domingo, 24 de julio de 2011

Oslo, 22 de julio de 2011. Siempre





Aunque los pasos toquen mil años este sitio,
no borrarán la sangre de los que aquí cayeron.

Y no se extinguirá la hora en que caísteis,
aunque miles de voces crucen este silencio.
La lluvia empapará las piedras de la plaza,
pero no apagará vuestros nombres de fuego.

Mil noches caerán con sus alas oscuras,
sin destruir el día que esperan estos muertos.

El día que esperamos a lo largo del mundo
tantos hombres, el día final del sufrimiento.

Un día de justicia conquistada en la lucha,
y vosotros, hermanos caídos, en silencio,
estaréis con nosotros en ese vasto día
de la lucha final, en ese día inmenso.

                                          (Pablo Neruda)

sábado, 23 de julio de 2011

La primera vez

Nota previa:

    No soy amigo de dar explicaciones sobre un texto. Prefiero que el lector se enfrente a él y lo juzgue sin más. Si le gusta, bien. Y si no, también. En todo caso, siempre me ha gustado que me hagan tanto las críticas buenas, de las que casi nunca se aprende nada, como las malas, de las que intento sacar alguna enseñanza aunque no siempre lo consigo. Pero en este caso sí quiero decir algo al respecto de cómo surgió la idea de la entrada que a continuación cuelgo. El periódico El País publica estos meses de estío un suplemento diario llamado Revista de Verano. Una de las secciones de esa revista es “mi primera vez”, en la que escritores variopintos escriben un relato corto a cuenta de eso, “mi primera vez”. Leo ese periódico casi todos los días, y disfruto mucho de la lectura de esa sección.
    En estas semanas pasadas, cuando llevaba leídos algunos de esos relatos, se me ocurrió un día que si El País me encargara escribir para esa sección (soñar es gratis) escribiría un texto plagado de primeras veces. Muchas primeras veces. Y como una cosa lleva a la otra, un relato empezó a cocinarse en mi cabeza.
    Hoy, al salir del trabajo, decidí parar a comer en La laguna. Compré el periódico y me metí en mi pizzería favorita a la que hacía muchísimo tiempo que no visitaba (La Traba, calle San Juan de La Laguna). Mientras comía, leía el periódico. Al llegar a la Revista de Verano ya iba por el cortado. Terminé, pagué la cuenta y salí. El coche lo tenía casi en la puerta del establecimiento, así que decidí apoyarme un momento en la pared a fumarme el cigarrito de después (de después de comer, no sean mal pensados) y a leer el relato del día. En esta ocasión era Rosa Montero la autora. Como no podía ser menos, tratándose de quien se trata, el relato es muy bueno. Si quieren leerlo, aquí. Y está plagado de primeras veces. Muchas primeras veces.
    Si alguien me vio en aquel momento, seguro que pensó que ando un poco escaso de seso, o que en lugar de leer El País estaba leyendo El Jueves, la revista que sale los miércoles. Imagínenme apoyado en la pared, con un cigarro entre los labios y riéndome ostensiblemente yo solo con el periódico abierto en las manos. Rosa Montero se me adelantó, pensé. Porque su relato está lleno de primeras veces, muchas primeras veces, y se desenvuelve en una relación de pareja, igual que el que bullía en mi cabeza. Y bueno, para ella el tanto. Sí, lo sé, aunque lo hubiera escrito yo antes, el tanto siempre sería para ella, que para eso ha escrito lo que ha escrito y yo sólo lo que leen en este blog y poco más. Repito, soñar es gratis. Así que decidí olvidar mi relato y arrojarlo a la sima del olvido.
    Entré en el coche, arranqué y puse rumbo a casa dándole vueltas en la cabeza a las primeras veces de Rosa Montero. Y mientras iba carretera adelante, mi relato, a pesar de la decisión de matarlo antes de nacer, siguió tomando forma empeñado en agotar todas sus probabilidades de supervivencia. Y reconozco que ganó la batalla. Cuando ya casi llegaba, cambié de opinión y decidí escribirlo.
    Y aquí está. Recién salido del horno. Por favor, que nadie lo compare con el de Rosa Montero, que mi autoestima no da para eso. Decido escribir esta nota previa para dejar claro, ante quien haya podido leer el de la escritora antes que el mío, que no me surgió la idea a raíz de leer el otro, que la idea ya rondaba en mi cabeza desde hace unos cuantos días. Y, qué coño, me pareció divertido sentarme a escribirlo después de leer a doña Rosa.
    Sin más pretensiones, ahí va.


