te veo bostezar la espera de unas flechas que ya no me quedan.

jueves, 2 de febrero de 2012

Buscando el camino de vuelta


¿Cómo hacer para reencontrarnos?

     Fue Charles Darwin el primero en darse cuenta de que la selección natural es el catalizador que, en su ambiente natural, pone en marcha el mecanismo de la evolución de las especies. Y ése es su gran mérito. No fue el primero en hablar de la evolución como el procedimiento por el que las especies se van diversificando y adaptando al medio. De eso ya se hablaba cuando él viajaba a bordo del HMS Beagle antes de recalar en las costas de las Galápagos. El naturalista inglés simplemente (lo que no es poco) teorizó sobre la forma en que esa evolución se produce, lo que la hace avanzar.
     Aplicadas esas teorías a nuestra propia evolución, la paleoantropología y el estudio de la evolución humana han dado algunas respuestas a las eternas inquietudes que nos hacen preguntarnos quiénes somos y por qué somos como somos. Y no lo hacen porque esas ramas científicas busquen satisfacer necesidades filosóficas y existenciales que nos ayuden a encontrar nuestra paz interior. Ni esas respuestas se nos presentan como absolutas y definitivas, como dogmas científicos. Unas ideas se cruzan con otras y van encontrando acomodo entre ellas, cada una desde su propia fuente, en una suerte de puzle interdisciplinar. El filósofo se pregunta qué nos hace humanos porque intelectualmente necesita encontrar la respuesta, y la busca a la luz de la relaciones humanas en las sociedades que hemos ido construyendo a lo largo de la historia. Por su parte, el paleoantropólogo tiene un objetivo definido, ansía encontrar el origen de nuestra especie, encajar los eslabones aún ocultos y dar una explicación a cómo se ha ido desarrollando en el transcurso de millones de años. Y su búsqueda le lleva a dar con aquellas respuestas.
     La idea de que es el lenguaje lo que nos hace humanos está descartada. Se ha demostrado que otros simios, y otras especies más alejadas del homo sapiens, utilizan este instrumento en sus relaciones, bien es verdad que no de la misma forma que nosotros. Pero no somos los únicos. Fabricar herramientas tampoco. Chimpancés y gorilas lo hacen. ¿Y la conciencia del yo? También los chimpancés, y los delfines, entre otros, se reconocen ante un espejo. Tampoco somos los únicos en eso. ¿En nuestro genoma está la respuesta? Quizá. Pero nuestros genes no se diferencian casi nada de los del chimpancé. Es más, la distancia entre la estructura genética humana y la de la mosca no es tan grande como cabría pensar. ¿Dónde, entonces? ¿El qué?
     Nuevas teorías parecen apuntar a la idea roussoniana de que el hombre nace bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo malcría. Según estas hipótesis, el espíritu de cooperación y solidaridad entre los miembros de la comunidad favoreció el desarrollo de nuestra especie, así como su éxito y expansión por todo el planeta. Sin la ayuda mutua en un mundo de condiciones extremas, difícilmente habríamos podido llegar a ser lo que hoy somos. Nacemos, pues, buenos por naturaleza, sin pecado original. El crecimiento y desarrollo de las comunidades ancestrales hizo que, para poder convivir en un mundo de relaciones familiares y sociales cada vez más complejas, en nuestro cerebro se activaran determinadas potencialidades latentes que nos convirtieron en lo que hoy somos.
     Pero tan complicada e imprevisible es la naturaleza humana que en algún momento de nuestra historia le dimos la vuelta a la tortilla, y me pregunto cómo coño lo hicimos tan mal, cómo nos hemos metido en este jardín. Desde aquella ausencia de pecado original hemos terminado por caer en el más original de todos y, sin saber de qué forma, hemos construido, sobretodo en occidente, unas sociedades que priman lo individual frente a lo colectivo, la ambición personal frente a la cooperación social. Conseguimos cuadrar el círculo y retorcimos la máxima de Rousseau. Así, el ser humano, que nació gregario, cooperante y solidario, ha creado una sociedad que lo malcría y lo enferma de egoísmo e insolidaridad. O quizá sí sabemos cómo lo hicimos, pero preferimos hacer la vista gorda porque nos da miedo mirarnos en el espejo y descubrir a Dorian Gray sonriendo complacido. La duda estriba en si algún día sabremos encontrar el camino para rehumanizarnos o si, irremediablemente, es ya demasiado tarde y se nos pasó la hora del embarque para ese viaje. ¿Seguimos evolucionando o hemos hecho de nosotros mismos la única especie en el planeta que contraevoluciona?
En palabras de José Saramago, “nuestra labor consiste en conseguir volvernos más humanos” y “lo humano es lo que hay que preservar y defender en todas las circunstancias: el capitalismo ya sabemos que no lo hará”.