lunes, 22 de agosto de 2011

Guadalajara, finales de abril de 1937

    Las de siempre: Paca, Guillermina, Eleuteria, yo y alguna más. Todo el día cosiendo uniformes de los soldados y las banderas y estandartes que lucen nuestros blindados y camiones. No sirvo para otra cosa. Tras la victoria sobre los italianos, las cosas en la ciudad siguen igual, de mal en peor. Guadalajara no se rinde, gritan las rondas. Fueron días terribles, no quiero acordarme. El retumbar incesante de la artillería; hasta aquí se sentían los temblores. Nuestros aviones volando bajo sobre los tejados, ahora van y luego vuelven y otra vez van. Sin parar casi todo marzo. Gracias a que los camaradas del Socorro Rojo siguen repartiendo las ayudas, que si no ya me dirás cómo. Rara vez llega alguien a casa con algún encargo pequeño, faena menuda, unos pespuntes, un hilván, el dobladillo. Trabajo serio, ninguno. Así vamos tirando. Con las ayudas y esas menudencias. A Pura le va bien en el ultramarinos. No sé cómo se las apaña para conseguir el parné, con lo difíciles que están los caminos. De Madrid nada llega porque allí nada queda. Aguantan lo que pueden y con eso ya tienen bastante. Pobres. Dicen que la situación en la capital se vuelve peor por momentos. Una calamidad. Franco les está apretando bien. La radio sigue diciendo que tras el desastre de los fascistas italianos en Brihuega la victoria está más cerca, pero don Ramiro dice que no. Piensa que las tropas de Franco no salieron tan mal paradas el mes pasado, que sólo fueron los italianos los que pusieron los muertos. Me dan escalofríos cuando lo oigo y le digo calle, don Ramiro, no sea tan mal agorero. Y él me mira triste, como con pena. Niña, te lo digo yo, Franco está vivito y coleando y no tardará en llegar con sus moros asesinos. Temo por él, mi vida. Está más viejo cada día, más arrugado, más encorvado. No le quedan esperanzas y se consume sentado todo el día delante de la radio, que un mal rayo la parta. Pregunta por ti, pero no sé qué responder. Te manda recuerdos. Madre también me preocupa. La tos no le afloja y en el hospital dicen que bastante tienen con los combatientes que les llegan a diario. Tienes que ver aquello. Muchachos jóvenes masacrados se acumulan en los pasillos y los médicos no dan avío. Unos chavales. Qué pena tan grande, Señor. Manuel y Honorato se acaban de alistar en una de las columnas de la FAI, no recuerdo cuál. Su madre Blanquita vive en un ay desde entonces, entre soponcios, la pobre. Del norte no nos llegan noticias y eso me tiene en vilo. No paro de preguntarme cómo estarás. Al menos el frío ya no es tanto. Cuídate mucho, mi vida. Maldigo cada día esta guerra que te llevó lejos. Aquí pasa otra vez la patrulla con sus gritos y canciones. Estoy harta, Luis. No aguanto más. Rezo para que llegue una carta tuya, unas letras que me hagan saber que sigues vivo. Hace ya tanto tiempo. Unas letras, Luis. ¿Dónde estás?

viernes, 19 de agosto de 2011

La cita de los idólatras

    Ya está aquí el Papa de Roma. Mucho se ha dicho y se dirá aún de esta visita apostólica con ocasión de la celebración en Madrid de la Jornada Mundial de la Juventud. Con parte de lo dicho estoy de acuerdo y, en general, con casi todo no. Vaya por delante la advertencia de que no estoy contra la iglesia porque sea iglesia, ni estoy contra la religión católica, ni contra ninguna otra, por principio. Más de una vez lo he dicho, las religiones, nos guste o no, forman parte de nuestra idiosincrasia como humanos, y allá cada cual con las supersticiones o creencias que quiera tener.
    Observo con atención las movilizaciones laicistas que se han producido contra esta visita. Estoy de acuerdo con que cada cual se puede manifestar por las razones que quiera, y esas convocatorias me son afines, pero no comulgo con sus argumentos más llamativos, como el de que se gasta dinero público en esta visita. Pues claro que algo del erario de todos habrá que poner sobre la mesa. Madrid se ha llenado con más de un millón de visitantes, alguna atención tendrán que prestar las autoridades a esa aglomeración de gentes venidas de todo el mundo. Y eso, gratis no es. Además, los peregrinos pagan de su bolsillo gran parte de la factura, y el gobierno ha declarado que no es tanto lo que gasta en el evento. Así que si ese es el argumento para oponerse a la visita, muy pobre me parece. Eso sí, es escandaloso que la comunidad de Madrid, y el ayuntamiento, hayan decretado una rebaja en el transporte público para toda esa gente y no lo haya hecho para los parados y personas sin ingresos. Pero qué otra cosa se podía esperar de la ultraderechista Esperanza Aguirre. Yo no esperaba menos de ella. Distinto es que la gente manifieste su desacuerdo con la política que este Papa y sus acólitos llevan a cabo desde El Vaticano. Ahí sí que me tendrán a su lado, hombro con hombro.
    Creo que las religiones deben ser vividas de forma íntima y personal. Que cada cual escoja del amplio catálogo disponible de deidades la que más le guste y viva su vida desde esa fe. Pero que lo haga para sí, que no intente imponer nada a nadie. Su vida será el testimonio de la procesión que lleva dentro y con eso basta. Serán sus actos lo que motiven el juicio de los demás.
    Veo a esos niños y nenas extasiados por la visión de ese señor de blanco, exultantes con su presencia, y me dan lástima. Lo aclaman, lo vitorean, cual fans de Justin Bieber, y me pregunto si sabrán a quién están idolatrando. Mucho me temo que no tienen ni puta idea. Eso es lo que me pesa. Porque yo sí sé quién es Ratzinger; sí sé del tándem que él y Wojtyla formaron durante el reinado de éste en el seno de la iglesia más oscurantista y confabuladora de los últimos tiempos. Personajes siniestros los dos. Sé del esfuerzo común dedicado por estos dos intrigantes para acuchillar por la jeta a la Teología de la Liberación, triste esperanza de una iglesia de los pobres fraguada desde la mitad del siglo pasado hasta su asesinato a manos de estos dos malandrines, uno desde su puesto de Papa, Wojtyla, y el otro, hoy jefe del cotarro, desde su puesto en la Congregación para la Doctrina de la Fe, organismo en el que se convirtió la Santa Inquisición cuando fue remodelada. Sé del trabajo sibilino que estos dos personajes llevaron a cabo para aupar al Opus Dei y a los Legionarios de Cristo en el seno de la iglesia. Con lo de los Legionarios les salió una cagada, porque resultó que su fundador es un pederasta de armas tomar. Y sé, ya que hablamos de ello, del esfuerzo de esos dos, Ratzinger y Wojtyla, por mantener ocultas las prácticas que poco a poco están saliendo a la luz de abusos sexuales a menores en el seno de la iglesia. Ése es el Ratzinger que ha sido recibido entre aclamaciones por todo ese millón largo de peregrinos que se han dado cita estos días. Ése es el sinvergüenza. Y por eso mi rabia y mi tristeza por lo que estoy viendo.
    La llegada de este Papa me trajo a la memoria aquella escena que algunos recordarán de la visita de Wojtyla a Nicaragua en la que, nada más tomar tierra, amonestó públicamente a Ernesto Cardenal por su apuesta coherente por los pobres de América Latina en particular y los del mundo en general. Un Wojtyla vergonzoso que se atrevió a levantar su dedo admonitorio contra un buen cristiano delante del mundo entero. Un buen cristiano que recibió la reprimenda con humildad, agachando al cabeza. Ratzinger fue el instigador en la sombra. Qué repelús dan.
    Si a todo eso sumamos que se trata de dos ideólogos de una iglesia patriarcal empeñada en mantener el statu quo medieval en el que está empecinadamente instalada, ajena por completo a los tiempos y a las propias enseñanzas de su fundador primero y último, Jesús, lo que tenemos es la presencia de un grupo de poder arcaico y siniestro opuesto a cualquier cambio, avance o evolución de una iglesia cada vez más anacrónica. Con su pan se lo coman.
    Y están en pecado. Que lo sepan. En pecado mortal. Todos ellos. Porque cultivar la idolatría es, según el código moral que el Papa y sus cardenales y obispos sustentan, pecado mortal. Y lo que estamos viendo estos días es un enorme acto de idolatría, con Ratzinger en el ojo del huracán sonriendo satisfecho, ufano. En pecado mortal todos.
    El infierno les está esperando.

