viernes, 5 de octubre de 2012

Gracias




  Los días de calor siguen agarrados a estas montañas y no parece que tengan intenciones de soltarse para dejar paso a los aires húmedos que se demoran en visitarnos desde el norte. Ignoro si a estas alturas ha caído agua en La Gomera ni si, en caso de que lo haya hecho, ha sido en forma de lluvia fina que empape el terreno para ayudar a extinguir definitivamente el incendio en la isla que, hasta hace pocos días, seguía vivo en el subsuelo en busca de raíces frescas a las que aferrarse para resucitar las llamas. Quizás haya caído algún chubasco más o menos fuerte en un terreno desvalido y sin vegetación que lo proteja allí donde el fuego acabó con todo. Porque es mucho el monte que se quedó sin nada. Porque son muchos los esqueletos renegridos que hoy se alzan en multitud de laderas y barrancos de La Gomera para dar fe del avance y la voracidad del fuego.
     No lo sé.
  Sí sé que hace una semana yo paseaba por La Gomera y saqué fotos como ésa de arriba. Sí sé que cada noche llegaba al apartamento con un tufillo a humo impregnando mi ropa a pesar de no haber estado cerca de ninguna hoguera. Porque el del humo es el olor que recibe al visitante en buena parte de la isla. Y no lo hay. No hay humo. Pero se huele.
  La Gomera es una isla pequeña. Pasear por ella en coche obliga a pasar una y otra vez por las mismas carreteras para llegar a los mismos cruces. A la derecha, Chipude o El Cercado. A la izquierda Vallehermoso o San Sebastián dependiendo de la dirección que se elija en el siguiente cruce. Por eso, cuando llevas apenas un par de días en ella, aprendes rápido que detrás de esa curva te espera un paisaje desolador que hace poco más de un mes era un fayal-brezal vivo y palpitante, que detrás de esa loma es mejor no volver a mirar, que al final de esta recta hay un equipo de trabajadores trajinando con una cuba de agua, así que cuidado, ve aflojando la marcha. Sí, ahí está la señal de aviso. Y el olor a humo.
  Porque siguen en el monte. Los trabajadores, digo. Los mismos que este verano han tenido que entregar sus horas de sueño y sus fuerzas al fuego en Tenerife, en La Palma o en La Gomera. Los mismos que han corrido por un terraplén arrastrando sólo con la fuerza de sus brazos cincuenta metros de manguera para recibir de cara a las llamas que se aproximan por aquel frente. Los mismos que, agotados, llegaban a casa después de un turno de doce horas para encontrarse con una llamada del compañero que les decía que se acaba de declarar otro conato. No jodas, ¿es que nos hemos vuelto locos o qué? Lo que oyes. ¿Hace falta que vaya? No, es en La Palma, pero la brigada dos ha cogido el helicóptero para reforzar los equipos locales allí y ahora necesitamos más gente aquí. Tardo media hora en llegar. Duerme, cariño, tengo que volver a salir.
  Independientemente de si ha llegado el momento o no de criticar si una u otra actuación del operativo antiincendios fue desafortunada y analizar todo lo que se ha hecho, sí creo llegada la hora de dar las gracias que esos trabajadores que no se rindieron cuando todo parecía salirse de madre se merecen. Por su voluntad de ponerle freno. Por su firme decisión. Por sus esfuerzos. Por esas horas de sueño perdidas y su compromiso con nuestros montes. Son esos trabajadores de a pie que no deciden dónde ni cuándo, pero que allí donde me manden sé que tengo que darlo todo, y si la cosa se pone peor, más. Son esos trabajadores que se la jugaron y, por esta vez, la cosa les salió bien. Porque a veces no sale así. Un agente medioambiental y un brigadista dieron mucho más este verano en Alicante. Porque a veces dan la vida.
  Son esos trabajadores que, enfundados en sus equipos de protección individual, soportando temperaturas muy altas (sé de lo que hablo porque hace años fui voluntario en varios incendios en Gran Canaria y Tenerife y he visto la verdadera cara del fuego y oído su voz) no dan un paso atrás hasta que les queda claro que es este pino o yo. Son esos trabajadores que tienen que meterse en un bosque que arde para hacer su trabajo. Y un bosque que arde da mucho miedo. Un bosque que arde no habla, deja de latir y su silencio es sobrecogedor. Un bosque que arde aguarda su llegada porque sabe que va a llegar. Y parece encogerse sobre sí mismo como queriendo minimizar un golpe devastador que lo puede derribar más rápido y certero que un hachazo. Y lo primero que llega es su voz. Y los pelos se te ponen de punta. Nunca en mi vida he oído nada semejante al bramido del fuego que se acerca avanzando veloz sobre las copas de los pinos. Tengo ese rugido clavado en mi memoria desde aquella vez que estuve en un incendio en Tenerife. Y esa voz que nunca olvidaré lo llena todo.
  Y, de repente, el fuego. Una pared fuego como nunca he vuelto a ver, que se alza por encima de los pinos más altos y te mira a la cara con ganas de más madera.
  Y los trabajadores saben que lo que se les echa encima es la hostia. Que lo que tienen delante no lo van a matar con un chorrito de agua, por muy potente que el chorrito sea. Pero hay que pararlo. Y luchan. Porque hay que pararlo. Si este lado de la montaña no, porque ya no tiene remedio, se apostan en el otro lado apretando los dientes y clavando los talones en la tierra. Por aquí no. Por aquí no vas a pasar. Si hay que estar otro día más, se está. Y van unos cuantos. La familia espera en casa pegada a la tele, colgada de las noticias. Abrimos este bloque de noticias con el incendio de La Gomera, que avanza sin control cuando han transcurrido cinco días desde que se inició el fuego. Las autoridades no se atreven a aventurar un pronóstico sobre cuándo podría ser controlado, mientras los efectivos [porque para los medios, estos trabajadores son “efectivos”] terrestres y aéreos luchan con todos los medios de los que disponen. Hidroaviones, pocos. Es que no los tenemos en Canarias. Mami, ¿ahí es donde está papá?

  Cuando todo haya acabado, las autoridades se felicitarán y ellos volverán a casa y seguirán con sus turnos y labores cotidianas. Con sus cabreos y sus risas. Cada día un madrugón para subir al monte. Como cualquier otro trabajador que ficha la entrada en su puesto.
  Al menos esta vez, que se lleven mis gracias.
  Gracias.
  En La Gomera se acabó o se acabará el fuego. Pero el trabajo que queda en la isla es ingente. Se dejarán las mangueras a un lado para coger motosierras y martillos, sachos y guatacas. Aijó, aijó, al bosque a trabajar.
  Gracias.
  La Gomera está malherida, sí. Pero no muerta. Y tiene las enormes ganas de vivir que se ven en estas otras imágenes, también de la semana pasada.
  Cuando el fuego vuelva, ellos también.
  Gracias.





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