martes, 18 de octubre de 2011

Fábula del pajarito perezoso


    Era verano y el pajarito disfrutaba junto a sus congéneres de la abundancia de insectos y frutas que ofrecían los bosques. Pasaba el día revoloteando entre las copas de los árboles, jugando al que te pillo con otros pajaritos y cantando desde las ramas más altas para darse a conocer a todo el que lo oyera. Eran tiempos de felicidad y alegría, de vivir intensamente cada nuevo día, de abandonarse al banquete que la naturaleza ponía a su disposición, semana tras semana, mes tras mes.

    Pronto llegó el otoño y sus amigos empezaron a planificar un nuevo viaje que los llevara al sur, lejos de los fríos que se avecinaban, a otras tierras que también tenían mucho que ofrecer. Pero nuestro pajarito se resistía a abandonar sus juegos. Le parecía que los días aún eran largos y cálidos, que era demasiado pronto para pensar en ese agotador viaje, que no era el momento. Poco a poco los árboles fueron perdiendo sus trajes de hojas verdes y se volvieron amarillos, ocres, rojizos. El pajarito seguía revoloteando en torno a ellos sin pararse a pensar en que iban quedando poco pajaritos con los que jugar a las cabriolas y quiebros aéreos al tiempo que atrapaba los cada vez más escasos insectos. Fruta, ya no quedaba ninguna.

    Un día se despertó y descubrió que todos sus amigos se habían marchado. Estaba solo en el bosque. Aún así, resolvió que la hora de marcharse aún no había llegado. El viaje hacia el sur que le aguardaba era tan largo, tan aburrido, tan agotador que no se decidía a emprenderlo. Menuda lata, decía. Se alimentaba de los últimos insectos y en los árboles de los bosques ya no quedaban hojas que le sirvieran de refugio por las noches.

    Y llegó el invierno. Una mañana descubrió que el paisaje había cambiado radicalmente, un grueso manto de nieve lo cubría todo con su blancura traicionera. El frío hizo mella entre sus plumas y lo caló hasta los huesos. Se estremeció. Sí, reconoció, creo que ha llegado el momento de partir. Y alzó el vuelo enfilando hacia el sur. Conforme ganaba altura para volar con mayor comodidad, el frío fue atenazando sus músculos y le hacía cada vez más difícil el batir de las alas. Quizás no haya sido tan buena la idea de demorarme tanto en la partida, pensó. El aleteo se le hacía cada vez más complicado y cansino, sus alas casi no se movían y empezó a perder altura. Cuando quiso darse cuenta, estaba tan congelado que dejó de volar y calló al suelo cerca de un río. Hacía frío. Mucho frío. Tiritaba. Se moría.

    De pronto, una vaca que pasaba por allí sintió un retortijón en el estómago y decidió soltar la bosta allí mismo, justo encima del pajarito, enterrándolo. Sorprendido por el repentino cambio, el pajarito notó que el calor de la cagada avivaba su sangre y su ánimo y se puso a cantar de felicidad. Volvía a estar calentito. No más frío. Y cantó. Y cantó.

    Un gato oyó el alegre canto y se acercó a inspeccionar con pasos cautos, las orejas tiesas y los ojos bien abiertos. Con sorpresa descubrió que el trinar salía de una bosta de vaca y escarbó en ella hasta dar con el pajarito. No cabía en su gozo el minino. Menuda suerte tenía. De un zarpazo sacó al pajarito y de un bocado se lo comió.


    Moraleja de la historia: no todo aquel que se caga en ti es tu enemigo, ni todo aquel que te saca de la mierda es tu amigo. Si estás contento, calentito y feliz, mantén la boca cerrada y no se lo digas a nadie, colega.
   (NOTA): la historia no es mía, pero siempre me ha hecho gracia.

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