jueves, 30 de junio de 2011

Distancia




  Una calurosa mañana de finales de junio llamó a su puerta y se presentó. Hola, le dijo, soy la distancia. Aunque no hicieron falta esas palabras, pues él la conocía bien, se sorprendió al verla de tan cerca. No supo qué hacer. Ella entró y se instaló en el salón de su casa sin pedir permiso, se acomodó en el sofá y se dispuso a dejar pasar el tiempo. Es lógico, añadió, el tiempo y yo somos buenos amigos, nos conocemos de toda la vida. Hacemos buena pareja.
   Intentó seguir con su rutina como si nada, pero la distancia impregnó sus horas y se esforzó con ahínco en lastrar sus andares. Casi sin darse cuenta, los días pasaron haciendo cada vez más presente y pesada la losa del inmenso espacio que debían recorrer el recuerdo y el deseo para alcanzar su destino. Con el tiempo, él llegó a comprender que, aunque la distancia siempre era la misma, cuanto más pensaba en ella más se estiraba en la lejanía haciéndose casi imposible. Se ahogaba en su impotencia. Ella, por su parte, se limitaba a estar. Sabía que sólo su presencia era suficiente, no necesitaba más. Me basta con que me sientas, le gustaba decir.
   Alguien le enseñó que hay muchas maneras de acortar la distancia y buscó la forma hacerlo. Quiso reducirla con el filo de su paciencia, pero el tiempo se puso siempre en su contra. Como quiera que ignorarla no le servía de nada, probó a salvarla con los sueños, pero cada mañana despertaba a la sensación casi sólida de estar tan lejos. Por su parte, ella sonreía al ver aquellos esfuerzos inútiles y le pasaba el brazo por el hombro segura de sí misma.
   Y el tiempo pasó. De la mano de la distancia.
   Una mañana él se levantó, se lavó la cara con agua fría, se miró al espejo y se reconoció. Entonces lo supo. Jaque mate. Se puso sus mejores galas, se atusó el pelo y echó a andar sin mirar atrás, las manos en los bolsillos, mientras silbaba una melodía improvisada. Conocía su horizonte. En su mente trazó el recorrido que le conduciría a su meta y nunca perdió el rumbo. Decidió vivir paso a paso el camino guiado por la luz de una sonrisa que lo esperaba más allá de los mares y las montañas.
   La distancia, con gesto de pasmo, y con cara de tonta, reconoció su derrota.

sábado, 18 de junio de 2011

Rey



   Cuando era un niño, sus padres le decían que era el rey de la casa. Más tarde, sus amigos le dijeron que era el rey de las fiestas, y su primera novia le susurraba que era el rey de su corazón. En el trabajo le llamaban el rey de la oficina. Cada seis de enero sacaba del roscón su imagen en miniatura.
   Un día la vio y se enamoró en un segundo. Consciente de su irresistible capacidad de encantar, la quiso derrotar con la mirada y pavoneó ante ella su manto de armiño y sus alhajas al tiempo que exhibía la corona real.
   Ella le sonrió de lado mordiéndose el labio inferior.
   Él sintió en su entrepierna el impulso de la victoria. 
   Soltándose la melena negra, avanzó hacia él con el contoneo de unas caderas inmortales, lenta, seductora, con ojos de profundidad azabache que se consumían en el brillo del deseo.
   Él encogió los hombros presto a recibirla entre sus brazos.
   Cuando estuvo a su lado alargó una mano para acariciar aquella mejilla anhelante. Con un gesto brusco le arrancó la venda de los ojos, se dio la vuelta y se alejó dejándolo envuelto en sus harapos de vasallo.

