jueves, 8 de abril de 2010

Cuando mamá murió

   Cuando mamá murió, yo estaba castigada en el colegio. La señorita la tenía cogida conmigo y, cada vez que alguien metía bulla, normalmente era yo la que pagaba los platos rotos. Esa vez tenía razón, pero eso no lo vamos a discutir ahora; aunque toda la culpa fue de la entrometida de Vanesa. No me enteré de nada hasta que llegué a casa y la encontré llena de policías y gentes extrañas que lo miraban todo con lupa y cara de circunstancias. A una de esas personas todos la llamaban señor juez y agachaban la cabeza cuando hablaban con él. Papá salió a recibirme intentando ocultar que había estado llorando, pero yo lo supe nada más verlo. Se abrazó a mí y decía que todo iba a salir bien, que todo iba a salir bien. A mí aquello no me gustaba ni una pizca. Sentí que en el estómago se me iba formando una bola de calambres que aumentaba y aumentaba amenazando con despanzurrar mis tripas por las paredes. Todos me miraban y decían cosas como pobre niña, pobrecita. Algunos sólo ponían caras tristes. Yo los miraba buscando el rostro amable de mamá entre aquella marabunta de gente.
   –¿Dónde está mamá?
   Los días siguientes fueron una pesadilla. Por casa pasaron los hermanos de papá y los de mamá, los primos, los abuelos, los vecinos del barrio –incluso alguno que no me había tropezado en la vida– y la ciudad entera. Papá no me dejó ir al entierro, pero a mamá no la enterraron, le dieron fuego y tiraron sus cenizas al mar. Eso me lo contó papá más tarde. Al principio me refugié en la idea de que la muerte pasaría pronto y mamá volvería a estar con nosotros, para seguir haciendo la vida que hacíamos antes los tres juntos. Pero papá me contó que la muerte no devuelve lo que se lleva, que tendríamos que aprender a vivir sin ella y que la tendríamos que seguir amando sin volver a verla nunca más. Me di cuenta enseguida de que a papá le hacía daño hablar de mamá. Cada vez que lo hacía, acababa llorando, y yo también, así que decidí hablarle lo menos posible de ella. Con quien sí que hablaba era con Marleny, mi mejor amiga. A mí me gustaba decirlo como Forrest Gump, mi muy mejor amiga. Nos reíamos mucho. Sólo ella estaba al corriente de lo que me había contado papá, nadie más de la clase lo sabía, sólo a Marleny le conté que mamá había muerto de un ataque al corazón a pesar de que no tenía más que treinta y un años, que a mí me parecían muchísimos, pero que papá me explicó que no eran tantos como para que te dé una ataque de esos.
   –Según el médico, no es normal pero a veces ocurre, nena –me dijo el día del falso entierro. Y añadió algo que se me quedó grabado para siempre–. Yo creo que mamá nos quería más de lo que su corazón pudo soportar.
   Cuando mamá murió yo aún no había cumplido los ocho años, y desde aquel día todo cambió. La muerte no se contenta con llevarse sólo a las personas. Cuando se llevó a mamá, arrancó también una parte de papá. Desde entonces pasaba más tiempo en casa, me llevaba al parque, nos acompañaba a mí y a Marleny al cine y los domingos que hacía bueno los pasábamos en la playa. Pero no era el mismo papá. Ya no le interesaba tanto su trabajo como antes y no tenía ganas de salir con los amigos los sábados por la noche. Antes, siempre salían juntos y a mí me dejaban con doña Mercedes, la del tercero, que tiene un hijo tonto del culo que sólo sabe hablar de películas de zombis. Tal vez sea porque él sí que es un zombi. Yo a veces me sentía culpable porque me iba olvidando de mamá. Después de dos años, ya casi no me acordaba de su cara. Tenía que mirar sus fotos para recordarla. Papá me decía que la vida debe seguir, que no importa tener que acudir a las fotos para recordar un rostro.
   –Lo que de verdad importa es que nunca necesitaremos ayuda para recordar su sonrisa, o para sentir lo mucho que seguimos queriéndola.