jueves, 18 de agosto de 2011

Cuando las vacunas nos dejaron flores

    Creo que he dicho en más de una ocasión que no me parece que cualquier tiempo pasado necesariamente fue mejor. No más, fue anterior. Quizás si me retrotraigo a la época de los comienzos de la humanidad, cuando la caza y la recolección nos procuraban el sustento no sin esfuerzos, pudiera estimar que estaría bien vivir de esa forma. Pero cuando lo hago no tarda en vencerme la pereza. Por dios, qué curro estar todo el santo día escarbando en busca de raíces (mis pobres riñones) o preparando lanzas para acercarme a un megacero y, con sumo cuidado para no acabar bajo sus pezuñas o entre sus cuernos, enfrentarme cara a cara al animal para meterle palmo y medio de madera puntiaguda entre los ojos.  Y a todas estas, tener que currarme todos y cada uno de los utensilios que utilizaría en esa vida supuestamente idílica, sin disponer de un triste supermercado para hacer la compra. Siquiera una pequeña venta. No digo nada del tema de la salud. Con el pelete que hacía en esa época por esos montes, raro sería no agarrar un simple resfriado que me despachara al otro barrio entre temblores, estornudos y mocos al no tener una infusión calentita de frenadol al alcance de la mano. No, definitivamente me quedo en el siglo XXI, con todos los inconvenientes que tiene, que no son pocos.
    Pero a veces pienso que nos empeñamos en rizar tanto el rizo que acabaremos por darle la vuelta y dejarlo irreconocible. Una amiga de feisbuc colgó hoy en su página de la red social un comentario simpático sobre cómo nos criamos los que ya acumulamos unas cuantas décadas en esta vida y, a pesar de todo, salimos normales. Más o menos normales. Su comentario me hizo reflexionar en cómo eran las cosas y cómo son ahora, o nos empeñamos en que sean.
    Si tienes más de treinta o treinta y cinco años (vale, algunos tenemos más), recordarás aquellos tiempos en los que siempre comiste en casa, sentado con el resto de la familia, comida casera; léase potajes, pescado frito, verduras y demás. Ni siquiera las lentejas eran las de ahora. Hoy, si quieres las comes y, si no, las dejas. Pero entonces, si querías las comías y, si no, también. Ahí estaba tu madre de pie junto a la mesa, con los brazos en jarra y cara de o te comes las lentejas ya o te las comes. Y tú, cucharada va y cucharada viene hasta vaciar el plato sin rechistar. Si se te ocurría decir que preferías una hamburguesa, tus padres te miraban con cara rara y te ponían la mano en la frente. Las pizzas no se habían inventado. No, al menos, donde yo vivo. Las papas locas eran comida de astronautas. Y los astronautas acababan de nacer.
    Lo de las enfermedades tampoco era antes como ahora. Nos relacionábamos con los gérmenes de manera distinta a como se hacen hoy las cosas. Mejor dicho, nos relacionábamos con los gérmenes. Punto. Cuando un vecino, o tu hermana, pillaba las paperas, o el sarampión, o las rositas, la noticia corría por el barrio y todas las madres mandaban a sus hijos a jugar a casa del enfermo. Con suerte, te contagiabas y pasabas una semana en cama lleno de sarpullidos. Así quedabas vacunado. Y las vacunas de entonces te dejaban una flor arrugada en la piel, más o menos a la altura del hombro, que te acompañará el resto de la vida. En verano, con las mangas cortas, es fácil datar a las personas en función de esa flor. Si está, el individuo ha cumplido más de treinta primaveras. Quedamos todos marcados con esa suerte de marchamo de salud.
    De la relación con nuestros padres mejor ni hablamos. Eso de discutirles algo escapaba de nuestro entendimiento. Sí era sí y no, mucho más. En caso de duda, ésta quedaba zanjada con el oportuno cachetón o nalgada, bien sea con la mano y con la zapatilla, a elección del progenitor actuante. El cachetón era siempre con la mano. Los cinco dedos bien marcados en la cara. El de los pellizcones era todo un arte especializado que nuestras madres dominaban y del que hacían gala. La técnica consistía, básicamente, en abrir bien el pulgar de la mano al tiempo que se dobla hacia dentro el dedo índice. Entre ambos, tu madre te agarraba cuatro o cinco centímetros de carne de la parte alta del brazo y apretaba con fuerza. Te he dicho mil veces que no hagas eso. Mientras ella pronunciaba esa frase con los dientes apretados y sin mover los labios, todavía haciendo presa, giraba despacio la muñeca y te iba poniendo de puntillas poco a poco, te hacía abrir la boca (sin soltar ni una exclamación, ojo) y poner los ojos como los de un cherne. Sin llorar. Si llorabas era peor. A lo sumo, estaba permitido que una lágrima rodara por la mejilla. Los quince minutos siguientes los pasabas resoplando y frotándote la zona dolorida. Lección aprendida. Si no, vuelta a empezar.
    Pero nuestro mundo era el de los juegos. Ahí no fallábamos ni una. Montábamos en bici sin casco y por la calle. Porque los juegos eran siempre en la calle. Escalábamos muros y bajábamos barrancos en cholas. Comprábamos artículos de pirotecnia en la tienda de la esquina y explotábamos los petardos en la mano. Hacíamos capitán de uno y capitán de dos para elegir los equipos, quién era indio o vaquero, o quién policía o ladrón. Nadie quería ser nunca policía. Éramos todos unos dionis en potencia. Las chicas jugaban al elástico entre ellas (tobillo, rodilla, cadera, sobaco y cabeza) y los chicos las espiábamos y nos hacíamos los pistosos cuando sabíamos que nos miraban. Ellas nos gritaban ¡idioto! Jugábamos al fútbol en la carretera y cuando venía el guardia nos echábamos a correr para salvar el balón. No permitíamos que los niños de las otras calles del barrio pasaran por la nuestra y, si lo hacían, se liaba la bronca. Juntábamos un buen montón de piedras y, al grito de ¡guirrea, guirrea!, nos enfrentábamos a pedrada limpia hasta echar a los invasores. Pactábamos treguas para jugar un partido contra la calle de al lado. Unas veces ganábamos, otras no. Al final, cada mochuelo a su agujero. Y que no se les ocurriera asomar el hocico por nuestro territorio. Todo acababa cuando tu madre se asomaba a la ventana y gritaba ¡Miguelooo, a cenar! Sin discusión.