miércoles, 8 de junio de 2011

Aún recuerdo tu sonrisa

   La conocí un día de primavera de 1988 en un barranco de Tenerife durante la jornada conmemorativa de un episodio histórico de la conquista de la isla a finales del siglo XV. Apenas crucé con ella unas palabras esa tarde, cuando ya hacía el camino de vuelta a la parada de la guagua que me llevara de nuevo a La Laguna. Eran los tiempos de la universidad y vivíamos en un ambiente en el que, de una forma u otra, todos nos conocíamos o, cuando menos, nos reconocíamos como estudiantes en una ciudad universitaria que nos ponía a unos frente a otros en cualquier momento. Mis días discurrían entonces al ritmo que marcaban los estudios, las reuniones políticas, asambleas, manifestaciones, ilusiones de cambio y utopías que aún hoy me acompañan a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios que ha sufrido mi personal mirada de la realidad. Ahora vuelvo por enésima vez en el camino de la vida que entonces empezaba a transitar.
   Desde aquel día la vi muchas veces por las calles de La Laguna y sus bares sin atreverme a acercarme a ella más allá de los saludos que intercambiábamos al cruzarnos y algún que otro entrechocar de botellas de cervezas en noches de fiesta y borracheras, que eran casi todas. Nuestros respectivos grupos de amistades no llegaron nunca a entrelazarse para ofrecernos la oportunidad de intimar, y nuestras experiencias juveniles discurrían en un paralelismo vital pocas veces roto por los esporádicos y breves momentos de encuentro. Me gustaba. Aquella niña me gustaba, pero en mi inexperiencia, y desde mis temores, no encontraba la forma de llegar a ella.
   Aquel año dio comienzo un curso agitado por el rechazo del equipo de gobierno de la universidad de La Laguna al movimiento político y ciudadano que en Gran Canaria reivindicaba una universidad para Las Palmas. Entre los estudiantes surgió un movimiento contestatario, por la unidad de Canarias, que se organizó en una asamblea permanente. Recuerdo reuniones en las que coincidíamos y las miradas cómplices y sonrisas furtivas que nos dedicábamos desde la distancia, pero rara vez hablamos. Y cuando lo hicimos fue para comentar aspectos de la lucha, para intercambiar opiniones compartidas. Yo buscaba aquellos momentos para sentirla cerca y me gustaba pensar que entre nosotros se iba enlazando una delgada cuerda de la que sólo había que tirar de sus chicotes para atraparnos.
   El martes 28 de noviembre, las calles de Santa Cruz de Tenerife se abarrotaron con una multitud que se manifestaba en contra de la creación de la universidad de Las Palmas en uno de los más tristes episodios del pleito insular que hemos vivido en Canarias. Ninguno de los dos tenía intención de acudir a aquella protesta que considerábamos un despropósito y una demagoga manipulación populista orquestada por ATI, pero, como en otras ocasiones, coincidimos aquella tarde en La Laguna y hablamos de una convocatoria que nos repugnaba profundamente. En un momento de la conversación decidimos coger la guagua y bajar a Santa Cruz para curiosear. Sentados en un portal, creo que de la calle El Pilar, fuimos testigos voluntarios de que la maniobra de ATI resultó ser todo un éxito y de que la gente había respondido de forma masiva a la llamada. Asqueados de todo aquello, decepcionados, hicimos el camino de vuelta para coger la guagua que nos llevara a La Laguna. Mientras caminábamos por aquellas calles le dije que me gustaba su peculiar forma de caminar, como si temiera pisar el suelo. Apoyaba apenas la punta del pie, lo que la hacía avanzar a saltitos. La risa de sus ojos ocupaba todo mi campo visual. No había manifestantes ni gritos megafónicos. Sólo estaba ella. Su mirada, aquella cabellera lacia que bailaba al compás de sus movimientos cuando me miraba. Su voz y su gesto tímido.
