viernes, 8 de abril de 2011

En una esquina

   La primera vez era ya tarde para entretenerse por las calles casi oscuras. Terminé el café largo y la magdalena, pagué lo de siempre a la cajera y me disponía a llegar a casa antes de que sonaran las sirenas señalando la hora. Las patrullas pronto comenzarían a hacer las rondas. La vi cuando salía de la cafetería. En la pared de enfrente, justo en la esquina, algo llamó mi atención y me acerqué. Era una flor pintada entre desconchones y manchas de humedad. Una rosa. Roja. No sé por qué lo hice pero, mirando a ambos lados para asegurarme de que nadie me veía, saqué el rotulador y dibujé un signo de interrogación. Simple, sin más.
   Ya casi lo había olvidado cuando, días más tarde, de vuelta a casa, pasé por la misma esquina y vi la flor y el signo. Alguien había escrito Ya no hay sitio para ellas. Un escalofrío me recorrió la espalda. Sin pararme a pensar de dónde me nacía el impulso, con el mismo rotulador de la otra vez escribí Siempre hay un tiempo para todo con una caligrafía apresurada y un ojo aquí y otro allá. Volví a casa con el corazón acelerado. Me dije que no debía volver a pasar por aquel lugar, que debía variar la rutina de mis itinerarios, que olvidara aquella esquina. Apartando apenas un resquicio las cortinas de la ventada del salón, espié el sonido de unos pasos furtivos que provenían de la calle oscura. Sólo alcancé a vislumbrar una sombra entre las sombras que se alejaba a toda prisa.
   Las semanas siguientes transcurrieron anodinas y grises. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Por un camino diferente. El café y la magdalena de la cafetería elegida para sustituir a la otra me entraban con un regusto amargo. Pero me mantuve firme en mi voluntad de no pasar por aquella esquina nunca más. Durante seis semanas. Pasado ese tiempo había enterrado el misterio en un olvido forzoso y volvía de la oficina sin ser consciente del camino elegido. Entré en la cafetería de siempre y la cajera, al verme entrar, me preguntó si había estado de vacaciones, que por qué llevaba tanto tiempo sin visitarlos. Súbitamente miré al frente y la esquina seguía allí. Y algo escrito en ella.
   Tardé más de lo habitual en dar cuenta de la cena. Al salir, indeciso sobre qué hacer, me llegué hasta la flor que imaginaba marchita. Una presencia se acercaba por la derecha y simulé pasar de largo hasta ver desaparecer al intruso, un tipo que andaba cabizbajo con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Volví a la esquina. ¿Por qué callamos? ¿Por qué no gritamos? Tenemos que decir basta. Era la misma letra. ¿Qué hacer?, escribí.
   El temor a que alguien me descubriera seguía atenazando mi voluntad, pero decidí luchar contra él y visitar todos los días aquella esquina. Fines de semana incluidos. Pasé horas sentado en la cafetería, pegado al ventanal, estudiando a las personas que pasaban por la calle, imaginando qué aspecto tendría mi interlocutor -¿o era interlocutora?-, fabricándome una idea, una personalidad, una imagen. Nunca vi que alguien se parara en la esquina y escribiera algo en ella. O leyera. El atardecer de un martes, antes de entrar en la cafetería, me acerqué a echar un vistazo y allí estaba, un nuevo mensaje con la familiar letra. Enterrar el miedo. Saqué el rotulador, escribí y me alejé presuroso sin pararme a cenar esa noche. ¿Cómo?
   Pasaron semanas mientras esperaba ansioso la respuesta. Todos los días visitaba aquella flor que empezaba a morir descolorida. Por la mañana al ir al trabajo. Por la tarde al volver. Sábados y domingos sin salir del barrio vigilando a todo el que pasara. Hasta una tarde de cielo encapotado en que, cuando ya casi alcanzaba la esquina, una silueta llamó mi atención. Fue un gesto, una intuición. Una gabardina oscura parecía ocultarse en un zaguán. Pasé de largo sin detenerme a mirar la pared pintada de blanco, sin manchas de humedad. Como recién nacida.

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