     El día de Reyes, las calles eran un escaparate de regalos y juguetes nuevos. Lo sacábamos todo junto para enseñar. Podíamos ver a un niño con el uniforme de la Unión Deportiva Las Palmas ataviado con casco y peto de soldado romano, cartucheras y pistolas de vaquero, un camión de bomberos bajo el brazo montando una bici reluciente. Todo traído por Gaspar, Melchor y Baltasar. El yanqui gordo de Papá Noel casi ni sabíamos quién era. Y la excusa de tener más tiempo para jugar, por eso regalo en Navidad, aún no había nacido. Teníamos todo un año por delante para disfrutar con esos juguetes.
    En el colegio el maestro, o la señorita, eran don Alejo, don Manuel o doña Isabel. Su autoridad no se discutía. Pobre de ti si lo hacías: o bien te daban con la regla en la palma de la mano, o en la punta de los dedos, que era peor; o bien te elevaban del suelo tirándote de la oreja, o de la patilla, que también era peor. ¡Ay, ay, ay, ay! Si se lo decías a tus padres, además, te llevabas un bofetón de propina. Cuando traías malas notas, el culpable eras siempre tú, nunca el maestro, que te tenía manía. Y si éste te mandaba a casa con una nota por haberte portado mal, tus padres jamás fueron a pedirle cuentas al profe. Esas cuentas las pagabas tú solito. Algo habrás hecho, demonio, que eres un demonio. Respetábamos a los profesores. Y nuestros padres eran los primeros en respetarlos. Crecimos con ese respeto bien aprendido.
    Por lo demás, nuestra vida cotidiana discurría diferente a como lo hace hoy. La tele era en blanco y negro y sólo tenía dos canales (aunque yo también recuerdo cuando sólo había uno) con nombres extraños, UHF y VHF; y para cambiar de uno a otro, o para bajar y subir el volumen, siempre le tocaba al que estaba más cerca de ella, pues había que hacerlo a mano directamente en el botón correspondiente del aparato. El mando a distancia ni siquiera lo soñábamos. A la hora de la merienda nos sentábamos en el suelo delante de ella, con un bocadillo de chocolate en las manos, a ver La Casa del Reloj y los Chiripitifláuticos (Valentina, el tío Aquiles, el Capitán Tan, Locomotoro y los Hermanos Malasombra, que eran malos de verdad). Mamá siempre nos decía no te sientes tan cerca, que te vas a quedar ciego. Si se estropeaba, antes de llamar al técnico la desmontábamos nosotros mismos y comprobábamos que las lámparas estuvieran bien, y las conexiones en su sitio. La de correntazos que me llevé por culpa del tubo de rayos catódicos ese del carajo. La música la coleccionábamos en cintas de casete que rebobinábamos con un bolígrafo Bic para no desgastar el cabezal del radiocasete. Grabábamos encima de lo ya grabado mil veces y la SGAE nunca nos echó el guante. Cuando se partía la cinta, desmontábamos la carcasa y hacíamos un remiendo con un poco de cinta adhesiva. Las canciones daban un pequeño salto, sí, pero el invento funcionaba. Y había aparatos de reproducción voraces que nos traían por la calle de la amargura cada vez que se comían la cinta. Íbamos solos al cine con una moneda de dos pesetas y media para ver las películas de Maciste y nos sobraba para golosinas. La vuelta a casa la hacíamos cada uno interpretando alguno de los papeles de la historia de turno, luchando con espadas imaginarias, disparando nuestros winchesters o cazando dinosaurios. Y la ropa que usábamos era la que le quedaba pequeña a nuestros hermanos mayores. El primogénito en casa era el único que estrenaba. En la playa esperábamos de dos a tres horas después de comer para poder meternos en las olas. Las más de las veces sólo nos bañábamos una vez. Entrábamos en el agua cuando llegábamos y salíamos cuando nos llamaban para irnos, arrugados como pequeños ancianos.
    Así y todo, no salimos tan mal parados. Como es normal, unos salieron más tarados que otros, pero en general fuimos felices en aquella infancia sin electrónica, sin tanto niño arropado entre algodones, sobreprotegido (nuestros padres no tenían tiempo ni ganas para eso), sin tanta corrección política y corriendo los peligros que había que correr, conscientes de los castigos que nos caerían si nos pillaban. Y mira que nos cayeron castigos. Creo que no existe el manual de cómo educar a la perfección a un niño, pero con mucha responsabilidad, algo de sentido común y tres dedos de frente la cosa no puede salir mal. Lástima que esos tres ingredientes no siempre se conjugan en beneficio del menor.

miércoles, 17 de agosto de 2011

Aniversario

CANCIÓN DE LA MUERTE PEQUEÑA
(Federico García Lorca)

   Prado mortal de lunas
y sangre bajo tierra.
Prado de sangre vieja.

   Luz de ayer y mañana.
Cielo mortal de hierba.
Luz y noche de arena.

   Me encontré con la muerte.
Prado mortal de tierra.
Una muerte pequeña.

   El perro en el tejado.
Sola mi mano izquierda
atravesaba montes sin fin
de flores secas.

   Catedral de ceniza.
Luz y noche de arena.
Una muerte pequeña.

   Una muerte y yo un hombre.
Un hombre solo, y ella
una muerte pequeña.

   Prado mortal de luna.
La nieve gime y tiembla
por detrás de la puerta.

   Un hombre, ¿y qué? Lo dicho.
Un hombre solo y ella.
Prado, amor, luz y arena.