   Los meses que siguieron, nuestros caminos llevaron aquella derrota caprichosa que salpicaba nuestras vidas con las intermitencias de los pocos encuentros que nunca colmaron mis ganas de ella y cuyos recuerdos conservo con cariño. Sobretodo en las frías noches de cerveza y tabaco. La ciudad de La Laguna era el escenario de nuestros espacios. Ella siempre encontraba una razón para alargar una conversación, por nimia y despreocupada que fuera. Encantadora.
   Así fue durante casi un año, hasta septiembre de 1989. Yo formaba parte de una organización política que, para recaudar fondos, puso un chiringuito en las fiestas del Cristo de La Laguna y me tocó cubrir algunos turnos sirviendo copas. Una noche pasó por delante del puesto y la invité a una cerveza. Ella aceptó. Hablamos apenas un minuto y quedamos para cuando llegara la hora del relevo. Fue una noche especial. Pude estar con ella y descubrí que también ella quería estar conmigo. Esas horas flotan en mi recuerdo con el sabor de la nostalgia. Hablamos, bailamos, nos reímos el uno al otro y nos dimos rienda suelta. Nos besamos por primera vez. En las semanas siguientes pasamos mucho tiempo juntos y disfrutamos de la mutua compañía. Pero éramos dos niños jugando a ser mayores. Ella con sus increíbles veinte años. Yo, cuatro más. No nos atrevíamos a expresar abiertamente los sentimientos que nos empujaban. Y yo menos que ella.
   En diciembre, una tarde asomó su cabeza por la puerta de mi habitación y me dijo que quería hablar conmigo. Por aquel entonces yo compartía casa con cuatro amigos, estudiantes también, junto al parque de la Constitución. En uno de sus bancos nos sentamos y ella me habló con claridad. Quería saber cuáles eran mis sentimientos, porque a ella los suyos se le arrebataban en su interior. ¿Qué quieres de mí?, me preguntó. Nadie conocía nuestra incipiente relación y necesitaba saber qué terreno estaba pisando. Y yo le fallé. No supe dejar salir lo que guardaba dentro para ella. Fui incapaz de darle una respuesta clara. El miedo, quizás. A que me hiciera daño. O a que yo se lo hiciera. No lo sé. Miedo a dar rienda suelta a una historia de amor que pudo ser o no. Era tarde, ella no tenía mucho tiempo, y debía volver a casa. Al día siguiente yo viajaba a Las Palmas para pasar la navidad con la familia. Lo dejamos para después. Cuando vuelva, le dije, te llamo y seguimos hablando. Nos dimos un beso, me sonrió poniendo la palma de su mano en mi mejilla y se fue. Guardo un recuerdo nítido, a la vez que doloroso, de aquel beso, de la suave calidez de sus labios, del tacto de su caricia.
   Se fue.
   Enero de 1990 llegó y el momento de volver a La Laguna con él. Durante las fiestas la eché de menos. Deseaba verla. Teníamos una conversación inconclusa y me moría de ganas de volver a ella. Me bajé del barco, llegué a casa, descargué la mochila sobre la cama y salí a la calle. Esa misma tarde la llamaría. Estaba en la barra de un bar, con una cerveza en la mano, cuando un conocido entró y, al verme, me saludó. Intercambiamos frases triviales. De pronto lo dijo. Habló de una chica de la asamblea de estudiantes. ¿Qué chica?, pregunté. Creo que se llamaba Elena, dijo. Una alarma que no pude identificar se clavó en mi interior agarrándose al estómago. Él continuó hablando hasta que sus palabras se borraron en la niebla y yo salí corriendo del bar sin saber a dónde ir. El día uno estaba caminando en el barranco del Infierno; hubo un desprendimiento y cayeron unas rocas. Una le dio en la cabeza y la mató.
   Un maldito lunes uno de enero. 
   Ha pasado más de veintiún años y todavía hoy me emociono profundamente cuando recuerdo su andar como de puntillas por la vida y su mirada tímida. Me reprocho haberle fallado aquel atardecer. Me reprocho haber dejado pendiente aquella conversación. Y no dejaré de maldecir la desaparición de una preciosa persona de veinte años que tenía una vida entera para vivir y disfrutar con la intensidad de un entusiasmo que me contagiaba. 
   Elena Amigó Cabrera se llamaba. Y hoy quiero recordarla. 
   No te olvido, Elena. Aún recuerdo tu sonrisa.

