viernes, 27 de agosto de 2010

Que no

   Tú quién eres. ¿Y qué haces a mi lado, en mi cama? ¿De dónde sales? No, no te recuerdo. ¿Cómo iba a recordarte? No te conozco de nada. Nunca te había visto. ¿A qué te refieres? Pues no, no lo sé. Venga ya, tú anoche no estabas. Qué disparate. No me digas eso, no te creo. Es imposible. ¿Cinco años dices? No, lo recordaría, seguro. No puede ser que me confunda durante cinco años enteros. Tú no eres esa. La persona de la que hablas no eres tú, lo sé. ¿Cómo no iba a saberlo? Esto es ridículo. No intentes tomarme el pelo. A ella sí la conozco, claro que la conozco. La amé desde el principio, y no eres tú. Ella es la luz en la distancia que elegí atrapar. Que no me digas esas cosas. ¿Cómo que dónde está? Aquí, ¿no la ves? Pues estaba aquí anoche cuando nos acostamos, cuando acaricié su espalda sintiendo el ritmo de su respiración, cuando besé sus labios de buenas noches, cuando me prometió que siempre estaría a mi lado. Estaba aquí te digo. ¿Que me estoy volviendo loco? Que no, que no eres tú. Nada de esto tiene sentido. ¿Y por qué recoges sus cosas? Deja eso, no es tuyo. Ella vendrá y querrá saber qué ha pasado con su ropa. Que lo dejes te digo. Cierra esa maleta. Vete de nuestra casa. Ella volverá de un momento a otro y te demostraré que existe. Que no es un sueño, te digo ¿Cómo va a ser un sueño? Mira a tu alrededor, todo está impregnado de ella. ¿No lo sientes? ¡Que no eres tú! Deja ya de decir tonterías. ¿Cómo vas a ser tú? Y deja sus cosas te digo. ¿Pero qué insinúas? Ella nunca diría eso, nunca lo dijo. Además, tú no la conoces. ¿Cómo vas a saber lo que diría o no diría? Tú no conoces las palabras que nos susurramos, las promesas que nos abrazaron, los besos que nos comprometieron. ¿Pero qué dices? Tú sí que estás loca. Voy a llamar a la policía. No tienes derecho a tocar sus cosas. Que las dejes te digo. ¿Cómo que nunca existió? Qué tonterías estás diciendo. Estaba aquí, no me la invento. Anoche sentí sus gemidos en sueños, el calor de su cuerpo, la suavidad de su piel junto a la mía. Que no. Te repito que no es un sueño, que es real, que siempre fue real. Mi imaginación no da para tanto, y mira que da. Pero lo tuyo es surrealista. ¿Pero a dónde vas? Que dejes eso. No puedes llevártela. ¡Vuelve aquí! ¿Y qué le digo cuando vuelva? No me va a creer. No puedes llevártela. Sí que va a volver. De un momento a otro, y entonces se descubrirá tu delirio. Te digo que sí, que es ella. ¿A dónde vas? Que no eres tú. No puedes ser tú. Que no.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Una cuestión nuclear