     Setenta y cinco años hace. Hizo ayer setenta y cinco años. Setenta y cinco años, aquel día ignominioso. Setenta y cinco años de días, meses y años de ignominia. Setenta y cinco años, oscuro y vergonzoso principio del fin. Setenta y cinco años. Justo setenta y cinco.
     Ayer, 16 de agosto de 2011, se cumplieron setenta y cinco años de la detención de Federico García Lorca en la casa de los Salinas. Creyó el poeta que estando entre falangistas estaba a salvo del zarpazo de la bestia. Y la bestia lo alcanzó. Desdeñó el hombre el peligro que le cernía confiando en su palabra y su juventud.
     Ignoro si en ese momento fue consciente de que era el fin, o si lo entendió en la húmeda oscuridad de un calabozo. Quizás seguía confiando en la posibilidad de la salvación de la mano de la legión de amigos que acumuló en una vida volcada en el amor al hombre, a la libertad. La vida que le dejaron vivir.

     Pero no quiero mundo ni sueño, voz divina,
quiero mi libertad, mi amor humano
en el rincón más oscuro de la brisa que nadie quiera.
¡Mi amor humano! (1)

     Sí debió de ser consciente de ello tres días más tarde cuando, de madrugada, junto a Dióscoro, Francisco y Joaquín, lo bajaron a golpes de un camión y le hicieron avanzar por un paraje ocuro y silencioso. Cuando a su espalda, porque no había cojones para hacerlo de frente, sonaron los disparos de fusil que marcaron el punto final.
     Setenta y cinco años hace. Y aquellos disparos dejaron un eco suelto que aún hoy busca un rincón en el que morir para acallar la vergüenza de su voz.
     Tiempos complicados fueron aquellos. Las heridas abiertas aún no han terminado de cicatrizar. Seguirán sangrando en el silencio de las cunetas, los parajes solitarios y los muros de cementerio en los que los muertos esperan la llegada de los vivos que aún los recuerden. Ya ni siquiera sueñan con la justicia. Recuerdo, sólo claman por el recuerdo. Que el olvido no los vuelva a matar una segunda y definitiva vez.
     Setenta y cinco años hace que a Federico García Lorca lo arrancaron a la fuerza de las manos de sus amigos. Lo mataron.
     Pero hoy su voz sigue viva y recordada en el mundo entero. Querida. Hoy su nombre sigue vivo y presente entre nosotros. Del de sus asesinos casi nadie se acuerda.

(1) De Poema doble del lago Edem, de Poeta en Nueva York.

viernes, 12 de agosto de 2011

Más madera

Ellos, ellos nos traen una cadena
de cárceles, miserias y atropellos.
(Miguel Hernández)
     Menudo salto de alegría di cuando oí la noticia en la radio hace un par de días. Ante los disturbios registrados esta semana en Londres y alrededores, el alcalde de la ciudad hizo un llamamiento al gobierno para que se replanteara su política de recortes. La manifestación de la exultación que me subió a la garganta se vio truncada, empero, cuando el texto de la crónica concluyó. Lo que el regidor pedía era que se diera marcha atrás a los recortes previstos en las plantillas de la policía. Más policía, en definitiva. Ante los graves desórdenes desatados en los barrios pobres y marginales del área de Londres, lo único que el señor alcalde solicita es más madera. De ahí nace mi decepción.
    Cierto es que el estallido violento del que somos testigos es eso, demasiado violento e irracional. No acabo de entender que quien protesta por la situación social que vivimos (no olvidemos que el gobierno de David Cameron decretó, nada más llegar al poder, el mayor recorte del gasto público desde la Segunda Guerra Mundial en el Reino Unido) considere entrar a saco en una tienda de muebles, o en la casa de un vecino, tal vez tan humilde o más que el allanador pirómano, para pegarle fuego a todo el edificio con cócteles molotov, un medio para exigir cambios sociales y avances democráticos. Lamento que esa virulencia, con muertes incluidas, eclipse y deje sin sentido las razones más que legítimas que hoy existen, en Inglaterra y en el resto de la Europa de los derechos amenazados, para expresar el hartazgo, la rabia y la frustración de gran parte de la población. Y hay quien se escandaliza del Movimiento 15-M por sus formas.
    Pero lo fácil es pedir más policía. No se plantea el mandatario munícipe las razones que subyacen en el origen del conflicto. Ni siquiera se plantea qué falla en la estructura social inglesa para que, cuando salta la chispa, encuentre siempre en ese país material altamente inflamable en el que prender. Nada de autocrítica. Ante los disturbios, la solución es la ciega represión. Más policía.
    Para terminar de rizar el rizo, el primer ministro inglés, David Cameron, abogó ayer por que, en determinadas circunstancias, los gobiernos puedan disponer de los instrumentos legislativos necesarios que les permitan limitar y censurar el uso de las redes sociales de las que los movimientos ciudadanos se valen para coordinar sus acciones y convocatorias. Sería una forma actualizada al siglo XXI de hacer buena la táctica de matar al mensajero cuando no me gusta el mensaje.
    Nuestro mundo actual vive momentos convulsos. Algunos países musulmanes están llevando a cabo sus particulares revoluciones para reclamar cambios democráticos en sus sistemas políticos. Muchos países europeos están inmersos en una dinámica de manifestaciones, huelgas generales y protestas ciudadanas que ponen en la picota las limitaciones democráticas de una organización social en la que cada día es más claro y evidente que quienes toman las decisiones de profundo calado no son ni las personas ni las instituciones elegidas de forma democrática, sino unos mercados financieros que se autoorganizan y se autoregulan, al margen del poder político (y contra él, si se ha de dar el caso), sin rendir cuentas a nadie, salvo a sus balances económicos. En Chile también se empieza a respirar ese aire enrarecido de las reivindicaciones que pretenden llegar más allá. Mucho más allá de lo que los gobiernos están dispuestos a llegar. Incluso en Israel está naciendo un movimiento contestatario que exige repensar los pilares en los que se apoyó la fundación de aquel estado. ¿Lo harán desde el respeto absoluto al estado palestino? Quiero soñar que sí. Y la mecha sigue ardiendo, extendiéndose.
    La alternativa de los gobiernos no puede ser más policía, más censura y mayores recortes de derechos. Las soluciones fascistas nacidas de la negación no me parecen las más acertadas en estos tiempos. Ni en estos ni en ninguno otro. Las soluciones fascistas no ayudan a superar estos problemas y enmendar los errores del sistema. Las soluciones fascistas sólo abundan en ellos y nos acercan a las nuevas formas que está adoptando el fascismo en estos días, un fascismo remozado que pretende encantar con sonrisa renovada. Como a mediados del siglo pasado, creo de verdad que corremos el riesgo cierto de cometer la imprudencia de acercarnos demasiado a la bestia, que sigue ahí, esperando su oportunidad. Coquetear con ella es hacerle el juego y facilitarle el camino. Espero que seamos capaces de verlo antes de que sea demasiado tarde. Pero hay días que lo dudo. Y éste es uno de ellos.

