jueves, 18 de agosto de 2011

Cuando las vacunas nos dejaron flores

    Creo que he dicho en más de una ocasión que no me parece que cualquier tiempo pasado necesariamente fue mejor. No más, fue anterior. Quizás si me retrotraigo a la época de los comienzos de la humanidad, cuando la caza y la recolección nos procuraban el sustento no sin esfuerzos, pudiera estimar que estaría bien vivir de esa forma. Pero cuando lo hago no tarda en vencerme la pereza. Por dios, qué curro estar todo el santo día escarbando en busca de raíces (mis pobres riñones) o preparando lanzas para acercarme a un megacero y, con sumo cuidado para no acabar bajo sus pezuñas o entre sus cuernos, enfrentarme cara a cara al animal para meterle palmo y medio de madera puntiaguda entre los ojos.  Y a todas estas, tener que currarme todos y cada uno de los utensilios que utilizaría en esa vida supuestamente idílica, sin disponer de un triste supermercado para hacer la compra. Siquiera una pequeña venta. No digo nada del tema de la salud. Con el pelete que hacía en esa época por esos montes, raro sería no agarrar un simple resfriado que me despachara al otro barrio entre temblores, estornudos y mocos al no tener una infusión calentita de frenadol al alcance de la mano. No, definitivamente me quedo en el siglo XXI, con todos los inconvenientes que tiene, que no son pocos.
    Pero a veces pienso que nos empeñamos en rizar tanto el rizo que acabaremos por darle la vuelta y dejarlo irreconocible. Una amiga de feisbuc colgó hoy en su página de la red social un comentario simpático sobre cómo nos criamos los que ya acumulamos unas cuantas décadas en esta vida y, a pesar de todo, salimos normales. Más o menos normales. Su comentario me hizo reflexionar en cómo eran las cosas y cómo son ahora, o nos empeñamos en que sean.
    Si tienes más de treinta o treinta y cinco años (vale, algunos tenemos más), recordarás aquellos tiempos en los que siempre comiste en casa, sentado con el resto de la familia, comida casera; léase potajes, pescado frito, verduras y demás. Ni siquiera las lentejas eran las de ahora. Hoy, si quieres las comes y, si no, las dejas. Pero entonces, si querías las comías y, si no, también. Ahí estaba tu madre de pie junto a la mesa, con los brazos en jarra y cara de o te comes las lentejas ya o te las comes. Y tú, cucharada va y cucharada viene hasta vaciar el plato sin rechistar. Si se te ocurría decir que preferías una hamburguesa, tus padres te miraban con cara rara y te ponían la mano en la frente. Las pizzas no se habían inventado. No, al menos, donde yo vivo. Las papas locas eran comida de astronautas. Y los astronautas acababan de nacer.
    Lo de las enfermedades tampoco era antes como ahora. Nos relacionábamos con los gérmenes de manera distinta a como se hacen hoy las cosas. Mejor dicho, nos relacionábamos con los gérmenes. Punto. Cuando un vecino, o tu hermana, pillaba las paperas, o el sarampión, o las rositas, la noticia corría por el barrio y todas las madres mandaban a sus hijos a jugar a casa del enfermo. Con suerte, te contagiabas y pasabas una semana en cama lleno de sarpullidos. Así quedabas vacunado. Y las vacunas de entonces te dejaban una flor arrugada en la piel, más o menos a la altura del hombro, que te acompañará el resto de la vida. En verano, con las mangas cortas, es fácil datar a las personas en función de esa flor. Si está, el individuo ha cumplido más de treinta primaveras. Quedamos todos marcados con esa suerte de marchamo de salud.
    De la relación con nuestros padres mejor ni hablamos. Eso de discutirles algo escapaba de nuestro entendimiento. Sí era sí y no, mucho más. En caso de duda, ésta quedaba zanjada con el oportuno cachetón o nalgada, bien sea con la mano y con la zapatilla, a elección del progenitor actuante. El cachetón era siempre con la mano. Los cinco dedos bien marcados en la cara. El de los pellizcones era todo un arte especializado que nuestras madres dominaban y del que hacían gala. La técnica consistía, básicamente, en abrir bien el pulgar de la mano al tiempo que se dobla hacia dentro el dedo índice. Entre ambos, tu madre te agarraba cuatro o cinco centímetros de carne de la parte alta del brazo y apretaba con fuerza. Te he dicho mil veces que no hagas eso. Mientras ella pronunciaba esa frase con los dientes apretados y sin mover los labios, todavía haciendo presa, giraba despacio la muñeca y te iba poniendo de puntillas poco a poco, te hacía abrir la boca (sin soltar ni una exclamación, ojo) y poner los ojos como los de un cherne. Sin llorar. Si llorabas era peor. A lo sumo, estaba permitido que una lágrima rodara por la mejilla. Los quince minutos siguientes los pasabas resoplando y frotándote la zona dolorida. Lección aprendida. Si no, vuelta a empezar.
    Pero nuestro mundo era el de los juegos. Ahí no fallábamos ni una. Montábamos en bici sin casco y por la calle. Porque los juegos eran siempre en la calle. Escalábamos muros y bajábamos barrancos en cholas. Comprábamos artículos de pirotecnia en la tienda de la esquina y explotábamos los petardos en la mano. Hacíamos capitán de uno y capitán de dos para elegir los equipos, quién era indio o vaquero, o quién policía o ladrón. Nadie quería ser nunca policía. Éramos todos unos dionis en potencia. Las chicas jugaban al elástico entre ellas (tobillo, rodilla, cadera, sobaco y cabeza) y los chicos las espiábamos y nos hacíamos los pistosos cuando sabíamos que nos miraban. Ellas nos gritaban ¡idioto! Jugábamos al fútbol en la carretera y cuando venía el guardia nos echábamos a correr para salvar el balón. No permitíamos que los niños de las otras calles del barrio pasaran por la nuestra y, si lo hacían, se liaba la bronca. Juntábamos un buen montón de piedras y, al grito de ¡guirrea, guirrea!, nos enfrentábamos a pedrada limpia hasta echar a los invasores. Pactábamos treguas para jugar un partido contra la calle de al lado. Unas veces ganábamos, otras no. Al final, cada mochuelo a su agujero. Y que no se les ocurriera asomar el hocico por nuestro territorio. Todo acababa cuando tu madre se asomaba a la ventana y gritaba ¡Miguelooo, a cenar! Sin discusión.

