jueves, 28 de junio de 2012

De linces y pistosos




     La 2 de Televisión Española está reponiendo estos días “El hombre y la tierra”, de Félix Rodríguez de la Fuente. Amigo Félix. Cuando la serie no era un recuerdo sino una novedad, allá por la segunda mitad de los años setenta del siglo XX, nos reuníamos semanalmente la familia en torno a la tele para ver las peripecias del halcón peregrino en el aire, para descubrir el mundo secreto del lobo ibérico o para espiar las vicisitudes de la vida en solitario del que Félix nos presentaba como uno de los últimos linces ibéricos de la península.
     Uno de los grandes méritos de aquellos capítulos sobre la naturaleza fue, precisamente, apostar por la concienciación de una población entonces poco educada en el conocimiento y la defensa de la vida salvaje y el medio ambiente. Si algo supo hacer con empeño Félix Rodríguez de la Fuente fue mostrarnos la dramática situación al borde de la extinción de muchas especies emblemáticas de la fauna ibérica. Y colarnos de paso algunas secuencias que quedaron en nuestro imaginario para siempre. La toma del águila que se abate sobre una cabra montés y, con ella en las garras, hace uso de todas sus fuerzas para remontar el vuelo a pesar de que el peso de la presa tira de ella hacia el fondo del barranco complicándole la tarea aún pervive en nuestras retinas y la reconocemos de inmediato. Francamente sublime.
     El 14 de marzo de 1980 yo tenía quince años cuando los medios de comunicación se hicieron eco de la muerte del amigo Félix en un accidente de avioneta en Alaska mientras preparaba un documental sobre una carrera de trineos tirados por perros en aquellas tierras. Su muerte fue un mazazo inesperado que se clavó en nuestros recuerdos. Casi me atrevo a decir que, a día de hoy, pocos son los que no le recuerdan con el cariño que se supo granjear, por más que hace unos años hubo quien intentó desmitificar al personaje poniendo en entredicho el método científico de sus documentales, cuando no criticando abiertamente la ausencia de ese método en un intento por extrapolar la forma de hacer las cosas en los setenta a tiempos más actuales. Un ejercicio de descontextualización, si es que tal palabro existe (que parece que sí; lo acabo de confirmar en el DRAE; qué feo es).
     Como hago estos días si tengo oportunidad, al llegar a casa del trabajo, y después de comer algo, me tumbé en el sofá y puse la 2 para volver a deleitarme  con las explicaciones del naturalista y las imágenes que nos brindó. Hoy tocaba un capítulo sobre el lince ibérico y otro sobre el lobo. Sí, ya lo he dicho en otras ocasiones: soy de los que ven de verdad los documentales de la 2.
     Y enganchado a la mirada del lince estaba cuando caí en la cuenta de algo en lo que hasta hoy no había reparado. Guiado por el hablar pausado y metódico de Félix, fui anotando a golpe de lápiz y papel el uso de un vocabulario que llamó mi atención, primero, por lo acertado que resultaba en las descripciones del narrador y, en segundo lugar, por el desuso actual de muchas de esas palabras, algunas de las cuales me parecen sencillamente preciosas. Nos mostraba Félix “un mirlo trastejando en el sotobosque” dando un uso al verbo trastejar que no encuentro en ningún diccionario pero que describe a la perfección lo que el pájaro hacía entre la hojarasca. Más de una vez, en su narración del deambular del lince por esos montes, usó el término vallejada para referirse al valle que el felino recorría a la búsqueda de un conejo u otra pieza que echarse a la boca, palabra ésta que no está ni en el diccionario de la RAE ni en el María Moliner (aunque éste sí recoge las entradas vallejo  y vallejuelo), pero que transmite a la perfección lo abrupto y desgarrado del terreno que el animal recorría. Me llamaron la atención también palabras como campeo (sí está en los diccionarios); rececho (por acecho; también incluida en los diccionarios); o mocha, palabra usada por Félix con el sentido de “atalaya de vigilancia” sin que ese uso esté registrado en los diccionarios que he consultado (“recechando el lince desde su mocha”).
     Desconozco si la ausencia en los diccionarios de algunos de esos términos, o los usos que les daba el naturalista, se debe a que son propios del habla de la comarca de Burgos, de donde era natural, o a alguna otra causa. Lo cierto es que me resultaron certeros en sus explicaciones y descripciones. Se trata de palabras que no me tropiezo con frecuencia, lo que me induce a pensar que pueden haber caído en desuso, que forman parte de ese bagaje de la lengua que con el paso del tiempo se va perdiendo hasta que llega el día en que se certifica su defunción dejándonos un poco cojos a la hora de expresar con pocas, precisas y hermosas palabras justo lo que queremos decir sin circunloquios innecesarios y sin confusos vocablos que no dan exactamente en la diana del mensaje que queremos transmitir.
     Y me temo que de este proceso de degradación y disolución de la lengua no escapa nadie. Se produce en todos los países que compartimos el idioma y en todas las regiones, comarcas y territorios en los que el castellano se fue enriqueciendo a lo largo de siglos con sus propias particularidades y matices. Canarias no es menos. Ya casi nadie habla de una tirajala de algo. Los niños ya no se alongan en la ventana. El golpe que te das en un punto concreto del codo ha quedado como un calambre, pero ya no es un golpe de suegra. La vida pasa muy rápido, pero ya no se enfolina. El presumido ya no es un pistoso. Últimamente las cosas están más torcidas que cambadas, y si no fuera por la murga de Tenerife, los simplones más nunca serían singuangos. Lo de más nunca es una influencia del portugués en el habla canaria.
     La lista es extensa.
     Es que, canarismos aparte, Aladino y su lámpara ya no es Aladino, sino Aladín. Fuerte mierda.
     En un artículo de Javier Marías del año 1998, recopilado en el libro “Lección pasada de moda. Letras de lengua”, de reciente aparición (Galaxia Gutenberg, 2012), escribía: Algo va muy mal en una lengua cuando no sólo caen en desuso centenares de palabras que ya casi nadie entiende, sino también algunas formas básicas de la gramática y por lo tanto del habla.
     Al menos, esperemos que al lince no le pase lo mismo que al vocabulario antiguo de nuestros abuelos.

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