miércoles, 10 de agosto de 2011

Hoy quería escribir

    Hoy quería escribir sobre la guerra, pero el fragor de la batalla acalló mis palabras.
    Pensé escribir sobre el amor, entonces. Pero creo que ya lo he hecho. En más de una ocasión. Corro el riesgo de resultar cansino. Además, si no lo puedo hacer mejor que los poetas (y no puedo), para qué. Todo lo llenas tú, todo lo llenas. Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
    Se me ocurrió hablar de sobremesas, pero Malú ya lo hizo con el olor de una tarde soleada y el sabor de un porche de madera.
    ¿Y del orgasmo femenino? No. Tampoco. Orquídea ya nos dejó sus palabras instructivas. Sobre el orgasmo masculino se me ocurre que todo, o casi todo, está dicho y redicho. Y sobre el sexo en general qué puedo decir, que hay que mantener su puerta abierta y darle siempre una cálida bienvenida de jadeos y sudores.
    De libros también he hablado. De los que se han hecho míos al leerlos y de los que esperan para exasperarme o cautivarme.
    ¿De injusticias? Fuente inagotable de palabras y reflexiones. Seguiré hablando, me temo, por los siglos de los siglos. Pero no ahora. O sí, no sé. Todo puede ser. Con estas cosas nunca se sabe, las carga el diablo.
    Podría hablar del verano, pero ha tardado tanto en llegar que ahora que lo tengo encima se me han quitado las ganas. Y siempre habrá tiempo para tener presente los inviernos de tardes cortas y acogedoras.
    Podría hablar de ti y de mí. Pero nuestras miradas acaparan la conversación y no quiero interrumpirlas.

    Del viento lo intenté, pero se llevó mis palabras. Él es así.
    De la crisis. Eso sí que da cancha. Pero hoy no tengo ganas.
    Hoy quería escribir y no se me ocurre nada. Esperaré a mañana. Al menos me queda la esperanza del mañana.
    En Somalia el presente es mucho mejor que el futuro.

sábado, 6 de agosto de 2011

El grito de África

     Es el devenir de un ciclo. Es el clima, que tan pronto muestra su cara amable como, de repente, deja ver su lado oscuro. No sé cuánto tiempo hace que no llueve el África oriental, pero la falta de esas lluvias está haciendo estragos en la zona. El cuerno de África (Somalia, Etiopía, Eritrea, Sudán y Kenia) está sufriendo la peor crisis humanitaria actual y la más grave desde la hambruna de los años 1991 y 1992 en Somalia (siempre los mismos). Doce millones de personas están afectadas. Doce millones. El equivalente a la cuarta parte de la población española. De ellas, medio millón puede morir de hambre en un muy corto plazo de tiempo. Morirán. De hambre. En un planeta poblado por seis mil quinientos millones de personas que generan alimentos para doce mil millones. Como siempre, la franja de la población más afectada es la infancia y los ancianos. Los más débiles entre los débiles.
     Cada día llegan a Mogadiscio, la capital somalí, en torno al millar de personas en busca de ayuda. Hombres, mujeres y niños desesperados, sin nada a cuesta, que lo han dejado todo, porque nada tenían, para hacer un infernal viaje arrastrando los pies por el polvo y dejando atrás a los que van siendo vencidos por el camino. En el resto de los países de la zona, la cosa no pinta mejor.
     Pero lo fácil es pensar que esta desgracia se debe a la falta de lluvias. También en Europa se dan de forma recurrente períodos de sequía y no por ello doce millones de personas se ven condendas a morir de hambre. Ni doce millones, ni veinte, ni un millón, ni mil. La cosa se pone fea, sí, pero no se llega ni de lejos a los escalofriantes extremos a los que se llega en el continente africano.
     En África, las mejores tierras de cultivo están acumulándose en manos de los petromillonarios del mundo que las usan para cultivar no comida, ni para ellos ni para nadie. Las quieren para el cultivo intensivo de cosechas que servirán para la fabricación de biocombustibles. El petróleo se acaba y hay que empezar a pensar en las alternativas. África vuelve a estar en el punto de mira de occidente como lo estuvo en el siglo XIX en la época colonial. África, ese enorme continente que sólo cobra importancia cuando sus recursos naturales les son necesarios a occidente. Pero a sus gentes que les den. A los pueblos, dueños de la tierra y los recursos, nadie los tiene en cuenta. Más bien son un estorbo, un engorro, cuando hay que ir a tomar posesión de la tierra. Este continente está plagado de ejemplos de ello: los diamantes y esmeraldas de sangre, arrancados a la tierra a costa de la vida de los esclavos; el delta del Níger, que costará, como poco, treinta años limpiar y rehabilitar como espacio natural después de la despiadada política de extracción de petróleo llevada a cabo por la Shell, a cuyas gasolineras acudimos a llenar los depósitos de nuestros coches consciente o inconscientemente ignorantes de la forma en que ese combustible llega a nuestras vidas; la extracción del coltán, que genera guerras civiles, allí donde ese mineral es encontrado, para hacerse con el control de los yacimientos y gestionar el comercio con los países occidentales que cada vez demandan más cantidad de esa materia prima que, de ser desconocida hasta hace poco, se ha hecho indispensable para su uso en el desarrollo de las nuevas tecnologías (telefonía móvil, ordenadores, armamento, etc.). Y esa actividad económica que sólo beneficia a unos pocos grupos de poder africanos y al gran empresariado del primer mundo deglute seres humanos a través de la esclavitud, enormes espacios naturales y se lleva por delante la biodiversidad al hacer desaparecer muchas especies de la fauna local, algunas de ellas protegidas, como gorilas, chimpancés o elefantes. Por poner un ejemplo.
     Que le digan a la mujer de la foto que su hijo ha muerto de hambre por culpa de la sequía. Una desgracia natural como otra cualquiera. A ver quién le explica que esa misma sequía en España, o en Alemania, no habría tenido los efectos que tiene en su país.
     Me pongo de los nervios, de verdad.
     La ONU, después de activar la alarma, ha pedido a la comunidad internacional mil millones de dólares para hacer frente a la crisis. Y le está costando reunir esa cantidad. Los países ricos vuelven a mirar hacia otro lado. Y ello a pesar de que la deuda de muchos países con la ONU es, en conjunto, muy superior a esa cifra. ¿Qué son mil millones de dólares en el conjunto de la riqueza mundial? Una mierda. Y cuesta reunir esa cifra. Lo que de verdad me cuesta es creerme tan descomunal despropósito.
     Hace pocos días supe de las declaraciones de Salomé P. Villaverde, secretaria de Educación de las Nuevas Generaciones del PP de Asturias, en las que dijo "En España no cabe un tonto más. ¡Regalamos 25 millones para África!". No sé si merece la pena gastar tiempo y esfuerzos en comentar la diarrea mental de una pija de mierda que pone en el mismo plato de la balanza las necesidades de doce millones de personas en peligro de morir de hambre y las dificultades por las que atravesamos en este país como consecuencia de la crisis económica provocada por el sistema financiero internacional con el objetivo de ganar dinero a espuertas.
     Esta foto aérea no es de las colas del paro de este país, problema gravísimo al que, sin duda, hay que dar una solución. Y ya. Es de un campo de refugiados en Kenia. En ese espacio se hacinan miles de personas que no tienen ni un futuro por el que luchar.
     Paso de esa tía. No le dedicaré ni un sólo pensamiento más. Ella solita se califica con sus palabras.
     La situación actual es desesperada. Esa gente no tiene tiempo para más. Cada día mueren muchas personas de inanición. Y el problema se agrava por las luchas intestinas de esos países, por la intervención de guerrillas y grupos armados que roban la ayuda humanitaria que llega para repartirla entre sus miembros y hacer negocio con ella, conseguir fondos y afianzar su posición en las múltiples guerras (declaradas o no) que se desarrollan en la zona.
     Tenemos en nuestras manos la posibilidad de hacer algo. Por poco que sea. Esa gente necesita nuestra ayuda. Al mirar las fotos que colgué en el blog hace un par de días me sigue tocando la fibra la mirada de esos niños que parecen no entender qué coño está pasando. Me detengo especialmente en ésta, en los ojos de ese niño que tiende un plato vacío a la cámara. En la expresión de su cara. Y en la mirada temerosa del que se esconde detrás. Qué más quieren que les diga.
Ellos lo dicen todo. La foto habla sola.
     Varias ONG llevan años en esos países prestando una labor que nunca será valorada en su justa medida. A continuación pongo unos enlaces a las páginas de algunas de ellas. Hay muchas más, claro. Elijan la que quieran. Pero hagan algo.