   A pesar del tiempo transcurrido, las lágrimas aguaron la mirada de papá al decirme aquello, mientras sostenía un retrato de mamá en la mano. Con el tiempo, Marleny acabó siendo mi única quitapenas; no quería seguir atormentando a papá con mis recuerdos. Con sólo diez años fui capaz de darme cuenta de que papá debía encontrar una nueva mujer. La idea no sólo no me incomodaba, sino que un día me descubrí a mí misma calculando que la madre de Pablo, un niño de un curso inferior al mío, podía ser la candidata perfecta, guapa y simpática como era. Yo sabía que no estaba casada porque me lo había soplado Marleny, a la que se lo había contado su madre que, a su vez, la conocía de encontrarse con ella en el supermercado.
   Toda la estrategia que montamos para hacer que se encontraran en aquel supermercado se vino abajo cuando Marleny decidió interrogar a Pablo y volvió con la noticia de que la buena señora tenía previsto casarse con su flamante novio la siguiente primavera. Mi gozo en un pozo. Aún así, la idea no desapareció sin más de mi cabeza, ni mucho menos. Siguió madurando en mi interior. Años más tarde habría de encontrar una puerta abierta en la intimidad de papá para poner en marcha mis planes. Fue el día que cumplí catorce años. Papá seguía sufriendo el insomnio que había hecho presa en él desde la muerte de mamá. Lo sé porque a veces me levantaba por las noches para ir al baño y lo encontraba sentado entre las sombras. Seis años no habían bastado para superar su muerte. El día de mi cumpleaños era sábado y Marleny, Soraya, Sandra y yo salimos a dar una vuelta por el centro comercial. Papá tenía tarea pendiente en la facultad –era profesor de literatura en la universidad– y regresaría tarde. De la vida de antes, lo único que papá había recuperado era su pasión por el trabajo. Llegué a casa más temprano de lo que había previsto por culpa de una jaqueca que me asaltó de repente, justo cuando Sandra se encontró con el capullo de novio que se había echado. Sandra era inteligente, aguda en sus comentarios y tenía el culo y el par de tetas más bien puestas de todo el instituto. Era la presa más apetecida de todos los salidos y yo siempre le decía que tenía el gusto para los chicos en los higadillos.
   El caso es que, al tener la casa para mí sola durante un buen rato, se me ocurrió conectar el ordenador del despacho de papá para darme un paseo por Internet. Estaba a punto de llamar a Marleny para chatear un rato cuando advertí que, en el bloc de notas, papá había escrito agora.com, y a continuación cat907 y secreto. No me hicieron falta más pistas. Puse a Marleny al corriente de todo de inmediato y el lunes siguiente, al salir de clase, fuimos a un cíber para comprobar si mi intuición era cierta. Efectivamente, agora.com era una página de contactos, de esas que usa la gente para conocer a otra gente, soñando que su media naranja está también conectada al ciberespacio, como pasa en las películas. Después de discutirlo mucho –a Marleny le dio un ataque de integridad, y pensaba que no estaba bien–, introduje lo que suponía era el alias de papá y su contraseña –él siempre tan original para las contraseñas–. Yo tenía razón, allí estaba la ficha completa de papá con todos sus datos, su edad, su estatura, su peso y esas cosas. Lo más alucinante eran las fotos. Nunca las había visto, y estaba guapísimo. Parecía más joven. Lo que veía me daba la razón en todo. Papá necesitaba encontrar de nuevo el amor, y esa vez decidí que le ayudaría en el empeño sin que él lo notara. Marleny, que al principio puso tantas pegas, era la que más disfrutaba. Ya que has entrado, guapa, al menos aprovechemos el viaje, me de decía la muy. Pulsando los indicadores apropiados, mi amiga localizó la lista de candidatas para papá, pero entonces no vimos su ficha porque el pesado de Jonay, que estaba por Marleny, se dejó caer por allí y no paraba de darnos la lata. Este niño es tonto. Marleny opinaba igual que yo. ¿Por qué Sandra no tendrá la misma lucidez para estas cosas? Fue tres días más tarde, el jueves, cuando, echando un vistazo a la lista de cenicientas de papá en el ordenador de su despacho, mis ojos tropezaron con aquella mirada. No sé explicar lo que sentí cuando la vi, pero desde aquel momento me propuse hacer todo lo posible para que se conocieran. Tuve suerte, no vivía muy lejos, apenas a cien kilómetros, hora y media en coche a lo sumo. Los días siguientes pasaron en un torbellino de ideas que bullían entre Marleny y yo. Una tarde descubrimos a papá dedicándonos, desde la cocina, su mirada de sospecha, la de averquéestántramandoustedesdos. A partir de entonces fuimos más discretas.