La primera vez
    La primera vez que la vi, ni siquiera la vi. Me lo contó ella cuando ya habíamos intimado. Una tarde, caminando por la plaza de la catedral, pasé por delante del banco en el que ella estaba sentada. Según me dijo, la miré a los ojos durante un segundo, pero el encuentro no quedó registrado en mi memoria, pues juro que no lo recuerdo. Según confesó en aquella conversación, ella me espió discretamente levantado apenas la vista del libro que estaba leyendo mientras yo me alejaba y desaparecía al doblar una esquina.
    La que sí recuerdo fue la primera vez que hablamos. Nuestras cabezas tropezaron cuando buscábamos un libro en uno de los estantes bajos de una librería. Perdón, le dije. Y ella me sonrió echándose con gracia una mano a la frente. Salimos juntos con nuestras respectivas compras bajo el brazo y tomamos un cortado sentados en la terraza de una cafetería cercana. Fue nuestra primera cita. También fue la primera vez que hablamos de literatura. A ella le apasionaba la francesa del siglo XIX: Chateaubriand, Lamartine, Victor Hugo, Flaubert, Gérard de Nerval; y babeaba con Rimbaud. Yo nunca he tenido un gusto definido en esto de la lectura. Me gusta cualquier cosa que me enganche, sea del siglo que sea. Y del país que sea. Quizás prefiero un poco más la literatura en castellano.
    La primera vez que vino a casa se quedó prendada de las vistas al mar. En la terraza quiso hacer el amor conmigo por primera vez. Aunque no fue aquella la primera vez que pasó la noche en casa. Se marchó después de cenar porque, dijo, no quería ir demasiado deprisa y le gustaba disfrutar del placer de sentirme añoranza. Creo que no llegué a entenderla del todo, pero no le di demasiada importancia. Siempre me ha gustado dormir solo.
    La primera vez que celebramos un aniversario de nuestra relación fue también la primera vez que viajamos juntos. Se empeñó en que conociera París, ciudad a la que acudía en cuanto se le presentaba la ocasión. Fue una primera visita inolvidable. Se pasó todo el tiempo narrándome historias acaecidas en cada calle, en cada esquina, en cada plaza; y soy incapaz de acordarme de la cantidad de escritores, poetas y dramaturgos que hicieron de París el escenario de sus historias. De todos y cada uno de ellos me contó sus vidas, sus amores y sus miserias. De vuelta a casa conseguí relajarme y recuperar la respiración después del agobio y el estrés cultural, histórico y literario al que me sometió. Hasta hoy, nunca he vuelto.
    La primera vez que me dijo estoy aburrida no le hice mucho caso. Llevábamos cinco años juntos y pensaba que seríamos capaces de resistir las crisis propias de la madurez de una relación. Ella insistía en que la acompañara en sus frecuentes visitas a París, pero yo siempre encontraba razones que me excusaran. En esos cinco años viajamos a otros lugares. Siento una gran debilidad por los viajes a África, me apasiona ese continente, pero ella encontró aquellos países demasiado bulliciosos y no supo descubrir la magia de pasear por un mercado de Tombuctú o por el desierto del Namib.
    La primera vez que me dijo que se iba me asusté. Dos días después, de vuelta a casa del trabajo, la vi por primera vez con él. Caminaban hombro con hombro por la acera, ajenos a todo lo que bullía a su alrededor, y ella le dedicaba unas carcajadas a cada palabra que él le susurraba. Era lector de francés en la universidad, mucho más joven que ella (y que yo, claro) y supongo que la derretía en sus brazos recitando a Baudelaire en su lengua natal.
    La primera vez que pasó por casa para recoger sus cosas sentí por primera vez el vértigo ante el abismo de su ausencia. A aquella primera visita fugaz le siguieron otras hasta que terminó de llevarse todas las pertenencias que una vida en común había ido acumulando. Durante el proceso de separación sentí la opresión asfixiante de un vacío oscuro que se iba adueñando de mi vida, creciendo en mi interior con cada una de aquellas visitas. Las cosas mías que ella guardaba en su casa me las envió embaladas en una caja.
    La primera vez que comprendí que no volvería a verla, mis miedos me bombardearon con todas las primeras veces que nunca le di. Nunca le dije por primera vez te quiero. Nunca le dije por primera vez te necesito. Nunca le dije por primera vez te echo de menos. Nunca le dije por primera vez por qué no te vienes a vivir a casa, o por qué no me mudo a la tuya. Nunca le dije por primera vez por qué no tenemos un hijo. Nunca le dije por primera vez tengamos una primera y definitiva vez.