martes, 7 de junio de 2011

Nidos de sueños

     Cuando cojo un periódico en mis manos suelo echar un vistazo no muy detenido a los titulares de la primera página y, antes de meterme de lleno en la lectura de sus artículos, siempre le doy la vuelta y miro la contraportada. No sé qué tiene esa página de los diarios que hace que seamos muchos los que le prestamos una atención especial consciente o inconscientemente. Si se trata de EL PAÍS, al darle la vuelta busco el que denomino Rincón de los escritores, la columna que cada día firma un escritor o escritora diferente. Se trata de una divertida semana cuyos días tienen nombres destacados de las letras: Almudena Grandes comienza el lunes y le siguen Rosa Montero, Elvira Lindo, Maruja Torres y Juan José Millás hasta llegar al fin de semana de los manueles: Manuel Rivas, en el papel del sábado, y Manuel Vicent en el del domingo. Cada uno en su estilo, cada cual con lo que quiere o le apetece. Textos que las más de las veces inducen a la reflexión y que en ocasiones, no pocas, ofrecen una visión diferente de la realidad desde la óptica de esos seres extraños e intrigantes que son los escritores. Son opiniones que crean afinidad o rechazo. Casi nunca indiferencia.
     Como hoy es martes, Rosa Montero toma la palabra para dar las Gracias a una estirpe de libreros que viven y respiran el mundo de los libros intensamente, “esas personas tan especiales que dedican su vida a algo que desde luego no va a hacerles millonarios, y que trabajan inacabables horas leyendo, cuidando, recomendando, enardeciendo la voluntad de sus parroquianos”. Opina la autora que “las librerías son nidos de sueños y los libreros son médicos del alma”.
     Sus palabras evocan la imagen de un librero de película, de un personaje de novela que habita la imaginación romántica de otros momentos y con el que nunca me he tropezado. Son varias las librerías que visito con bastante asiduidad aquí, en Tenerife. Al entrar en ellas me gusta respirar el aroma que despiden, el ambiente cautivador que crean todos esos lomos ordenados en los anaqueles invitando a girar la cabeza a un lado y a otro poniendo en riesgo la integridad del esternocleidomastoideo. A veces voy a tiro hecho en busca algo, un libro en concreto, pero las más de las veces entro para pasear entre los volúmenes y dejar que sus palabras me asalten y conquisten. Casi nunca salgo con las manos vacías. Pero todo el trabajo me lo curro yo solito. No conozco a ningún librero de los descritos por Rosa Montero, y sólo a través de novelas o películas he entrado alguna vez en contacto con esa clase especial de personas. No digo que no existan. Digo que nunca me he tropezado con ellas.
     En esta isla tenemos la suerte de disponer de unas cuantas librerías. En La Laguna, sin ir más lejos, calle de Heraclio Sánchez, hay tres en un par de manzanas. En Santa Cruz, aunque más dispersas, también encontramos varias. Pero en todas ellas se recibe al cliente o visitante de forma amable, con las buenas horas y dejando hacer. Nadie se acerca a preguntar qué buscas. ¿Necesita ayuda? ¿Ha probado este libro? ¿Conoce usted este autor? Nadie aconseja desde su propia experiencia. Nadie embelesa con su sabiduría. Si no hay mucha gente, suelen ser locales sumidos en un silencio casi eclesial sólo roto por la consulta de algún cliente al empleado o empleada que, desde detrás del mostrador, rara vez contesta sin la consabida búsqueda en la base de datos del ordenador. De forma amable y solícita, eso sí. Y según en qué época del año (sobretodo a principios del curso académico y en la campaña de navidad), algunas de esas librerías se ven arrastradas por el ambiente mercantil de las colas ante la caja y los gritos de tienes tal o cual obra de este o aquella escritora, o quiero los de segundo de la ESO. Por lo demás, nunca sonó una campanilla al empujar una puerta de entrada que nunca es de madera, sino de cristal y aluminio, y siempre está abierta. Nunca me pasearon por los pasillos descubriéndome una historia que no conocía o un autor que se merece más. Nunca me hicieron acariciar la cubierta de cuero de un ejemplar que ansiara ser leído. Nunca el librero levantó la vista de un libro abierto para recibirme con una sonrisa. En mi realidad, el empleado me espera junto a la puerta con las manos entrelazadas en la espalda, o bien está colocando libros, o bien tiene las narices metidas en el ordenador, o bien está cotejando facturas. Con tu pan te lo comas. Si necesitas algo, aquí estoy para servirte.
     Y me habría gustado. Pero no me quejo. Siguen siendo librerías y ellas solas se bastan para servir de reclamo. Doy gracias porque esta crisis que ha socavado hasta el desplome los cimientos de tantos negocios sólo se ha llevado por delante, que yo sepa, una de esas casas de libros en Tenerife. El local lo ocupa ahora una tienda de ropa. Al menos no se ha quedado con el cartel de Se Vende o Se Alquila amarilleando en el escaparate.
     Pero sí, me habría gustado conocer al librero que imaginó Michael Ende, Carlos Ruíz Zafón o Mikkel Birkegaard, entre otros. A esos de los que habla Rosa Montero.
     Sólo digo eso. 
     Por último, déjenme que les cuente otra cosa que me hizo recordar la columna de Rosa Montero de hoy: la librería cuya foto ilustra esta entrada. Está en Oporto, se llama Livraria Lello & Irmão y pasa por ser una de las librerías más bonitas del mundo. Tiene que ser una flipada pasear por ella. Ante la cercanía del período vacacional que se avecina, el otro día estaba sopesando varias ideas acerca de qué viaje hacer este año. Pensé en Lisboa, pues no conozco la ciudad. Uno de los alicientes de ese viaje, si al final lo hago, es precisamente darme un salto a Oporto y visitar esa auténtica obra de arte. Si no la conocen, pongan en Google (búsqueda de imágenes) el nombre de la librería. Alucinarán en tecnicolor.