   En estos últimos tiempos tres noticias han llamado mi atención, aunque todas ellas han saltado a la luz pública distanciadas en el tiempo entre sí (es lo que tiene esto de la memoria histórica, que, si la ejercitamos a menudo, nos hace relacionar hechos y acontecimientos y reflexionar sobre ellos). La primera de ellas (aunque no cronológicamente) es que en Alemania se ha levantado hace poco la veda para la caza del jabalí. Y allí van los cazadores teutones, pertrechados con sus rifles de alta precisión y su indumentaria cuasi militar, a lanzarse al monte a la búsqueda del cochino salvaje para cobrarse sus piezas. Hasta aquí nada anormal. Lo singular de la noticia es que cuando un alemán caza un jabalí debe comunicarlo a las autoridades para que se le realice a la carne del trofeo un análisis del nivel de radiactividad que corre por sus venas. Y es que el desastre de Chernóbil aún sigue teniendo efectos en el medio ambiente que se vio alterado por la nube radiactiva que aquellos días sobrevoló buena parte del territorio alemán. De esta forma, si la carne del animal presenta unos niveles altos de radiactividad en su organismo, el estado paga una cantidad al cazador para evitar el consumo humano de la carne envenenada. Dicho sea de paso, esa cantidad que la administración paga es superior al precio de mercado del animal, por lo que los cazadores cruzan los dedos cuando apuntan al entrecejo de un jabalí para que su carne brille en la oscuridad.
   La segunda noticia es que la ola de incendios que ha sufrido Rusia en las últimas semanas, además de tener los catastróficos efectos sobre el medio ambiente de todo incendio forestal, tiene unos efectos añadidos derivados, éstos también, del desastre de Chernóbil. El fuego ha llegado a afectar a la zona contaminada por aquel accidente y ha hecho que una nube de ceniza radiactiva originada por la quema de árboles y matorral con un alto nivel de radiactividad vuele de nuevo al capricho de los vientos por la vieja Europa. Desconozco si algún técnico con ganas de trabajar se ha parado a analizar las consecuencias que puede tener esta nube de cenizas nucleares, pero seguro no trae nada bueno.
   Y la tercera noticia nos coge algo más cerca. Hace unos pocos meses, varios ayuntamientos españoles se daban cachetones en la lucha por conseguir que en su territorio se construya el proyectado cementerio para almacenar la basura nuclear generada por las centrales nucleares españolas. Es éste un viejo proyecto de las autoridades para dar salida a esos residuos en su apuesta por no desterrar la generación de energía eléctrica a partir de la fusión del átomo. Se trata de unos residuos con una media de vida activa de ¿cuántos? ¿Cincuenta mil años? ¿Más? No tengo el dato concreto pero, para quien de esto sabe lo básico sin ser ingeniero ni físico nuclear, sé que esta materia se degrada muy lentamente y su nivel de radiactividad permanece durante decenas de miles de años, si no centenares de miles de años.
   Está claro que no queremos aprender la lección que Chernóbil nos dejó. De nada me valen los argumentos de que las centrales nucleares son seguras y están muy controladas. Por mucho dinero que se destine a la seguridad de estas instalaciones, no es posible hacer desaparecer por completo el riesgo de accidente (y hablamos de miles de millones de euros). Y si ese riesgo es de un cero coma uno por ciento muy pequeñito, esa pseudoseguridad no me compensa por los enormes daños que un solo accidente puede ocasionar durante una cantidad inimaginable de tiempo. No quiero pensar qué ocurriría en una zona que abarque Extremadura, Andalucía y la mitad sur de Portugal si una de las centrales nucleares que hay por ahí tiene un accidente parecido al de Ucrania en 1986. Prácticamente la mitad del territorio español sería inhabitable durante milenios. Y no digamos ya los efectos de una nube radiactiva arrastrada miles de kilómetros por los vientos hacia donde sea. Si es hacia el oeste, se contaminaría el océano Atlántico; si es hacia el este, se contaminaría el Mediterráneo y toda la tierra que se encuentre por al camino hasta Líbano por lo menos; si es hacia el sur, sus efectos podrían sufrirse en el norte de África y en estas islas; y si es hacia el norte, que Europa se agarre los machos.
   Ya digo, el riesgo de sufrir esos efectos catastróficos (quisiera encontrar una palabra que multiplique catástrofe por mil millones) no me lo compensan los argumentos que sostienen que se trata de una forma limpia de generar energía eléctrica en estos tiempos de calentamiento global. ¿Limpia? ¿Es limpia sólo porque no genera CO2? Si tan limpia es, ¿para qué se necesita un basurero nuclear?
   Me temo que podemos estar dirigiéndonos hacia un futuro en el que estas cosas se nos pueden ir de las manos. Lo malo es que basta que se nos vaya de las manos una sola vez para joder para siempre un país entero. Eso sí, mientras tanto, el capital hace negocio con nuestra seguridad, y hay quien está dispuesto a participar de un pedazo del pastel, por pequeño que sea (con un basurero, por ejemplo) al grito de pan para hoy y mañana ya se verá.