martes, 19 de julio de 2011

La paja en el ojo ajeno



    Imagino que conocen aquello de la viga en el ojo propio y la paja en el del otro. Alude el dicho a la facilidad con la que algunos, o muchos, alcanzan a ver los defectos ajenos mientras arrastran por su vida un corolario de errores y defectos domésticos. Para ser metódico, creo que esos muchos pueden ser clasificados en dos grandes grupos. Si alguien tiene ganas y tiempo, seguro que encuentra otras divisiones y subdivisiones, pero yo no pretendo llegar tan lejos. Me basta con esas dos grandes clasificaciones. Por un lado, estarían los que de verdad no son conscientes de su viga y se pasan todo el santo día hurgando en las heridas de los demás para dejarlos en evidencia. Se trata de personas de corto calado moral, de bajo perfil, con las que sería mejor no cruzarse. Junto a éstas, encuentro aquellos otros individuos que son plenamente conscientes de lo que tienen en su ojo y utilizan el mecanismo de señalar los errores ajenos para agrandar su viga y fortalecerla. Incluso llegando al punto de inventarse esos errores o tergiversar la realidad para llevarla a su productivo terreno. Éstos sí que son peligrosos. Mucho cuidado con ellos. Además de su inexistente catadura moral, su falta de escrúpulos y su sinvergüencería (si se me permite el palabro; prometo no volver a usarlo), son unos auténticos malnacidos.
    Viene todo esto a colación porque, en las noticias de hoy, los medios dan cuenta de lo manifestado por el señor Juan Rosell, a la sazón presidente de la patronal CEOE, en una conferencia organizada por el diario económico El Economista. Dijo el representante del gran empresariado español, a grandes rasgos, tres cosas: a) “A quien se apunte al paro porque sí, habrá que decirle que no”; b) A los funcionarios habría que evaluarlos para que no se consideren “dueños” de sus puestos de trabajo, y habló de empleados públicos “ineficientes y prepotentes”; y c) “Al estudiante hay que decirle que un fracaso se le puede consentir, pero que esté ocho años para acabar una carrera de cinco no se le puede consentir y no se lo vamos a pagar siempre”.
    Desde que tomó posesión de su actual presidencia, el señor Rosell se ha distinguido por su incapacidad para refrenar una lengua muy larga (y ya me gustaría añadir que “una falda muy corta”) en sus intervenciones. En cuanto al punto a), lo primero que se me ocurre pedirle es que me defina, por favor, “porque sí”. Si con ello pretende señalar a quien prefiere apuntarse al paro para cobrar la prestación antes que aceptar un trabajo de duras condiciones, ya le digo yo que sí, que, como las meigas, haberlos, haylos. Pero pensar, o insinuar, que la mayoría de las casi cinco millones de personas que hoy engrosan las listas del paro en este país hacen eso me parece, cuando menos, una sinvergüencería (vaya, ya he incumplido mi promesa; qué calamidad soy). ¡Eh! Acabo de consultar el diccionario y la palabrita de marras está en él. Pues nada, retiro la promesa (después de haberla incumplido, lo sé) y añado el vocablo al diccionario de mi procesador de texto para no verlo subrayado en rojo. Pero prosigamos. La inmensa mayoría de las realidades personales y familiares que hacen cola en las oficinas del paro hoy día han visto cómo sus vidas son arrolladas por una locomotora a la velocidad del AVE despojándolas de sus puestos de trabajo. Y esa locomotora está gobernada por personas
, a muchas de las cuales representa el señor Rosell desde su sillón de presidente, que tienen nombres y apellidos y que apretaron el acelerador a tope para multiplicar sus beneficios empresariales y financieros sin importarles una higa los demás. Ahora sus víctimas hacen cuentas, las que tienen suerte, para no acabar perdiendo la casa por la que pagan una sangrante hipoteca. Decirle a esa gente que está apuntada al paro “porque sí” en una desfachatez propia de una personalidad sin escrúpulos.
    En cuanto al punto b), mucho se ha hablado de los empleados públicos en los últimos tiempos. Sólo quiero decir un par de cosas. La primera, que los servicios públicos de nuestro estado del bienestar siguen siendo tan necesarios para nuestra sociedad como cuando se pusieron en marcha después de largas luchas sociales que ansiaban las mejoras que hoy disfrutamos con toda naturalidad. Y esos servicios públicos siguen funcionando, en gran media, gracias a la responsabilidad de los empleados públicos para con sus puestos de trabajo. Cierto es que hay entre ellos ovejas negras, malos profesionales a los que habría que sancionar. Exactamente igual que los habrá en la Coca-Cola, en Iberia, en Inditex o en las empresas del señor Rosell (podría citar muchos ejemplos de ineficiencia e ineptitud de empleados de empresas privadas con las que me relaciono a diario). Y ante ese problema habrá que actuar, claro que sí. Lo que parece desconocer este caballero es que los mecanismos para actuar contra esos aprovechados están ahí, en la normativa de la función pública, la que regula el procedimiento disciplinario de este colectivo y los mecanismos de evaluación del desempeño que poco a poco se están poniendo en marcha en las administraciones. ¿Y si cuando esos mecanismos se hayan generalizado la conclusión a la que se llega es que los empleados púbicos no son tan malos como de ellos se decía? ¿Pedirá perdón alguno de los voceros que hoy denigran esa labor?
