viernes, 27 de enero de 2012

La Tabla




     Cómo ha acabado braceando por su vida y pataleando por encontrar un punto de apoyo en el que descansar sus exhaustas extremidades poco importa. Flota a la deriva en medio del mar embravecido y poco acogedor en sus empujes y vaivenes. No recuerda haber caído por la borda de un navío, ni siquiera haber estado en uno. No tiene ni idea de adónde iba ni de dónde partió. Es un náufrago con pocas ganas y mucho frío a punto de ser derrotado por el pánico a morir. Por eso bracea y boquea como lo que es, un infeliz a punto de convertirse en aperitivo de olas y calamares que intenta con todas sus fuerzas mantenerse a flote. La ola que viene, y aquella que va, le impiden pensar con claridad. Mueve con frenesí brazos y piernas y mira al cielo porque no quiere mirar al suelo que no siente bajo sus pies, allí donde las manos frías y húmedas de la muerte le reclaman con la sonrisa de la victoria.
     Ha perdido la noción del tiempo que lleva luchando contra el abismo que lo reclama y sus fuerzas no son eternas, las siente menguar. Las bocanadas de aire se van espaciando y los buches de agua salada se suceden con mayor frecuencia provocándole arcadas traicioneras. Las fuerzas menguan. Siente la derrota en sus brazos y piernas que se acalambran, que ceden al agotamiento. Y el ánimo lo abandona. Echa una última mirada a su alrededor y sólo ve las crestas de las olas que le acechan y clavan en él sus aceros. Se deja llevar y se rinde. Deja de luchar y espera que, como ha oído en alguna ocasión, la muerte sea dulce y rápida. Se hunde. Se acabó. Saca por última vez la mano fuera del agua, postrera despedida, y sus dedos golpean algo sólido. Se aferra con violencia y, apoyándose en la tabla, saca la cabeza del agua. Una tabla. Al fin descansar. Es lo suficientemente grande como para encaramarse a ella y respirar el alivio que le invade. Una tabla.
     Una oportunidad.
    Descansa al fin y el calor del sol le devuelve de a poco unas esperanzas casi ahogadas. Se agarra a la tabla como lo que es, la salvación del último instante, la que le permite sostenerse sobre la vida separado apenas cinco centímetros de la muerte. La tarde cae por el horizonte sangrando al día que se va y la oscuridad lo envuelve en su manto de pesadillas e incertidumbres. Apenas duerme. Se aplasta contra la tabla, se estrecha contra ella, quiere hacerse uno con la solidez que lo mantiene a flote y teme cerrar los ojos para que el agotamiento no le haga perder su apoyo más preciado.
     Sueña oscuro.
     Sueña la vigilia.
     Sueña que cae.
     Abre los ojos y descubre que sigue encerrado en el océano. Tiene sed, pero sabe que beber el agua del mar sólo aceleraría el final y se contiene. Se incorpora  y mira el horizonte circular. Al menos la tabla aleja de él la humedad que lo espía. Algo chapotea cerca, pero no quiere pensar. Sus pensamientos se revelan contra él. No quiere imaginar animales que sabe que están ahí, rondando, o profundidades que busca evitar. Quiere centrarse en la oportunidad que la tabla le brinda. Sabe que, de no ser por ella, a estas horas estaría muerto y desconocidas alimañas se disputarían sus despojos. Tiene sed. Y el sol que antes lo reconfortó con su calidez ahora se vuelve inclemente. Los rayos caen sobre él aplastándolo contra la tabla que se vuelve parrilla.
     Nada hay a su alrededor.
     El mar. Sólo el mar.
     Tiene sed.
     La noche vuelve a caer y trae de nuevo una momentánea liberación de los barrotes del horizonte que ha hecho suyo. Ahora sólo está la tabla a la que sigue aferrado, su territorio a la deriva en el capricho de las corrientes por las que se deja llevar. Duerme. Pero esta vez no sueña. Sólo duerme y no sueña.
