lunes, 11 de junio de 2012

Un sueño para Djwanda


     Sentada al final de sus huellas de arena, las olas acarician los cansados pies y le roban sus lágrimas de siete años. La amenaza pendió sobre su cabeza durante los pocos años que vivió en su aldea natal; pero después de hacer el equipaje, cruzar un desierto y navegar el mar junto a su madre, creía haberla dejado atrás. 
     Desde muy niña fue testigo de cómo muchas de sus amigas pasaban la extraña enfermedad rodeadas de los mayores. Entre juego y juego, Djwanda se tropezaba con historias susurradas de cuchillas, sangre y llantos que otras niñas escondían en las sombras. Sus preguntas obtenían siempre la misma obstinada respuesta de su madre. Que dejara de meterse en asuntos de mayores, le decía con aire distraído, sin mirarla a los ojos. Y la niña me da miedo, mami. Y la madre que olvidara esas historias oscuras, que no hiciera caso de habladurías.
     Una noche, cuando la luz del nuevo amanecer aún no coloreaba las nubes, Djwanda sintió que la zarandeaban.
     –¡Levanta! ¡Recoge tus cosas!
     A la luz de la lumbre, la niña vio la urgencia brillar en los ojos de su madre con destellos anaranjados; su corto y espeso cabello parecía arder sobre los reflejos cobrizos en su frente atravesada de pliegues y arrugas. Ante la puerta abierta de la choza, Djwanda distinguió la silueta de un hombre que aguardaba con gesto impaciente. Se incorporó de un salto apremiada por las exigencias de su madre, sin decir una palabra, el corazón desbocado en el pecho. Algo grave pasaba y de ella se exigía que actuara con rapidez, e intuía que con valentía. Preparó los fardos como hacía cada jueves, cuando acompañaba a su madre al mercado del sur, y salió a la mañana. Hacía frío y tiritaba. Se enrolló en la manta mientras contemplaba el lago y las casas de adobe de la aldea burkinabé de Tin-Akoff, conocida entre los mercaderes como la Puerta del Desierto. Al norte, las últimas dunas de la rojiza arena del Sáhara recibían los primeros rayos del sol de una mañana cargada de estrellas.
     Djwanda aspiró el frío aire del amanecer y se consoló en aquel paisaje que, por cotidiano, la tranquilizaba. Del interior de la choza salía el rumor del trabajo de su madre que removía fardos y paquetes, muchos más que los que nunca habían llevado al mercado. Esa extraña forma de actuar le produjo una incómoda sensación de intranquilidad.
     Nunca supo su nombre, pero durante las siguientes jornadas el desconocido que había visto aquella mañana en la puerta de su casa la guió junto a su madre a través del desierto, siempre hacia el norte. Embutido como iba en el turbante, la niña apenas alcanzaba a ver unos ojos oscuros que la inquietaban. Estaba convencida de que aquellos ojos podían ver en la distancia a través de la cortina de luz que derramaba el sol y que ella apenas podía enfrentar sin entrecerrar los suyos.
     A sus cinco años, Djwanda descubrió el verdadero desierto. Hasta entonces sólo había conocido aquel, tan lejano, que veía desde su aldea. Éste era distinto, casi amigable, eterno y de una sorprendente paz sin tregua. Nunca antes la niña había visto amaneceres y atardeceres que, de tan puros, eran casi irreales. Como aquellas postales de bonitos colores que exhibían los mercaderes en su visita anual a la aldea.
     Tras casi una semana de dura marcha a pié, se cruzaron en el camino de la caravana de camellos que llevaría a las dos fugitivas hasta el mar. Y después de un mes de viaje, la ciudad de Tarfaya, en la costa sur de Marruecos, les dio la bienvenida. Djwanda nunca olvidó aquella sensación en sus entrañas ni la infinita pequeñez que la embargó cuando por primera vez estuvo frente a un mar que, en extensión y misterio, rivalizaba con el desierto que había dejado atrás.

     La mirada de la niña se pierde, acuosa, en el horizonte. La pesadilla ha vuelto cuando la creía enterrada para siempre entre las arenas del pasado. Su madre se ha estado comportando de forma extraña desde que, dos semanas atrás, Amadou, El Guardián de Las Costumbres, apareció en sus vidas. El viejo se presentó en el piso de alquiler que Djwanda y su madre comparten con otras dos mujeres de la aldea en el barrio de Schamann, en Las Palmas. Por su condición de velador de las viejas tradiciones, su carisma influye en la voluntad de sus paisanos y les recuerda la obligación de cumplir con el respeto a los antepasados. De nada sirven los ruegos y el llanto de su madre. De nada sirvió atravesar un desierto para huir. Arriesgar la vida en una travesía por mar a bordo de una embarcación en la que a duras penas podían entrar sus veinticinco ocupantes. Dos años de humillaciones, dificultades y penurias hasta conseguir los permisos necesarios para vivir y trabajar en un país que les regalaba el futuro, un colegio para Djwanda, una vida para Djwanda. Un sueño para Djwanda.
     Esa tarde, Amadou apareció con una anciana en el piso. La niña no entendió qué significaban las lágrimas de su madre, sus porfavores, los desmayos. Un miedo espeso se le atravesó en el interior de la garganta y sintió ganas de vomitar. La pesadilla la alcanzó, al fin, cuando la anciana sacó de entre los pliegues de sus vestiduras una hojilla de afeitar y se acercó a Djwanda con paso firme dispuesta a arrancarle el clítoris para hacerla apetecible a los hombres. La niña comprendió viejos fantasmas y corrió.
     Corrió hasta que se le acabó la tierra y sólo tuvo agua por delante. Corrió viejas carreras de las que no podía escapar. Corrió hasta llegar a una piedra a orillas de un mar cuyas olas la invitaban a continuar la huida. Y se dejó caer a masticar sus miedos y llorar ante el viejo retrato de su padre muerto. A implorar un consuelo que no llegaba. Piensa en Amadou. Piensa en la vieja y piensa en la cuchilla.
     Alguien se acerca por detrás. Apenas un rumor de pasos a sus espaldas.
     Su madre la mira con lágrimas en los ojos.
     Vuelve a casa, dice. Vuelve a casa.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado...invita a conocer y reflexionar...¡Gracias por compartirlo!

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  2. Gracias a ti, Maca. Veo que le has cogido el tranquillo a los comentarios en los blogs. Bien. Un beso.

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