    La segunda cuestión que quería poner sobre la mesa en relación con este asunto es el papelón que está haciendo en la función pública nuestra querida clase política. Porque la manera más sencilla de desenmascarar a esos gandules que hay en las administraciones es que sus superiores hagan bien su trabajo y, ante la falta de responsabilidad y profesionalidad de un empleado público, pongan en marcha los mecanismos de sanción legalmente establecidos. Que están ahí para algo. Pero claro, quienes están al frente de las unidades administrativas no son técnicos que conozcan la materia a gestionar y hayan demostrado su capacidad para ello. Nasti de plasti. Quienes están al frente del entramado de las administraciones públicas son comisarios políticos puestos a dedo por el partido de turno, normalmente para pagar favores prestados. Muchas veces, estas personas están más preocupadas en mantener su puesto bien remunerado rindiendo pleitesía al poder político que en llevar a cabo una buena gestión de los servicios públicos, aunque para ello deban enfrentarse en ocasiones a ese poder político que todo lo pretende mangonear. Así, poco a poco, las administraciones públicas se han ido pudriendo en este mercadeo de puestos, y las culpas recaen en el empleado público. Me pregunto si la intención no es precisamente ésa, minorar la calidad de los servicios para tener una excusa a la hora de suprimirlos y ponerlos en manos de la iniciativa privada de forma que, con el tiempo, la ciudadanía tenga que pagar por ellos y los gestores apliquen criterios de beneficio empresarial en servicios que hoy son públicos. Igual es eso lo que pretende el señor Rosell.
    Y en cuanto al punto c), que alguien diga algo, que a mí me da risa. ¿De dónde saca este señor que le “vamos a pagar” la carrera a un estudiante repetidor por cuarta vez de un curso? Ah, claro, sus hijos no disfrutan de becas. Con el pastón que gana papá, el estado no da becas. Deduzco de sus palabras que lo que el señor Rosell dice es que no hay que conceder becas a ese estudiante que pasa más tiempo de ronda con la tuna que hincando los codos. Pero es que uno de los requisitos para disfrutar de una beca, tengo entendido, es aprobar el curso. Quien repite, pierde la pasta. Ese tuno que cursa por tercera vez cuarto de Derecho lo hace con el dinerito que saca de sus saltos con el pandero o con la renta mensual que le envían de casa. O con su trabajo de camarero hasta las cuatro de la mañana, me da igual. Pero no con una beca que pagamos todos. El presidente de la CEOE quiere desconocer este extremo. O pretende hacerse el longuis.
    Así que, señor Rosell, no me venga con demagogias en su discurso malintencionado que, en última instancia, esconde una argumentación destinada al desmantelamiento del actual statu quo del estado del bienestar. Ya sé que pretende usted el despido gratis, la muerte de la negociación colectiva, la fijación unilateral de las condiciones de trabajo por el empresario y la puesta en manos privadas de los servicios públicos. Pero córtese un poco, hombre de Dios. Que se te ve el plumero, Calimero.
    Y ya puestos, no me quiero despedir sin decir unas poquitas cosas más. Ya que se empeña usted en hacer de acusica de los fallos de los demás, presénteme un empresario de este país que no tenga una contabilidad B para hurtar al erario público una pasta gansa. Hablemos también de la cantidad de empresarios que han aprovechado la actual coyuntura económica para echar cuentas y despedir trabajadores por la puerta falsa. Quedas despedido, amigo, pero no te vas de aquí. De ahora en adelante yo te pago bajo cuerda el salario mínimo interprofesional y el resto hasta tu anterior sueldo lo sacas de la prestación por desempleo. Yo me ahorro los seguros sociales, tú te ahorras los seguros sociales y todos tan contentos. Viva yo y mis cojones. Pero todos los días en el taller a las seis de la mañana, ¿eh? Y de aquí no sales hasta las cinco de la tarde. Eso sí, te dejo media hora para que almuerces, no vayas a decir que soy un mal jefe. Qué topeguay que soy. Y ese trabajador, que no encuentra otro puesto de trabajo digno al que ir, se traga su rabia y las ganas de soltarle dos hostias al buen jefe, acepta el trato porque tiene dos hijos a los que mantener y una hipoteca que pagar, y masculla por lo bajini su frustración. Que un buen rayo te parta, hijo de puta. Y ahora viene usted y dice que está apuntado al paro “porque sí”.
    Es por eso que incluyo a don Juan Rosell en el segundo grupo que señalé al principio de los que cargan una descomunal viga en cada uno de sus ojos. En el de los malnacidos.

