domingo, 3 de julio de 2011

Reflejos



    Al llegar a casa, justo en el momento de abrir la puerta, me vi salir. Intrigado, decidí seguirme. Bajé la escalera a la carrera, comprobando en cada rellano que el ascensor se me adelantaba un poco más cada vez. Cuando por fin llegué al zaguán la puerta se cerraba y me lancé a la carrera hacia la calle. Alcancé a verme doblar la esquina y aceleré mis pasos para no perder mi rastro.
    Crucé la calle atento al tráfico denso, esquivando los coches que reprochaban mi estorbo a bocinazos, y salté a un plaza que no había visto antes. Miré a mi alrededor, desconcertado. Los edificios colindantes no me resultaban familiares. El ambiente me era desconocido. El olor no era el mismo de siempre. Los sonidos eran diferentes. Aquella no era mi ciudad, pero era yo el que recorría sus calles delante de mí. Al mezclarme entre las personas con las que me cruzaba me invadió ese aire de fuera de lugar que tiene el turista cuando es testigo del devenir rutinario de las gentes del país que visita por primera vez.
    La persecución me llevó por avenidas atestadas en las que me veía reflejado en las lunas de los escaparates de forma difusa, como a través de una niebla húmeda. Sólo el reflejo de mi otro yo me llegaba limpio y diáfano. Caminando sin parar, con los pasos firmes y resueltos de quien conoce su destino y lo persigue con decisión, mi cotidiana figura se adentraba cada vez más en el bullicio de la urbe desconocida. Me vi saludar de forma amigable a rostros que no me decían nada, pararme a hablar con personas cuyas voces oía por primera vez, detenerme a acariciar perros que me devolvían la carantoña con un gemido y que me recibían con un gruñido gutural cuando era yo el que pasaba a su lado.
    En una esquina me detuve, se detuvo, y me vi pasear la vista a su alrededor como buscando algo. Durante una fracción de segundo miré en mi dirección y, por un momento, creí que me había reconocido. Pero fue sólo un instante. Seguí mi marcha con naturalidad.
    De pronto interrumpí mi carrera. Caí en la cuenta de que aquello no tenía sentido. No conocía el lugar, las calles, aquellas gentes. No tenía idea de adónde me conducía aquel deambular frenético. Entonces él, volteando la cabeza, clavó sus ojos en mí y esbozó una sonrisa fugaz. O quizás me imaginé que me sonreí. Crucé a toda prisa una última calle y desaparecí en un portal. Acelerando el paso, me introduje en el edificio antes de que la puerta se cerrara.
    Subí ocho pisos en el ascensor y me dirigí a la puerta de mi casa. Justo en el momento en el que la abría, me vi observarme desde el hueco de la escalera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario