jueves, 1 de julio de 2010

Huelga en el metro de Madrid

   Estos días ha sido noticia la huelga que han llevado a cabo los trabajadores del metro de Madrid por el recorte de salarios que la comunidad les ha impuesto. Y lo más suave que se ha dicho de esta medida drástica es que se trata de una huelga salvaje. 
   De los medios de comunicación que he consultado al respecto, ninguno escapa a ese calificativo. El País, Público, El Mundo, informativos televisados, periódicos digitales… Todos parecen haberse puestos de acuerdo en tildar de salvaje la huelga protagonizada por estos trabajadores.
   Tiempos difíciles son estos que vivimos. Quizá sea el estilo de vida que nos impone esta sociedad tecnológica que hemos construido. Tal vez, el ritmo acelerado en el que estamos sumergidos en nuestra vida diaria. Lo cierto es que parece que nos hacemos inmunes a la empatía y estamos perdiendo la capacidad de ponernos en el lugar del otro. Si algo nos molesta o nos estorba echamos pestes del causante de la molestia sin pararnos a mirar más allá de nuestra propia satisfacción.
   Es curioso que en estos casos (pues no es la primera vez que una huelga secundada de forma mayoritaria por un colectivo de trabajadores es tachada al instante de salvaje) quien carga contra los trabajadores nunca habla de servicios mínimos salvajes, ni de estrategias empresariales salvajes, ni de despidos salvajes. Porque salvajes son los servicios mínimos que la comunidad de Madrid decretó para esta movilización con un único objetivo: desnaturalizar el derecho de huelga, vaciarlo de contenido, desarmar al colectivo. En definitiva, vulnerar el derecho de huelga.
   Y qué quieren que les diga. A mí me parece bien que de vez en cuando alguien dé un puñetazo en la mesa cuando se le arrebatan sus derechos. Y si ese puñetazo en la mesa entorpece el normal desarrollo de la vida en una ciudad como Madrid, me parece loable y admirable la valentía de quien lo da. Porque no olvidemos que lo que han hecho los trabajadores al no respetar los servicios mínimos en su primer día de huelga es nada más y nada menos que, en los tiempos que corren, poner en la picota sus propios puestos de trabajo para que toda la sociedad se entere de la injusticia que se quiere cometer con ellos. Que levante la mano quien tenga un trabajo fijo hoy día y esté dispuesto a hacer lo mismo. Chapó por ellos.
   Pues que se recurran los servicios mínimos, dirá quien de esto entienda un poco. Vale, se recurren. ¿Y de qué sirve? Dentro de dos o tres años un tribunal de justicia da la razón a los trabajadores y dictamina que aquellos servicios mínimos vulneraron el derecho de huelga. La comunidad se pasó de la raya y coartó el ejercicio efectivo del derecho de los trabajadores.  Pero no se exige responsabilidades a nadie. Ni a quien redactó el decreto, ni a quien lo firmó, ni a quien, en última instancia, es máximo responsable: quien preside la comunidad de Madrid. En este caso, Esperanza Aguirre. Aquí no ha pasado nada.
   Y a cuenta de esta acción reivindicativa, los medios de comunicación no sólo han hecho correr mucha tinta para describir como viles bandidos a los trabajadores sino que también se han prestado a ser voceros de las opiniones de la gente… que está en contra de la huelga. Y ahí están las declaraciones de una ciudadanía anónima que se convierte en protagonista por un día para arremeter contra estos malvados que me han hecho perder una mañana de trabajo, que me han obligado a estar más de una hora en una parada de la guagua, que me han hecho perder la hora en la peluquería de mi perrito, míralo qué lindo. En toda esta amalgama de declaraciones no podía faltar uno de los argumentos más socorridos estos días: pero, ¿de qué se quejan? ¿De que les recortan el sueldo? Pero si son unos privilegiados por tener un trabajo fijo.
   Privilegiados.
   Sinceramente, empieza a aterrarme ese discurso. Porque muy poca gente parece darse cuenta de la mutación que refleja, de lo que subyace en el fondo. En esto de la globalización de las políticas y filosofías neoliberales que poco a poco están impregnando nuestra cultura, nuestra forma de pensar y de vivir, nuestras ideologías, creo que pocas cosas satisfacen más a los adalides de esta nueva realidad que el hecho de que se vea como algo normal y natural la transmigración de los derechos en privilegios, la metempsicosis que tiene lugar tras la muerte de los derechos, cuya alma se reencarna en privilegios.
   Pues yo me niego a eso. Me niego a admitir que los derechos hayan muerto. Trabajar, tener un puesto de trabajo, no es un privilegio, joder. No lo es. Trabajar es un derecho. Así está reconocido en el artículo 35 de la Constitución, esa norma de la que nos acordamos cada 6 de diciembre y que es la gran olvidada los otros 364 días del año (y no es que yo me considere un gran defensor de ella, pues creo que debiera recoger otros derechos que no regula). Si hoy ese derecho está siendo desnaturalizado por una situación económica que destruye puestos de trabajo (y otros derechos), lo que tenemos que hacer es alzar la voz en defensa de nuestros derechos antes de que acaben cayendo en el olvido para regocijo, y en beneficio, del gran capital (hacía tiempo que no usaba esa expresión). No caigamos en la trampa de convertirnos en la primera línea de defensa y ataque de quienes quieren convertir nuestros derechos en privilegios. Porque los privilegios no se exigen, se mendigan. Y los derechos nos han costado siglos de luchas poder conquistarlos.
   El trabajo no es un privilegio, es un derecho. La sanidad pública no es un privilegio, es un derecho. La educación pública y gratuita no es un privilegio, es un derecho. Los servicios sociales no crean privilegios, crean derechos.
   Empecemos a pensar en estos derechos como dádivas que el estado nos da porque somos buenos, o porque la administración es así de generosa, y no tardará en llegar el día en que surgirá el discurso de que las administraciones públicas no pueden hacer frente a todas esas prestaciones, en que nos argumenten que es la iniciativa privada, previo pago de un justiprecio, quien debe hacerse cargo de esos servicios. Entonces, los servicios públicos que hoy ampara el estado del bienestar pasarán a ser prestados por empresas privadas sólo a quienes tengan el poder adquisitivo necesario para costeárselos. Entonces, los derechos, definitivamente, se habrán convertido en privilegios… ¿Pero qué digo llegará el día? ¿No es eso lo que está sucediendo ya?
Da grima pensar que en el futuro, en las clases de historia, se estudiará la época del auge de los servicios públicos y los derechos en el siglo XX como algo ya superado. Y habrá historiadores que analizarán lo sucedido y dirán que todo empezó cuando alguien dijo que los empleados públicos, o los trabajadores del metro de Madrid, o las trabajadoras de Mercadona, o los trabajadores de Leroy Merlin, o los de Renfe, o los de telefónica, o los de la banca, o cualquier trabajador, en fin, que tenía un puesto fijo, eran unos privilegiados porque tenían un trabajo.

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