miércoles, 13 de julio de 2011

Facundo Cabral

Te quiero porque en ti comienzo y termino.
Te quiero porque nos encontramos y nos perdemos uno en el otro.
Digamos que te quiero con todos los que soy incluyéndome a mí mismo.
(Facundo Cabral y Alberto Cortez)



    Las noticias que nos llegan anuncian que murió. Dicen que era cantautor. Luchador incansable. Para mí fue siempre un poeta de la vida que acompañaba sus palabras con las notas de la guitarra que acariciaba con los dedos de su corazón. Cantaba, sí, para contar la vida, pues esa era su manera de andar, su manera de vivir y de luchar. Cantaba para conjurar la libertad que se empeñó en soñar para hacerla realidad.
    Murió Facundo Cabral el pasado sábado cuando aún no le tocaba. Me importa un carajo que las balas que nos lo arrancaron llevaran escrito su nombre o el de otro. Murió el sábado cuando hacía lo que siempre quiso, andar el mundo para extender su casa cada vez más allá. Era uno de los imprescindibles de Bertolt Brecht, de los de toda la vida, de los incansables, una de esas luces que nos marcan el rumbo con una sonrisa en el rostro. Por eso no quiero pensar que esa sonrisa, aquellas palabras, nuestras canciones y poemas, ya no existen.
    Murió Facundo Cabral el sábado porque sí. O porque no. Pero creer que ya no está es no haberlo sabido escuchar. No seas boludo, diría a quien crea que ya no está. Porque Facundo es ese fresco soplo animado que nos roza la mejilla cuando decimos te quiero. Ese gesto amistoso que nos empuja a salir del camino para descubrir nuevas veredas. Ese retazo de vida inmune a las balas que nos lleva cada atardecer a sumergirnos en un baño de luz para no distraernos de la vida que nos puebla.
    Murió Facundo Cabral. El sábado. Y no valen las distracciones.

domingo, 3 de julio de 2011

La Biblia cura la homosexualidad

    Y dale con la matraca. Qué obsesión, por Dios (aunque no estoy seguro de que sea por Dios). Me acabo de enterar de que el obispado de Alcalá ha editado una guía para curar la homosexualidad a base de aconsejar determinadas lecturas de la Biblia. Como lo leen. Curar la homosexualidad. A fuerza de leer la Biblia. Yo es que alucino cada vez más. Es que lo flipas, tío.
    Según informa Redes Cristianas, la página web del obispado de Alcalá hace pública una guía para, desde la esperanza, ayudar a curar la homosexualidad. Desde la esperanza. A los monseñores se les está yendo la olla cosa fina. Y la profilaxis que recomiendan es la lectura de la Biblia. Me llama la atención una de esas lecturas recomendadas, de la Primera Carta a los Corintios (6,10):

    No se engañen: no serán recibidos en el Reino de Dios los que tienen relaciones sexuales prohibidas, ni los que adoran a los ídolos; ni los que cometen adulterio, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los tramposos, ni los usureros.