     No tengo ni idea de si el niño o niña cuya mano sostiene esa otra mano adulta que tampoco parece estar en sus mejores momentos sigue vivo (o viva) a día de hoy. Tal y como están las cosas, lo dudo. Dudo hasta que ese adulto que acompaña siga entre nosotros.
     Imaginen ahora que la imagen ha sido captada en un hospital de Madrid, o de Guadalajara, o de Tenerife.










jueves, 4 de agosto de 2011

El grito de África














Aquí les dejo esto. Mañana hablamos.




















Webcam de la Puerta del Sol, en Madrid

     Esta es la imagen que sale en todas las webcams de la Puerta del Sol, en Madrid.
     Por más que busco en internet, no hay forma de encontrar una que esté funcionando y transmitiendo las imágenes de lo que ahora mismo está ocurriendo en el centro de la capital.
     Cuando comenzó la acampada del 15-M, hace un par de meses, me pasó lo mismo. Intenté contactar con alguna webcam de la zona para ver en directo lo que ocurría. La imagen que acompaña esta entrada me salía por todas partes. En esos días, alguien me envió por correo un enlace a una webcam que sí estaba emitiendo. Hasta tenía audio, no de alta calidad pero se palpaba el ambiente asambleario y esperanzador que había en la plaza. Era una webcam habilitada por los propios acampados, fuera del control de las administraciones que hoy mantienen ciegas esas cámaras (comunidad de Madrid, ayuntamiendo de Madrid, dirección general de Tráfico y, por ende, administración del estado). Hoy esa cámara tampoco está activa.
     Geroge Orwell nos presentó en su novela 1984 la figura omnipresente del Gran Hermano, o el Hermano Mayor. Seguro que muchos de ustedes conocen la inquietante historia. Una película del libro también se hizo. Cuando la leí, hace muchos años, no imaginé que iba a vivir el nacimiento del verdadero Gran Hermano. En los tiempos que vivimos, las cámaras nos vigilan desde todos los ángulos posibles. En la calle, en establecimientos públicos, centros comerciales, centros de trabajo... Cada vez que sacamos dinero de un cajero, nuestra imagen queda registrada en un vídeo. Cada vez que entramos en una ciudad, nuestro coche y su matrícula son registrados por las cámaras. Cada vez que accedemos a un parking público, lo primero que nos dice el expendedor del ticket es "Leyendo la matrícula. Por favor, espere", y una cámara nos mira con su cara de Polifemo. Hemos aprendido a vivir con ello, confiando en que se cumplan las normas que dictaminan que las imágenes no se guardan más allá de un tiempo prudencial y que luego son destruidas, que no serán usadas más que por cuestiones de seguridad. Pero nos vigilan. Constamente somos escrutados en nuestros comportamientos en la vía pública. Y me preocupa que hayamos depositado en las adminsitraciones, en pro de la seguridad, una parcela tan grande de nuestra intimidad. Se ha empezado por ese trozo enorme de nuestras vidas privadas. La cosa evoluciona, cambia, va más allá. ¿Hasta dónde llegará la cesión de nosotros mismos con el argumento de garantizar la seguridad común? A veces me pregunto si la cosa no fue al revés. Primero llegaron las cámaras con la intención de controlar cada vez más y luego vino el argumento de la seguridad para evitar el mosqueo del personal. En cualquier caso, el Gran Hermano ya está aquí.
    Y por su vocación de permanencia, por su afán de ir cada vez más allá, es mayormente indignante que esa vigilancia global, cuando se vuelve contra el que vigila, sea desconectada sin ningún tipo de escrúpulos. Imaginen una asociación de vecinos que decide presentar una denuncia ante un ayuntamiento cualquiera para que desconecten una cámara de vigilancia instalada en una esquina por considerar que viola la intimidad de los viandantes. La administración argumentará fervientemente en contra de su desconexión. Se llegará a juicio. La administración seguirá empeñada en que la cámara es necesaria para velar por la seguridad de todos y, además, la ley está de su lado (porque lo está). El juez fallará que sí, que la cámara se queda. Y durante todo ese proceso, de tres años mínimo, la cámara ha seguido acumulando horas, días, semanas y meses de grabación. Nunca fue desconectada. Ahora imaginen que en esa misma esquina se decide organizar una acampada antisistema, una manifestación que reivindica mayores cotas de democracia y participación ciudadana, una movilización popular de trascendencia. La cámara se desconecta con un simple clic y santas pascuas. De repente el recurso de la seguridad ciudadana ya no vale, ha desaparecido como por arte de magia. Se ha esfumado. Ya no vale que la ley esté a favor de instalar ese tipo de cámaras. El Gran Hermano se siente amenazado por ella y la desconecta sin tapujos ni vergüenza de forma inmediata. Que nadie vea lo que está pasando.
     ¿Les suena de algo? En mis tiempos, eso siempre se llamó censura. Y censura es lo que hacen las administraciones con las cámaras conectadas a internet de la Puerta del Sol. Y me indigna que se actúe de esa manera en un estado supuestamente social y democrático de derecho en el que todos tenemos derecho a la información veraz. Se están violentando nuestros derechos y nadie dice nada. Y esos sinvergüenzas siguen en sus despachos, al frente de las competencias que les han sido encomendadas sin que se les ponga colorada la jeta por su forma de actuar.
     Un motivo más para estar indignados. Uno más.
     Un ejemplo de que este sistema no está montado pensando en nosotros, nuestros derechos y nuestro bienestar. No se lleven a engaño. El sistema está ideado para su propia pervivencia aun en contra nuestra y de nuestros derechos. Ahí tienen una prueba, por si tenían alguna duda.
     Cabrones.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Voluntariosa e inútil

