martes, 7 de junio de 2011

Nidos de sueños

     Cuando cojo un periódico en mis manos suelo echar un vistazo no muy detenido a los titulares de la primera página y, antes de meterme de lleno en la lectura de sus artículos, siempre le doy la vuelta y miro la contraportada. No sé qué tiene esa página de los diarios que hace que seamos muchos los que le prestamos una atención especial consciente o inconscientemente. Si se trata de EL PAÍS, al darle la vuelta busco el que denomino Rincón de los escritores, la columna que cada día firma un escritor o escritora diferente. Se trata de una divertida semana cuyos días tienen nombres destacados de las letras: Almudena Grandes comienza el lunes y le siguen Rosa Montero, Elvira Lindo, Maruja Torres y Juan José Millás hasta llegar al fin de semana de los manueles: Manuel Rivas, en el papel del sábado, y Manuel Vicent en el del domingo. Cada uno en su estilo, cada cual con lo que quiere o le apetece. Textos que las más de las veces inducen a la reflexión y que en ocasiones, no pocas, ofrecen una visión diferente de la realidad desde la óptica de esos seres extraños e intrigantes que son los escritores. Son opiniones que crean afinidad o rechazo. Casi nunca indiferencia.
     Como hoy es martes, Rosa Montero toma la palabra para dar las Gracias a una estirpe de libreros que viven y respiran el mundo de los libros intensamente, “esas personas tan especiales que dedican su vida a algo que desde luego no va a hacerles millonarios, y que trabajan inacabables horas leyendo, cuidando, recomendando, enardeciendo la voluntad de sus parroquianos”. Opina la autora que “las librerías son nidos de sueños y los libreros son médicos del alma”.
     Sus palabras evocan la imagen de un librero de película, de un personaje de novela que habita la imaginación romántica de otros momentos y con el que nunca me he tropezado. Son varias las librerías que visito con bastante asiduidad aquí, en Tenerife. Al entrar en ellas me gusta respirar el aroma que despiden, el ambiente cautivador que crean todos esos lomos ordenados en los anaqueles invitando a girar la cabeza a un lado y a otro poniendo en riesgo la integridad del esternocleidomastoideo. A veces voy a tiro hecho en busca algo, un libro en concreto, pero las más de las veces entro para pasear entre los volúmenes y dejar que sus palabras me asalten y conquisten. Casi nunca salgo con las manos vacías. Pero todo el trabajo me lo curro yo solito. No conozco a ningún librero de los descritos por Rosa Montero, y sólo a través de novelas o películas he entrado alguna vez en contacto con esa clase especial de personas. No digo que no existan. Digo que nunca me he tropezado con ellas.
     En esta isla tenemos la suerte de disponer de unas cuantas librerías. En La Laguna, sin ir más lejos, calle de Heraclio Sánchez, hay tres en un par de manzanas. En Santa Cruz, aunque más dispersas, también encontramos varias. Pero en todas ellas se recibe al cliente o visitante de forma amable, con las buenas horas y dejando hacer. Nadie se acerca a preguntar qué buscas. ¿Necesita ayuda? ¿Ha probado este libro? ¿Conoce usted este autor? Nadie aconseja desde su propia experiencia. Nadie embelesa con su sabiduría. Si no hay mucha gente, suelen ser locales sumidos en un silencio casi eclesial sólo roto por la consulta de algún cliente al empleado o empleada que, desde detrás del mostrador, rara vez contesta sin la consabida búsqueda en la base de datos del ordenador. De forma amable y solícita, eso sí. Y según en qué época del año (sobretodo a principios del curso académico y en la campaña de navidad), algunas de esas librerías se ven arrastradas por el ambiente mercantil de las colas ante la caja y los gritos de tienes tal o cual obra de este o aquella escritora, o quiero los de segundo de la ESO. Por lo demás, nunca sonó una campanilla al empujar una puerta de entrada que nunca es de madera, sino de cristal y aluminio, y siempre está abierta. Nunca me pasearon por los pasillos descubriéndome una historia que no conocía o un autor que se merece más. Nunca me hicieron acariciar la cubierta de cuero de un ejemplar que ansiara ser leído. Nunca el librero levantó la vista de un libro abierto para recibirme con una sonrisa. En mi realidad, el empleado me espera junto a la puerta con las manos entrelazadas en la espalda, o bien está colocando libros, o bien tiene las narices metidas en el ordenador, o bien está cotejando facturas. Con tu pan te lo comas. Si necesitas algo, aquí estoy para servirte.
     Y me habría gustado. Pero no me quejo. Siguen siendo librerías y ellas solas se bastan para servir de reclamo. Doy gracias porque esta crisis que ha socavado hasta el desplome los cimientos de tantos negocios sólo se ha llevado por delante, que yo sepa, una de esas casas de libros en Tenerife. El local lo ocupa ahora una tienda de ropa. Al menos no se ha quedado con el cartel de Se Vende o Se Alquila amarilleando en el escaparate.
     Pero sí, me habría gustado conocer al librero que imaginó Michael Ende, Carlos Ruíz Zafón o Mikkel Birkegaard, entre otros. A esos de los que habla Rosa Montero.
     Sólo digo eso. 
     Por último, déjenme que les cuente otra cosa que me hizo recordar la columna de Rosa Montero de hoy: la librería cuya foto ilustra esta entrada. Está en Oporto, se llama Livraria Lello & Irmão y pasa por ser una de las librerías más bonitas del mundo. Tiene que ser una flipada pasear por ella. Ante la cercanía del período vacacional que se avecina, el otro día estaba sopesando varias ideas acerca de qué viaje hacer este año. Pensé en Lisboa, pues no conozco la ciudad. Uno de los alicientes de ese viaje, si al final lo hago, es precisamente darme un salto a Oporto y visitar esa auténtica obra de arte. Si no la conocen, pongan en Google (búsqueda de imágenes) el nombre de la librería. Alucinarán en tecnicolor.

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