    Vamos, que vista así la cosa el numerus clausus para entrar en el cielo está cada vez más imposible. Es que no entra ni Dios, oye. Siendo malo malo, diría que ningún cura, con ese texto en la mano, podría llegar al cielo. Pero no quiero ser tan malo.
    ¿Qué se ha creído esta gente? ¿Cuándo van a darse cuenta de que se alejan cada vez más de los sentimientos de la mayor parte de las sociedades de hoy? ¿En qué sociedad piensan que siguen viviendo? ¿Cuándo van a plantearse hacer una autocrítica que les ayude a encontrar su papel en el mundo actual?
    No me cuento entre quienes están en contra de las religiones porque sí. Dada la complejidad de los seres humanos, entiendo que el sentimiento religioso forma parte de nuestra idiosincrasia como especie. Pero entiendo ese sentimiento como una relación personal e íntima de cada cual con la deidad que escoja del catálogo. Cualquier intento de cualquier ciudadano o autoridad religiosa de querer imponer en lo social las reglas dictadas desde los dogmas de fe me parece un ejercicio muy peligroso. Otra cosa muy distinta es que, desde el convencimiento religioso, las personas quieran  incidir en la realidad. Vivir de acuerdo a unos principios, provengan de donde provengan, es una cualidad personal encomiable. Más en estos tiempos, en que los principios parecen tener muy mala prensa. Pero lo que últimamente se empeña en hacer el club de los monseñores pasa de castaño a oscuro.
    Ya sé que citarse a uno mismo está mal, pero en una entrada del blog del pasado 3 de enero comenté la intervención del obispo de Córdoba en la misa de celebración de la fiesta de la Sagrada Familia del 26 de diciembre del año pasado, en la que acusó a la Unesco de tramar una conspiración internacional para convertirnos a todos en homosexuales. Y vuelve ahora el obispado de Alcalá con el temita de marras. Erre que erre. ¿Por qué será?, me pregunto. Fingida ingenuidad. Están obsesionados estos chicos. En lugar de preocuparse por la cantidad enorme de problemas que las personas tenemos en estos momentos, en lugar de preocuparse por aprender a vivir de acuerdo a los principios que Jesús les dejó (solidaridad; opción por los pobres, traducida en la opción por los más débiles y en la lucha en contra de las desigualdades sociales; aceptación de la mujer como sujeto social; asunción de los valores femeninos; humildad, autocrítica, etc.) se empeñan en ahondar no en la figura de Jesús sino en la visión de la iglesia como única referencia vital. Ni Dios ni nada. Lo único que ven y les importa es su iglesia patriarcal, injusta, discriminadora, institucional, medieval, alejada de la sociedad e ignorante del mundo en el que vive. Y así les va. Las vocaciones sacerdotales son puramente testimoniales en nuestro país. Dentro de nada no habrá curas para atender a todas las parroquias en las diócesis. Si es que eso no está ocurriendo ya. Y el caminar de la perrita no parece indicar que eso vaya a cambiar.