    En Matrix, la primera entrega de la trilogía de los hermanos Wachowski, el agente Smith (Hugo Weaving) reflexiona ante un Morfeo (Laurence Fishburne) en estado casi catatónico sobre el papel de los seres humanos en el conjunto de la biodiversidad del planeta Tierra. Niega el malo malísimo de la película que el ser humano sea un mamífero, pues éstos, dice, tienden a mantener de forma natural un equilibrio con el entorno natural en el que se desenvuelven. Por el contrario, el homo sapiens ocupa un espacio en el organismo que es la Tierra y consume todos sus recursos hasta que, para seguir subsistiendo, ha de trasladarse y ocupar un espacio diferente desde el que esquilmar más y más recursos. Sólo otro organismo en el planeta, dice Smith, tiene el mismo patrón de comportamiento, un virus. No deja de ser paradójico que esa reflexión surja de la mente de un personaje que más tarde se convertirá en un virus que pretende hacerse con el control de Matrix. La conclusión es, pues, que somos como esos pequeños seres que tanta lata nos dan, a nosotros y al resto de la vida en el planeta. Ese mismo análisis lo he visto, oído y leído en otros medios distintos a esa producción cinematográfica. Es fácil pensar que se está de acuerdo con esa argumentación. Somos lo que somos y ya veremos si tenemos la capacidad de cambiar ese, a priori, inalterable orden de las cosas. Pero ahondando en esa línea argumental, llego a la conclusión de que es bastante simplista. Porque la cuestión se me presenta algo más compleja. Hay algunos rasgos que nos diferencian también de los virus. Ignoro si virus de diferentes especies se atacan entre ellos y luchan por ganar terreno arrebatándoselo al contrincante, mis conocimientos de biología no me dan para tanto, pero sí tengo entendido que un virus de una especie determinada no actúa contra un individuo de su misma especie. Y ese comportamiento sí que se da en los seres humanos.
    ¿En qué momento de nuestro proceso evolutivo las cosas se torcieron tanto como para llegar a convertirnos en lo que hoy somos? ¿En qué momento de la historia se nos fueron las cosas de las manos y acabamos construyendo un mundo, una sociedad (o sociedades), tan mal organizada, tan injusta? Que no se me malinterprete, por favor. No diré nunca aquello de que cuanto más conozco a las personas, más quiero a mi perro. Quien eso piense tiene mucho de malnacido. Creo de verdad en el ser humano y creo que nos merecemos nuestro lugar en este planeta. Pero a algunos habría que buscar la forma de dejarlos fuera. ¿En Plutón, tal vez? No, casi mejor en Júpiter. En Plutón, ésos serían capaces de llegar a medrar, pero se me antoja que en Júpiter sí que lo tendrían complicado.
    Tras la Segunda Guerra Mundial, nuestro sistema capitalista estimó oportuno crear algún tipo de instrumento que, en la medida de lo posible, sirviera de foro desde el que solucionar los problemas cotidianos a los que nos enfrentamos y evitar, así, que un enfrentamiento como aquel se repitiera. Y no porque el capital fuera bondadoso y deseara la paz mundial cual aspirante a Miss. Más bien, una guerra global como aquella interfería en sus planes de desarrollo y expansión. Mejor establecer lazos comerciales entre todos que liarnos a mamporrazos en peleas de barrio que limitarían las ganancias de las grandes empresas si no se dedican a la fabricación y distribución de armamento. La tarta económica es tan grande y golosa que no sale rentable ponerla en peligro por un quítame allá esas pajas. La paz es rentable para la mayor parte del gran capital. La industria de las armas puede sobrevivir con las constantes pequeñas guerras (frías o calientes) que surgen por doquier aquí y allá. A ser posible donde no machaquen mucho la economía global. África y determinadas zonas de Asia son buenos escenarios para ello.
    El instrumento creado para salvaguardar la apariencia de diálogo y colaboración internacional entre los estados (uno de ellos, al menos) fue la ONU. Y, dentro de ella, su Consejo de Seguridad. Pero, claro, ese chiringuito no se montó con el concurso de todos los estados miembros en plano de igualdad. Ante todo, los vencedores de la guerra quisieron garantizarse un posición de salida que les otorgara un poder superior al resto. El derecho de veto nació para alcanzar ese objetivo. Estados Unidos, Inglaterra, Francia, China y Rusia (antes la URSS) se reservaron el derecho a decir no cuando les viniera en gana ante cualquier asunto, problema o conflicto. Basta que uno de esos cinco grandes diga no para que el Consejo de Seguridad, y la ONU con él, quede con las manos atadas sin posibilidad de intervenir. Da igual que los otros catorce miembros del Consejo estén de acuerdo en la adopción de una determinada resolución, o que la totalidad de la asamblea de las Naciones Unidas así lo haya decidido. El hombre del monte ha dicho no. Aquí no se mueve nadie. Todo de un democrático que lo flipas.
    Al principio todo pareció ir de perlas. En la ONU se discutía mucho de muchas cosas y se dictaban resoluciones que nadie podía obligar a cumplir a nadie pero quedaban divinas de la muerte. La descolonización del Sáhara occidental o la obligación de Israel de respetar las fronteras con Palestina de 1967 (en este asunto hay un sinfín de resoluciones de la ONU que Israel, con el concurso de Estados Unidos en el Consejo de Seguridad, se niega a cumplir descaradamente) son sólo dos ejemplos de la inoperatividad de la ONU y su nula capacidad de maniobra. No digamos ya del Consejo de Seguridad. Pero la organización sigue ahí, empeñada en ser oída por el mundo entero, aunque ese mismo mundo le da la espalda cuando le interesa o le da la gana.
    En 1994 fuimos testigos de un hecho escalofriante que me sigue poniendo los pelos de punta cada vez que lo recuerdo. Probablemente fue uno de los conflictos más graves, más salvajes y más horripilantes de los últimos cincuenta años. El genocidio de Ruanda. Aún tengo presentes aquellas imágenes dantescas en los telediarios de las consecuencias de los ataques tribales entre hutus y tutsis en aquel país. Algunas estimaciones hablan de un millón de muertos en aquellos meses de 1994. La ONU había enviado a sus Cascos Azules como fuerza de interposición entre los bandos en lucha. Pero su margen de actuación era tan estrecho que cuando llegaban los hutus se hacían a un lado y se quedaban mirando como mataban a los tutsis a machetazo limpio. Ni AK-47, ni lanzagranadas, ni minas antipersona, ni fusiles de precisión. Nada de armamento moderno. A machetazo limpio. Y la ONU fue incapaz de poner fin a aquel infierno filmado en directo por las televisiones de occidente.
    Tras los atentados del 11 de septiembre, Estados Unidos se preparó para la guerra y movilizó su descomunal maquinaria bélica. Puso los ojos en Afganistán y, posteriormente, en Iraq. Y allá que se fue con los ojos cerrados, los puños en alto y la cabeza por delante. Antes, en 1990, ya había hecho sus pinitos en la zona con la primera guerra del Golfo, que sí contó con el beneplácito de la ONU. Es sintomático y descorazonador que en las pocas ocasiones en que se ha alcanzado un alto grado de consenso en el seno de la ONU y el Consejo de Seguridad haya sido siempre para planificar una guerra. El instrumento creado para garantizar la paz sólo funciona a la perfección cuando prepara la guerra. ¿Será por aquello de si vis pacem, para bellum? Y mientras la primera potencia machacaba a los talibanes en Afganistán, le echaba el ojo a Sadam Huseim por lo de las armas de destrucción masiva. Pero en este caso Bush nene se encontró con un problema, y es que la ONU había enviado inspectores a Iraq para recabar pruebas de la existencia de esas armas y parecía que esos señores no terminaban de encontrar nada. Pasó el tiempo y el presidente de Estados Unidos perdió la paciencia. Qué se habrá creído la ONU esta. Esta tía no sabe quién soy yo. No sabe con quién se la está jugando. A mí con historietas de inspectores. Por favor, que la CIA me monte un informe sobre las armas y, si no las hay, que se las meta en el culo a Sadam, que ya iré yo a por él. Que me haga el favor.
    Así pues, Bush nene se buscó unos amiguitos y los encontró en Tony Blair y Aznar. Chicos, ¿jugamos a la cogida en Iraq? Se reunieron en las Azores y decidieron guerra. A la ONU que le den. Y ésta vio, con cara de panoli, cómo esos tres aventureros (o, mejor, dos aventureros y un perrito faldero agitando el rabo, la subalterna y servicial España de Aznar) se lanzaron al campo de juego en contra de sus resoluciones. Fue la primera vez que oí la expresión “la ONU ha muerto”.
    Hoy me entero de que el Consejo de Seguridad no se pone de acuerdo ni de coña en el asunto de Siria, cuyo gobierno reprime con tanques las manifestaciones populares. La ciudad de Hama se ha convertido en un campo de batalla entre unos manifestantes con pancartas y un ejército bien pertrechado que se atreve con su propia ciudadanía pero se caga por las patas pa'bajo si quien lo mira con malas intenciones es Israel. Contra esos no podemos, pero contra estos pringaos...
    Lamentable papel están haciendo también la ONU y sus organismos en la crisis libia, dejando, además, la papa caliente en manos de la OTAN. Otros que tal mean. Y ya sé que hay más ejemplos (guerras yugoslavas, guerras en Somalia, en Etiopía, en Eritrea, en Uganda, hambrunas en esas zonas de África, Objetivo del Milenio contra el hambre en el mundo que nadie respeta, etcétera, etcétera, etcétera), pero no tengo espacio suficiente para todo. Lo siento. El personal va a ver este texto y, por lo largo, casi nadie lo leerá.
    La ONU no es que esté muerta. La ONU apesta a cadáver putrefacto desde hace ya mucho tiempo. Y algo tendrá que ver la manera en que se creó. ¿Qué sentido tiene hoy día el derecho de veto de esas cinco potencias en el Consejo de Seguridad? ¿Qué sentido tiene hoy sostener una organización que dicta normas e instrucciones que nadie está obligado a respetar? Desde su creación a mediados del siglo XX, la ONU no ha sufrido la misma evolución que ha transformado a quienes la crearon, los países occidentales. La ONU de hoy es lo que siempre se quiso que fuera, un instrumento que manipulan a voluntad las grandes potencias cuando les interesa y en el que los países más pobres no pintan nada. Es un ejemplo más de que este mundo está mal hecho de cojones. Unos pocos, los poderosos, se garantizan el poder en contra de una mayoría a la que sólo se ve como unidades de consumo, y si no sirven ni para eso no es que queden al margen, es que pasan a ser invisibles incluso para la globalización. Y allá ellos con sus problemas. Que no molesten con tonterías como el hambre en Somalia. Si no tienen para comprar comida, menos tendrán para comprar unas Nike.
    Así nos está yendo.
   Y atentos, que leo en el periódico de hoy que en Kosovo la cosa se está calentando entre serbios y albaneses. Aquello está en manos de la OTAN y la Unión Europea. Mi madre, qué miedo me dan esos dos.