   Un mes después de haber suplantado a papá en la página web, el anzuelo con el cebo fue lanzado al mar a la espera de que el gran pez cumpliera su parte. Haciéndonos pasar por papá, enlazamos una cita entre Azucena –tal era el apodo de ella– y cat907. Mi trabajo consistía en engatusar a papá con artimañas y zalamerías para atraerlo hasta el parque acordado en la cita.
   Por supuesto, el plan fracasó estrepitosamente. Papá descubrió el engaño y me arrestó un mes sin salir por entrometerme en su vida privada. Castigada por lianta, metomentodo y alcahueta. Cito de forma literal. Me dedicó, indignado, una diatriba acerca de la intimidad de las personas y de lo peligroso que resulta jugar con las cosas serias, exhortándome a madurar de una puñetera vez. Que ya no eres una cría, joder.
   El mes de arresto pasó pronto, pero no mi malestar. Seguía reprochándome haber malogrado la oportunidad de juntar a papá con Azucena, que seguía arañando mi imaginación. No dejaba de pensar en ella y, quizás de tantas vueltas que le di, me convencí de que acabarían juntos si llegaban a conocerse. Maldita tu estampa, patosa. Marleny recibió como una bendición mi libertad condicional. Me echaba de menos. Yo a ella también. No nos quedó otra que dar por terminado el episodio de internet, aun cuando conservé intactas mis intenciones para con papá y Azucena, aunque en aquel momento no tuviera ni idea de cómo hacer. Pero ni entonces ni nunca dispuse de una segunda oportunidad en mi empeño.
   Un martes de octubre, papá se puso ceremonioso como un ujier y me informó de que el viernes cenaría en casa una amiga suya. Se le notaba nervioso, pero más me asusté yo cuando comprendí que se hundían para siempre mis proyectos sobre Azucena, que aquella necesidad misteriosa de entrar en la vida de la desconocida nunca sería satisfecha. Hice pública ostentación de mi malhumor durante los días que quedaban para el viernes, y, francamente, creo que no lo hice mal. Ni con Marleny me junté en la espera.
   Mas, finalmente, el viernes llegó a pesar de mis esfuerzos. Y con él, un coche que, cinco minutos antes de la hora acordada, paró ante la puerta de casa. Un taxi. De él descendió la intrusa dando la espalda a la ventana desde la que yo observaba oculta tras los pliegues. Aquel era el objetivo a destruir en la guerra que se estaba gestando entre nosotras. El timbre de la puerta sonó, la puerta se abrió y la voz de papá tronó en el pasillo llamándome a escena, reclamando mi presencia inmediata. Miré a mi alrededor buscando una salida en mi habitación en la que no hubiese reparado hasta aquel preciso instante. Pero nada, todo continuaba en su sitio, como siempre. Salir se imponía y, preparándome para la batalla, alcé la barbilla, miré al frente, apreté los labios, y abrí la puerta con la determinación del kamikaze que brinda por el martirio. Avancé posiciones a lo largo del pasillo y, cuando estaba a punto de lanzar mi primera andanada, el enemigo hizo el primer movimiento y me salió al encuentro.
   Habíamos terminado de cenar y recogíamos los platos. Papá aprovechó el instante en que ella desapareció en el cuarto de baño para lanzarme una mirada interrogadora.
   -¿Qué te pasa hoy, que estás tan contenta? Nada que ver con estos días pasados.
   Yo no respondí, claro. Cómo iba a imaginar que la mujer que papá traería a cenar era la mismísima Azucena. Nina era su nombre. Nos caímos bien desde el principio. Papá y ella se casaron año y medio después, en un bonito salón del ayuntamiento. Nos mudamos a una casa en la costa, con grandes ventanales que daban a la playa. La complicidad que fue tejiendo mi amistad con Nina cimentó, con el paso de los años, la base de nuestra relación.
   Dos días después de cumplir los diecinueve, a papá le diagnosticaron un cáncer de páncreas. Tardó un año en morir y me quedé sola con Nina. Hoy somos pareja y vivimos felices en la casa de la playa. La primera vez que me besó, al separarnos acarició mi mejilla. Supe entonces que ya nunca querría separarme de ella.

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