    Me parece algo escandaloso difundir la idea de la homosexualidad como una enfermedad y pretender que tiene cura. Pero querer encontrar todas las respuestas en la literalidad de la Biblia es hasta irresponsable. Porque ellos mismos saben que los textos que se recogen en ella hay que leerlos sin perder de vista el tiempo en que fueron escritos, la intencionalidad primigenia de esos textos, y contextualizar todo ello en el siglo XXI. Pretender imponer la letra de la Biblia a nuestros días podría dar lugar a querer resucitar la esclavitud (Levítico, 25:44), o a considerar como impura a la mujer mientras tiene la regla y, por lo tanto, negarle su personalidad social durante la menstruación (Levítico, 15:19-24), o a justificar la pena de muerte, aunque sólo sea por trabajar en sábado (Éxodo, 35:2), o a negarle el acceso a las ceremonias religiosas a las personas con cualquier tipo de discapacidad o, simplemente, por tener un hueso roto o los testículos aplastados (Levítico, 21:16-20). Y podría seguir durante un rato.
    Pero es que, además, esta gente se empecina en dejar caer sobre nosotros el peso de la Biblia esgrimiendo los textos que les interesa, pero ocultando aquellos que no quieren que destaquemos. Pongo como ejemplo el pasaje que se narra en el evangelio de Lucas, capítulo 13, versículo 10. En él se cuenta lo acaecido un sábado en la sinagoga. Jesús llama a una mujer que sufría una enfermedad que la mantenía encorvada y no podía enderezarse. Él le dice que queda libre del mal y la mujer se endereza. Tomemos ese texto. Una mujer que vive doblada por la mitad, ¿qué ve? ¿Cómo vive? Está en permanente actitud de sumisión, en una genuflexión eterna, con la vista en el suelo. ¿No será esa una metáfora de la situación que la mujer sufría en aquellos tiempos, supeditada al poder del varón? Jesús la llama, la convierte en protagonista (hace protagonista a una mujer) y, delante de todo el mundo (en sábado, por Dios, qué pecado), la hace incorporarse para que sus ojos queden a la altura del resto de la sociedad, hombre incluido. Dejémonos de tonterías. Lo que el evangelista cuenta en ese texto es que Jesús consideró que la mujer debe estar a la misma altura social que el hombre. Basta ya de discriminación, sumisión y supeditación. Tú también eres un sujeto social, le dice. Y el mundo lo construimos entre todos (hombres y mujeres), o la cosa se va al carajo. Ahora, comparen eso con la iglesia que los hombres, y sólo los hombres, han levantado a lo largo de los siglos. Y así le está yendo. La madre que los parió.
    Y permítanme otro ejemplo. Les reto a que busquen en todos los evangelios dónde se dice que María Magdalena era una prostituta. No lo encontrarán por ningún lado. No existe ese texto. Sin embargo, esa mujer, que también formaba parte del grupo de los discípulos (y hay textos que indican que era la primera entre los discípulos), ha pasado al imaginario histórico católico como una prostituta. Y eso es así porque así lo decidieron los papás de la iglesia hace muchísimos siglos como una forma de denostar a esa persona que tanto les ha incomodado. Los papás de la iglesia. Todos ellos, hombres.
    Todo esto viene a cuento porque las lecturas de la Biblia deben hacerse a la luz de una exégesis que ponga las cosas en su sitio. No caben las lecturas literales como muchos pretenden. Si así fuera, los textos en los que se basa el catolicismo no resistirían una confrontación con los derechos humanos que hoy reconocemos. Mucho cuidadito, monseñores.
    He intentado no caer en la tentación, pero no he podido. No me resisto. Termino esta entrada con la misma imagen con la que terminé aquella del 3 de enero. No intento ser irrespetuoso con ella. Simplemente, creo que es lo que Jesús les diría a esta panda de capullos.
    Váyanse a la mierda.


