miércoles, 8 de junio de 2011

Aún recuerdo tu sonrisa

   La conocí un día de primavera de 1988 en un barranco de Tenerife durante la jornada conmemorativa de un episodio histórico de la conquista de la isla a finales del siglo XV. Apenas crucé con ella unas palabras esa tarde, cuando ya hacía el camino de vuelta a la parada de la guagua que me llevara de nuevo a La Laguna. Eran los tiempos de la universidad y vivíamos en un ambiente en el que, de una forma u otra, todos nos conocíamos o, cuando menos, nos reconocíamos como estudiantes en una ciudad universitaria que nos ponía a unos frente a otros en cualquier momento. Mis días discurrían entonces al ritmo que marcaban los estudios, las reuniones políticas, asambleas, manifestaciones, ilusiones de cambio y utopías que aún hoy me acompañan a pesar del tiempo transcurrido y de los cambios que ha sufrido mi personal mirada de la realidad. Ahora vuelvo por enésima vez en el camino de la vida que entonces empezaba a transitar.
   Desde aquel día la vi muchas veces por las calles de La Laguna y sus bares sin atreverme a acercarme a ella más allá de los saludos que intercambiábamos al cruzarnos y algún que otro entrechocar de botellas de cervezas en noches de fiesta y borracheras, que eran casi todas. Nuestros respectivos grupos de amistades no llegaron nunca a entrelazarse para ofrecernos la oportunidad de intimar, y nuestras experiencias juveniles discurrían en un paralelismo vital pocas veces roto por los esporádicos y breves momentos de encuentro. Me gustaba. Aquella niña me gustaba, pero en mi inexperiencia, y desde mis temores, no encontraba la forma de llegar a ella.
   Aquel año dio comienzo un curso agitado por el rechazo del equipo de gobierno de la universidad de La Laguna al movimiento político y ciudadano que en Gran Canaria reivindicaba una universidad para Las Palmas. Entre los estudiantes surgió un movimiento contestatario, por la unidad de Canarias, que se organizó en una asamblea permanente. Recuerdo reuniones en las que coincidíamos y las miradas cómplices y sonrisas furtivas que nos dedicábamos desde la distancia, pero rara vez hablamos. Y cuando lo hicimos fue para comentar aspectos de la lucha, para intercambiar opiniones compartidas. Yo buscaba aquellos momentos para sentirla cerca y me gustaba pensar que entre nosotros se iba enlazando una delgada cuerda de la que sólo había que tirar de sus chicotes para atraparnos.
   El martes 28 de noviembre, las calles de Santa Cruz de Tenerife se abarrotaron con una multitud que se manifestaba en contra de la creación de la universidad de Las Palmas en uno de los más tristes episodios del pleito insular que hemos vivido en Canarias. Ninguno de los dos tenía intención de acudir a aquella protesta que considerábamos un despropósito y una demagoga manipulación populista orquestada por ATI, pero, como en otras ocasiones, coincidimos aquella tarde en La Laguna y hablamos de una convocatoria que nos repugnaba profundamente. En un momento de la conversación decidimos coger la guagua y bajar a Santa Cruz para curiosear. Sentados en un portal, creo que de la calle El Pilar, fuimos testigos voluntarios de que la maniobra de ATI resultó ser todo un éxito y de que la gente había respondido de forma masiva a la llamada. Asqueados de todo aquello, decepcionados, hicimos el camino de vuelta para coger la guagua que nos llevara a La Laguna. Mientras caminábamos por aquellas calles le dije que me gustaba su peculiar forma de caminar, como si temiera pisar el suelo. Apoyaba apenas la punta del pie, lo que la hacía avanzar a saltitos. La risa de sus ojos ocupaba todo mi campo visual. No había manifestantes ni gritos megafónicos. Sólo estaba ella. Su mirada, aquella cabellera lacia que bailaba al compás de sus movimientos cuando me miraba. Su voz y su gesto tímido.
   Los meses que siguieron, nuestros caminos llevaron aquella derrota caprichosa que salpicaba nuestras vidas con las intermitencias de los pocos encuentros que nunca colmaron mis ganas de ella y cuyos recuerdos conservo con cariño. Sobretodo en las frías noches de cerveza y tabaco. La ciudad de La Laguna era el escenario de nuestros espacios. Ella siempre encontraba una razón para alargar una conversación, por nimia y despreocupada que fuera. Encantadora.