     El día de Reyes, las calles eran un escaparate de regalos y juguetes nuevos. Lo sacábamos todo junto para enseñar. Podíamos ver a un niño con el uniforme de la Unión Deportiva Las Palmas ataviado con casco y peto de soldado romano, cartucheras y pistolas de vaquero, un camión de bomberos bajo el brazo montando una bici reluciente. Todo traído por Gaspar, Melchor y Baltasar. El yanqui gordo de Papá Noel casi ni sabíamos quién era. Y la excusa de tener más tiempo para jugar, por eso regalo en Navidad, aún no había nacido. Teníamos todo un año por delante para disfrutar con esos juguetes.
    En el colegio el maestro, o la señorita, eran don Alejo, don Manuel o doña Isabel. Su autoridad no se discutía. Pobre de ti si lo hacías: o bien te daban con la regla en la palma de la mano, o en la punta de los dedos, que era peor; o bien te elevaban del suelo tirándote de la oreja, o de la patilla, que también era peor. ¡Ay, ay, ay, ay! Si se lo decías a tus padres, además, te llevabas un bofetón de propina. Cuando traías malas notas, el culpable eras siempre tú, nunca el maestro, que te tenía manía. Y si éste te mandaba a casa con una nota por haberte portado mal, tus padres jamás fueron a pedirle cuentas al profe. Esas cuentas las pagabas tú solito. Algo habrás hecho, demonio, que eres un demonio. Respetábamos a los profesores. Y nuestros padres eran los primeros en respetarlos. Crecimos con ese respeto bien aprendido.
    Por lo demás, nuestra vida cotidiana discurría diferente a como lo hace hoy. La tele era en blanco y negro y sólo tenía dos canales (aunque yo también recuerdo cuando sólo había uno) con nombres extraños, UHF y VHF; y para cambiar de uno a otro, o para bajar y subir el volumen, siempre le tocaba al que estaba más cerca de ella, pues había que hacerlo a mano directamente en el botón correspondiente del aparato. El mando a distancia ni siquiera lo soñábamos. A la hora de la merienda nos sentábamos en el suelo delante de ella, con un bocadillo de chocolate en las manos, a ver La Casa del Reloj y los Chiripitifláuticos (Valentina, el tío Aquiles, el Capitán Tan, Locomotoro y los Hermanos Malasombra, que eran malos de verdad). Mamá siempre nos decía no te sientes tan cerca, que te vas a quedar ciego. Si se estropeaba, antes de llamar al técnico la desmontábamos nosotros mismos y comprobábamos que las lámparas estuvieran bien, y las conexiones en su sitio. La de correntazos que me llevé por culpa del tubo de rayos catódicos ese del carajo. La música la coleccionábamos en cintas de casete que rebobinábamos con un bolígrafo Bic para no desgastar el cabezal del radiocasete. Grabábamos encima de lo ya grabado mil veces y la SGAE nunca nos echó el guante. Cuando se partía la cinta, desmontábamos la carcasa y hacíamos un remiendo con un poco de cinta adhesiva. Las canciones daban un pequeño salto, sí, pero el invento funcionaba. Y había aparatos de reproducción voraces que nos traían por la calle de la amargura cada vez que se comían la cinta. Íbamos solos al cine con una moneda de dos pesetas y media para ver las películas de Maciste y nos sobraba para golosinas. La vuelta a casa la hacíamos cada uno interpretando alguno de los papeles de la historia de turno, luchando con espadas imaginarias, disparando nuestros winchesters o cazando dinosaurios. Y la ropa que usábamos era la que le quedaba pequeña a nuestros hermanos mayores. El primogénito en casa era el único que estrenaba. En la playa esperábamos de dos a tres horas después de comer para poder meternos en las olas. Las más de las veces sólo nos bañábamos una vez. Entrábamos en el agua cuando llegábamos y salíamos cuando nos llamaban para irnos, arrugados como pequeños ancianos.
    Así y todo, no salimos tan mal parados. Como es normal, unos salieron más tarados que otros, pero en general fuimos felices en aquella infancia sin electrónica, sin tanto niño arropado entre algodones, sobreprotegido (nuestros padres no tenían tiempo ni ganas para eso), sin tanta corrección política y corriendo los peligros que había que correr, conscientes de los castigos que nos caerían si nos pillaban. Y mira que nos cayeron castigos. Creo que no existe el manual de cómo educar a la perfección a un niño, pero con mucha responsabilidad, algo de sentido común y tres dedos de frente la cosa no puede salir mal. Lástima que esos tres ingredientes no siempre se conjugan en beneficio del menor.