Reflejos



    Al llegar a casa, justo en el momento de abrir la puerta, me vi salir. Intrigado, decidí seguirme. Bajé la escalera a la carrera, comprobando en cada rellano que el ascensor se me adelantaba un poco más cada vez. Cuando por fin llegué al zaguán la puerta se cerraba y me lancé a la carrera hacia la calle. Alcancé a verme doblar la esquina y aceleré mis pasos para no perder mi rastro.
    Crucé la calle atento al tráfico denso, esquivando los coches que reprochaban mi estorbo a bocinazos, y salté a un plaza que no había visto antes. Miré a mi alrededor, desconcertado. Los edificios colindantes no me resultaban familiares. El ambiente me era desconocido. El olor no era el mismo de siempre. Los sonidos eran diferentes. Aquella no era mi ciudad, pero era yo el que recorría sus calles delante de mí. Al mezclarme entre las personas con las que me cruzaba me invadió ese aire de fuera de lugar que tiene el turista cuando es testigo del devenir rutinario de las gentes del país que visita por primera vez.
    La persecución me llevó por avenidas atestadas en las que me veía reflejado en las lunas de los escaparates de forma difusa, como a través de una niebla húmeda. Sólo el reflejo de mi otro yo me llegaba limpio y diáfano. Caminando sin parar, con los pasos firmes y resueltos de quien conoce su destino y lo persigue con decisión, mi cotidiana figura se adentraba cada vez más en el bullicio de la urbe desconocida. Me vi saludar de forma amigable a rostros que no me decían nada, pararme a hablar con personas cuyas voces oía por primera vez, detenerme a acariciar perros que me devolvían la carantoña con un gemido y que me recibían con un gruñido gutural cuando era yo el que pasaba a su lado.
    En una esquina me detuve, se detuvo, y me vi pasear la vista a su alrededor como buscando algo. Durante una fracción de segundo miré en mi dirección y, por un momento, creí que me había reconocido. Pero fue sólo un instante. Seguí mi marcha con naturalidad.
    De pronto interrumpí mi carrera. Caí en la cuenta de que aquello no tenía sentido. No conocía el lugar, las calles, aquellas gentes. No tenía idea de adónde me conducía aquel deambular frenético. Entonces él, volteando la cabeza, clavó sus ojos en mí y esbozó una sonrisa fugaz. O quizás me imaginé que me sonreí. Crucé a toda prisa una última calle y desaparecí en un portal. Acelerando el paso, me introduje en el edificio antes de que la puerta se cerrara.
    Subí ocho pisos en el ascensor y me dirigí a la puerta de mi casa. Justo en el momento en el que la abría, me vi observarme desde el hueco de la escalera.