lunes, 1 de agosto de 2011

Besos





    Hay besos de bebé, impregnados del olor a lactancia. Son besos de futuro, de vidas por vivir.
    Hay besos que piden perdón e invocan el olvido. Nacen en el llanto y mueren en la sonrisa.
    También los hay de pacotilla, besos que esconden secretos y mentiras, que ocultan y pretenden.
    Y están los de Judas, los que dan vida a una traición en la caricia de unos labios.
    Hay besos fraternales. Están cargados de la cotidianidad buscada y confunden a quien los da con quien los recibe.
    Los hay tímidos, fugaces, indecisos. Son besos que se aventuran y casi nunca fracasan.
    Hay besos sorpresa. Quien los da no esperaba, y quien los recibe no soñaba. Suelen anunciar una sinfonía de sentidos desbocados.
    Los ya anunciados son besos que se desbordan y escapan de los sentimientos y se lanzan a incendiar la noche con el calor de la ansiedad.
    Hay besos de pasión. No hay que confundirlos con los de amor. Aquellos brotan de repente y arrastran un torbellino de sensaciones. Estos nacen poco a poco, irremediablemente, y no admiten otras soluciones ni alternativas.
    Los hay sensuales. Pueden ser intercambiados, pero siempre necesitarán el recipiente de una piel que se preste.
    Y están aquellos besos que llenaron una noche sin horas. Aquellos que detuvieron el tiempo y suprimieron el espacio. Aquellos que naufragaron para siempre en la inmensidad flamenca de unos ojos regalados y se hicieron eternos en el recuerdo de unos labios de fantasía.
    Hay besos de bienvenida, alegres, intensos, robados, de despedida, soñados, no nacidos...
    Hay besos que quizás nunca debieron estar.
    Hay besos que quizás sea necesario volver a inventar.
    Hay besos.