   Así fue durante casi un año, hasta septiembre de 1989. Yo formaba parte de una organización política que, para recaudar fondos, puso un chiringuito en las fiestas del Cristo de La Laguna y me tocó cubrir algunos turnos sirviendo copas. Una noche pasó por delante del puesto y la invité a una cerveza. Ella aceptó. Hablamos apenas un minuto y quedamos para cuando llegara la hora del relevo. Fue una noche especial. Pude estar con ella y descubrí que también ella quería estar conmigo. Esas horas flotan en mi recuerdo con el sabor de la nostalgia. Hablamos, bailamos, nos reímos el uno al otro y nos dimos rienda suelta. Nos besamos por primera vez. En las semanas siguientes pasamos mucho tiempo juntos y disfrutamos de la mutua compañía. Pero éramos dos niños jugando a ser mayores. Ella con sus increíbles veinte años. Yo, cuatro más. No nos atrevíamos a expresar abiertamente los sentimientos que nos empujaban. Y yo menos que ella.
   En diciembre, una tarde asomó su cabeza por la puerta de mi habitación y me dijo que quería hablar conmigo. Por aquel entonces yo compartía casa con cuatro amigos, estudiantes también, junto al parque de la Constitución. En uno de sus bancos nos sentamos y ella me habló con claridad. Quería saber cuáles eran mis sentimientos, porque a ella los suyos se le arrebataban en su interior. ¿Qué quieres de mí?, me preguntó. Nadie conocía nuestra incipiente relación y necesitaba saber qué terreno estaba pisando. Y yo le fallé. No supe dejar salir lo que guardaba dentro para ella. Fui incapaz de darle una respuesta clara. El miedo, quizás. A que me hiciera daño. O a que yo se lo hiciera. No lo sé. Miedo a dar rienda suelta a una historia de amor que pudo ser o no. Era tarde, ella no tenía mucho tiempo, y debía volver a casa. Al día siguiente yo viajaba a Las Palmas para pasar la navidad con la familia. Lo dejamos para después. Cuando vuelva, le dije, te llamo y seguimos hablando. Nos dimos un beso, me sonrió poniendo la palma de su mano en mi mejilla y se fue. Guardo un recuerdo nítido, a la vez que doloroso, de aquel beso, de la suave calidez de sus labios, del tacto de su caricia.
   Se fue.
   Enero de 1990 llegó y el momento de volver a La Laguna con él. Durante las fiestas la eché de menos. Deseaba verla. Teníamos una conversación inconclusa y me moría de ganas de volver a ella. Me bajé del barco, llegué a casa, descargué la mochila sobre la cama y salí a la calle. Esa misma tarde la llamaría. Estaba en la barra de un bar, con una cerveza en la mano, cuando un conocido entró y, al verme, me saludó. Intercambiamos frases triviales. De pronto lo dijo. Habló de una chica de la asamblea de estudiantes. ¿Qué chica?, pregunté. Creo que se llamaba Elena, dijo. Una alarma que no pude identificar se clavó en mi interior agarrándose al estómago. Él continuó hablando hasta que sus palabras se borraron en la niebla y yo salí corriendo del bar sin saber a dónde ir. El día uno estaba caminando en el barranco del Infierno; hubo un desprendimiento y cayeron unas rocas. Una le dio en la cabeza y la mató.
   Un maldito lunes uno de enero. 
   Ha pasado más de veintiún años y todavía hoy me emociono profundamente cuando recuerdo su andar como de puntillas por la vida y su mirada tímida. Me reprocho haberle fallado aquel atardecer. Me reprocho haber dejado pendiente aquella conversación. Y no dejaré de maldecir la desaparición de una preciosa persona de veinte años que tenía una vida entera para vivir y disfrutar con la intensidad de un entusiasmo que me contagiaba. 
   Elena Amigó Cabrera se llamaba. Y hoy quiero recordarla. 
   No te olvido, Elena. Aún recuerdo tu sonrisa.

2 comentarios:

  1. Muy bella tu historia querido amigo y nunca la olvidaras siempre estará en tus recuerdos es la forma de mantener vivo su paso por esta vida.

    Besos

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  2. Sí, el recuerdo es lo único que pervive.
    Gracias, amiga.
    Besos a ti también

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