jueves, 5 de agosto de 2010

Danae



   Acrisio, rey de Argos, entró en palacio con la mirada perdida en el miedo y el terror. Ni siquiera la dulce Eurídice, su esposa, a pesar de sus esfuerzos, consiguió calmar su ánimo. Volvía de un largo viaje que le había llevado a visitar un oráculo lejano al que pidió ayuda y consejo, pues no tenía hijos varones que le sucedieran en el trono.
   Acrisio no atendía a razones. Arrastraba su corpulencia en dirección a las estancias de su hija Danae. Alzaba la voz, empujaba a los esclavos y sirvientes que le salían al paso y gritaba el nombre de su hija.
   Cuando estuvo ante la joven, incapaz de controlar su ira, le gritó que no quería volver a verla jamás, que sería confinada en lo más alto de la torre hasta el día de su muerte.
   De nada sirvieron los lamentos de Danae y las súplicas de Eurídice. La joven princesa, por orden del rey, fue llevada a su encarcelamiento por la guardia personal del monarca y se le prohibió todo contacto con cualquier persona que no fuera la anciana esclava a la que se encargó la tarea de llevarle un plato de comida al día.
   Ya en sus habitaciones privadas, Eurídice supo de su marido que el antiguo oráculo había pronosticado que Acrisio sería muerto en el fin del mundo a manos del hijo de su hija.
   La prisionera Danae aceptó lo inevitable de su situación y se dispuso a pasar su primera noche de confinamiento. Era una joven de tez clara, broncíneo cabello de fantasía y unos ojos que reflejaban el azul de las profundidades marinas.
   Desde lo alto del Monte Olimpo, Zeus contempló, entre divertido y curioso, el devenir de los acontecimientos. Fue entonces cuando, al contemplar a Danae sola en su celda oscura, se sintió cautivado por su belleza y la deseó.
   Zeus se sabe el más grande entre los dioses y no conoce de impedimentos que dificulten sus actos y decisiones. Esperó a que Danae se durmiera y, transformado en una fina y delicada lluvia dorada, descendió sobre ella y, con suavidad, acarició aquellos cabellos sedosos y brillantes, se deslizó por su rostro rozando apenas una piel que se erizaba y avanzó por el cuello aspirando el aroma de la juventud, la belleza y la mortalidad al tiempo que Danae gemía en sueños y se retorcía en su lecho. Zeus, arrastrado por el deseo, exploró los secretos de unos pechos ardientes, deseables y deseosos, se abrió camino hacia el vientre, alcanzó la entrepierna de la joven, abrazando las voluptuosas formas de sus caderas, y la poseyó.
   Danae no despertó de su profundo sueño. Elevó la intensidad de sus gemidos, y su cuerpo, ajeno ya por completo a ella, respondió apasionado al contacto, se abandonó a las sensaciones arrebatadas que la invadían y, en el momento del éxtasis, cuando la simiente divina explotaba en su interior, sus dedos crispados hicieron ver a Zeus la intensidad y profundidad de su placer.
   Una vez saciada, igual que había llegado, la apasionada lluvia de oro se retiró con lentitud, entreteniéndose en prodigar sutiles caricias sobre la piel de Danae.
   Así fue como se gestó el nacimiento de Perseo, hijo de Danae y Zeus, nieto de Acrisio y Eurídice. Con el paso de los años, aquel joven habría de cumplir la profecía del oráculo cuyo anuncio, tiempo atrás, dio comienzo a la historia de su propio nacimiento.
 

Tequieros



   El mundo está lleno de tequieros.
   Tal vez sean muchos.
   Quizá haya pocos y sea necesario inventar alguno más.
   Hay tequieros románticos, de novela rosa, acaramelados y empalagosos.
   Hay tequieros filosóficamente románticos, con una pesada carga dramática que los hace opresivos y potencialmente suicidas.
   Hay tequieros de mentira, de postín, que no engañan a nadie.
   Los hay sexuales que encuentran su satisfacción en el deseo, en las caricias, en las sensaciones, en el éxtasis. Son tequieros de orgasmo.
   Hay tequieros de pasada, volátiles, que se olvidan con el siguiente.
   Hay tequieros posesivos que destruyen a quien los da y a quien los recibe.
   Hay tequieros traicioneros como una puñalada en la espalda, que presentan una cara amable en un principio pero a los que el tiempo acaba por deshacer la máscara de cariño para desvelar el odio y el horror que esconden.
   Hay tequieros que ilusionan y construyen castillos de arena en la orilla con apariencia de piedra. Pero cuando llega la pleamar se diluyen en el agua llevándose consigo los esfuerzos y proyectos que arrastran otros tequieros que nunca serán pronunciados.
   Hay tequieros expeditivos que exigen una sola respuesta.
  También los hay verdaderos, tequieros que alumbran otros tequieros que permanecen y hacen crecer árboles sólidos de profundas raíces. Son pocos, huidizos y difíciles de encontrar.
   Hay tequieros solemnes, sociales, musicales, poéticos, irreales, modélicos…
                                                                                                                 Hay tequieros.