miércoles, 9 de junio de 2010

Bhopal, 3 de diciembre de 1984

   Bhopal, India, 3 de diciembre de 1984. La ciudad, capital del estado indio Madhya Pradesh, uno de los más pobres del país, duerme su madrugada preparándose para enfrentarse al nuevo día que se avecina. En la ciudad existe una fábrica de pesticidas perteneciente a la multinacional estadounidense Union Carbide. Durante años, la industria ha trabajado en la producción de pesticidas por medio de la transformación de productos químicos altamente peligrosos e inestables.
   Son malos tiempos para la compañía, que ve reducidos sus ingresos, y los directivos americanos deben arbitrar medidas que garanticen la viabilidad económica de la fábrica. Estos directivos nunca se preocuparon por los sistemas de seguridad en la cadena de producción. Esos sistemas de seguridad costaban un capital que no estaban dispuestos a gastarse si eso significaba minorar los beneficios. Durante años, la fábrica libera en el medio ambiente residuos muy tóxicos que se filtran en el subsuelo y contaminan la capa freática de la zona. Los alrededores de las instalaciones están tan deteriorados que nadie se atreve a vivir en sus cercanías, en un ambiente viciado y pestilente. Nadie salvo los más pobres entre los pobres.
   Durante años, los parias, los más desfavorecidos del sistema de castas indio, supuestamente abolido pero que, en realidad, sigue vigente en la conciencia de la sociedad del país, han ido instalando sus infraviviendas prácticamente contra los muros de la fábrica. Malviven, como digo, en un ambiente envenenado. Beben aguas ricas en metales pesados que poco a poco van minando la salud de las personas, atacando de forma silenciosa sus sistemas inmunológicos y provocando graves problemas sanitarios que nadie atiende porque nadie los ve. Pero no tienen otro sitio a donde ir. Y nadie se preocupa de ellos. Son parias, casi animales. Quizá, incluso, menos que animales. No les importan ni a los demás miembros de la sociedad india ni, mucho menos, a la sociedad occidental que se beneficia económicamente de sus miserias y cuyo único interés es que la fábrica siga siendo rentable llegado el momento de calcular la cuenta de resultados.
   Bhopal, India, 3 de diciembre de 1984. Madrugada. Alguien grita en el silencio de la noche (si es que las noches de los parias alguna vez fueron silenciosas). A ese grito suceden otros, y otros, y otros. Y cunde el pánico. Una bruma extraña se extiende desde la fábrica y va cubriendo la ciudad. La gente no pude respirar, se asfixia. La bruma quema las vías respiratorias y los ojos. La gente grita y muere.
   Los directivos de la norteamericana Union Carbide nunca se gastaron un dólar en dotar las instalaciones de los más elementales sistemas de seguridad. Durante el turno de noche, algo falla en las tareas de limpieza. Los operarios utilizan mangueras de agua a presión para arrastrar las impurezas fuera de las instalaciones. Pero esas impurezas acaban entrando en contacto con los gases almacenados en depósitos y la reacción química da comienzo. Cristales de cloruro sódico entran en contacto con el isocianato de metilo y la reacción eleva la presión en esos depósitos haciendo saltar las válvulas y liberando más de cuarenta toneladas de gases a la atmósfera que se van descomponiendo en diferentes compuestos. Gases muy tóxicos. Letales. Fosgeno, monometilamina y ácido cianhídrico. No soy químico ni sé nada de estos gases, pero las consecuencias de respirarlos están ahí.
   Los directivos de la norteamericana Union Carbide nunca se gastaron un dólar en dotar las instalaciones de los más elementales sistemas de seguridad. O sí. Se había instalado  un sistema de refrigeración de los tanques para que entrara en funcionamiento en casos como este, bajando la temperatura y, con ello, la presión de los depósitos. Y además, había instalado un sistema catalizador de gases previo a la salida a la atmósfera. Pero costaba un dinero mantener activos y en buenas condiciones esos sistemas. Los que vivían en los aledaños de la fábrica no eran familias de la clase media de Estados Unidos ni de Europa. Ni siquiera eran ciudadanos de las castas más altas de India. Eran parias, casi animales. Quizá, incluso, menos que animales. No les importaban ni a los demás miembros de la sociedad india ni, mucho menos, a la sociedad occidental que se beneficiaba económicamente de sus miserias y cuyo único interés era que la fábrica siguiera siendo rentable llegado el momento de calcular la cuenta de resultados. Así pues, esos sistemas de seguridad, aquella noche, están desactivados. Había que ahorrar costos.
   Se calcula que en la primera semana tras el desastre unas veinticinco mil personas mueren directamente por causa del escape, seiscientas mil resultan afectadas, ciento cincuenta mil de forma muy grave. En su gran mayoría se trata de parias, casi animales. Quizá, incluso, menos que animales. No les importan ni a los demás miembros de la sociedad india ni, mucho menos, a la sociedad occidental que se beneficia económicamente de sus miserias y cuyo único interés es la rentabilidad económica de la fábrica.
   Con el paso de los años, la fábrica es abandonada. Hoy el lugar es una ruina. En los alrededores siguen viviendo personas que no tienen otro lugar a donde ir. Y siguen bebiendo aguas muy contaminas, cultivan lo que pueden en una tierra muy envenenada a la que logran arrancarle apenas lo mínimo para sobrevivir llevándose a la boca productos muy contaminados que en nuestros sistemas de distribución de alimentos harían saltar todas las alarmas con que se acercaran sólo a quinientos kilómetros. Con el paso de los años, la gente sigue muriendo en Bhopal como consecuencia de los desastres provocados por la fábrica de la Union Carbide, posteriormente adquirida por la también estadounidense Dow Chemical, actual propietaria de los terrenos y las ruinas. Con el paso de los años todavía se cuentan por decenas de miles las personas que sufren las graves consecuencias del escape.
   Pero se trata de parias, casi animales. Quizá, incluso, menos que animales. No les importan ni a los demás miembros de la sociedad india ni, mucho menos a la sociedad occidental que se beneficiaba económicamente de sus miserias y cuyo único interés era que la fábrica siguiera siendo rentable llegado el momento de calcular la cuenta de resultados.
   Y cuando ya parecía que todo se había olvidado (olvidado en las conciencias de occidente, claro, que en India, mucha gente continúa en su lucha contra los responsables directos de la catástrofe), nos llega la noticia de que un tribunal indio, casi veintiséis años después de la tragedia provocada por la voracidad económica de occidente, condena por sentencia a ocho directivos de la compañía estadounidense Union Carbide. Por fin una condena a los culpables. Por fin justicia para las víctimas. Llega tarde, pero llega por fin. ¿La condena? Dos años de cárcel para cada uno, y una multa de ocho mil novecientos euros. Lo he escrito bien. Voy a repetirlo, por si acaso. Dos años de cárcel para cada uno, y una multa de ocho mil novecientos euros.
   Claro, se trata de parias, casi animales. Quizá, incluso, menos que animales. No les importaban ni les importan a los demás miembros de la sociedad india ni, mucho menos, a la sociedad occidental que se beneficiaba económicamente de sus miserias y cuyo único interés era que la fábrica siguiera siendo rentable llegado el momento de calcular la cuenta de resultados.

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