6 comentarios:

  1. Tal cual. Y parece que todos tuvimos la misma infancia, los mismos juegos, los mismos recuerdos... hasta la casita del reloj. Yo también les decía "idioto" a los niños, que eran unos pistosos molestones; y visto desde el otro lado, saltábamos al elástico para hacernos las interesantes. ¿Lo he leído o lo he recordado? Y lo mejor es que ha pasado un rato y sigo con la misma sonrisa de nostalgia feliz.

    ResponderEliminar
  2. y el que se quedaba fuera porque no le elegían para jugar, no se creaba un trauma insuperable, sino que se aguantaba y se iba a jugar a otra cosa.

    ResponderEliminar
  3. Pues sí que ha sido una sorpresa conocer las intimidades del juego del elástico desde dentro, Luisi. Que haya tenido que pasar tanto tiempo para saber que las chicas se hacían las interesantes con él... En fin, nunca es tarde para acumular el conocimiento. Un beso.

    Israel, yo siempre era de los últimos en salir elegidos para el fútbol, y en ocasiones ni eso. Me quedaba de árbitro, entonces, o me iba a jugar a otra cosa, tienes razón. Pero es cierto que la capacidad de toleracia a la frustración la teníamos cultivada. Creo que tiene que ver con el hecho de que nos enseñaron desde muy pronto el significado de la palabra NO. Y ahí nos jodíamos y nos aguantábamos. Como dices, no se nos crearon traumas insalvables. Gracias por el comentario. Un saludo.

    ResponderEliminar
  4. Menudos recuerdos amigo, me he transportado a mi infancia y no he dejado de sonreir mientras leia, saludos y besos mil.

    ResponderEliminar
  5. Piensa, Míguel, en cómo saltan las niñas al elástico: se adelanta una pierna estirada (del todo, como si fueras una bailarina) al tiempo que se flexiona la otra ligeramente por detrás, envolviendo a la primera y haciendo al cuerpo girar sobre el elástico; y a este movimiento añádele el vuelo de la falda del uniforme, y la cara interior de los muslos, insinuándose... si es que nos las sabemos todas...

    ResponderEliminar
  6. Gracias, Orquídea. Me alegro de haber despertado beunos sentimientos y recuerdos. Esa era la intención. Un beso para ti también.

    Luisi, vista así la cosa, he descubierto que lo del saltar el eslástico tenía un morbo que en aquellos años no estaba capacitado para percibir. Pero sí que la cosa era fuerte, sí. Hay que ver, esas sutilidades femeninas...
    Si algún día tengo una hija, lo voy a pasar muy malamente cuando me diga papi, me voy con las amigas a saltar el elástico. Un beso

    ResponderEliminar