     El esparto de la sed lo despierta tironeándole de la garganta. La tentación de hundir los labios en la superficie fresca y cristalina lo arrastra fuera de la tabla, pero aún le quedan fuerzas para resistir y se tumba boca arriba. En el cielo se retiran las estrellas a sus descanso diurno. Ni una nube. Tiene sed. Cierra los ojos y no ve el sol alzar su vuelo en la lejanía. Aún no le araña con sus quemaduras, pero hace visible una vez más su encierro. Sabe que no tardará en empezar a morder, como sabe que éste es su último día. La lengua reseca se lo susurra y sus labios se contagian de la naturaleza de la madera que lo sostiene. Hunde la mano en el agua y se la pasa por la cara para rellenar con un escozor las grietas que siente abiertas. Entonces la ve.
     No está lejos, pero duda. Pudiera ser sólo un espejismo. Sabe que estas cosas pasan, que en su situación la locura llega a estar tan cerca de la cordura que a veces se confunden y suplantan. Tierra. Ve tierra. Y no está lejos. Comprueba también que la corriente que lo arrastra lo conduce hacia ella. Comienza a impulsarse con las manos en el agua, pero se va volviendo más y más espesa con el paso de los minutos hasta que cesa en su empeño y se deja llevar sin apartar la vista de la costa que se aproxima. Agarrado a la tabla, espera. Al menos la tabla. Sin ella, ya hace mucho que estaría muerto. Aplasta su mejilla contra la madera y la siente cálida y amiga. Cuando ve el fondo dibujarse, salta al agua y se mantiene a flote apoyándose en la tabla. Hace un último y desgarrado esfuerzo y se impulsa hacia la playa hasta que sus pies tocan la arena y se deja caer en la orilla.
     Intenta levantarse y no puede. Tiene sed. Aún conserva la tabla junto a él. Su salvadora. Su única amiga. Gracias a ella, al fin aquí. Sólo por ella, y sin ella nada.
     De pronto, otra vez la oscuridad.
     Al despertar no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente. La tabla sigue a su lado. Se levanta y camina alejándose de ella con pasos que se deslizan en una superficie de olas sólidas que lo desequilibran. Titubea un instante y se da la vuelta. La mira y tiene la tentación de recogerla y llevarla con él. Es su tabla, la que lo ha salvado. Sin ella nada. La mira durante unos instantes y toma la decisión de seguir su camino hacia la sombra refrescante de las palmeras y huir de los colmillos del sol. Deja la tabla atrás. Escucha el fluir de una corriente, la canción de un salto de agua. Tiene sed. Busca el origen del susurro y descubre un arroyo que repta entre las rocas. Hunde la cara en él y bebe. Al fin bebe. Con las rodillas hincadas en la corriente, olvida.
     La tabla reposa inmóvil en la arena húmeda de la orilla y la marea la va cercando, hasta que las olas comienzan a zarandearla y tiran de ella para devolverla al olvido.

domingo, 22 de enero de 2012

Sopa negra vs Realidades laterales

Ni creo que Manuel Vicent me lea en el blog, ni creo que necesite leerme  como una forma de obtener ideas para su columna semanal en la contraportada de EL PAÍS. Su talento como escritor y como columnista de una opinión original no tiene que demostrarle nada a nadie y lleva muchos años dando cuenta de su envidiable talento. Además, por lo que sé, los columnistas de los periódicos tienen escritos los textos que se publican al menos un par de semanas antes de su publicación. Pero a pesar de todo ello, qué sonrisa me ha arrancado Manuel Vicent durante la lectura de su columna semanal en EL PAÍS de hoy, Sopa Negra. En ella reflexiona en torno a esta extraña realidad que vivimos utilizando la sopa negra de la materia oscura del universo para hacer flotar sobre ella los ejemplos de esa extrañeza: los financieros que provocaron una crisis para obtener más beneficios, un PP que promete bajar los impuestos y los sube nada más llegar al poder y un juez que es procesado por las denuncias de los corruptos que él trató de perseguir. Incluso hace uso de la metáfora del otro lado del espejo para intentar explicar estos sinsentidos. Como yo.
Y qué quieren que les diga. Conforme leía la columna, una sonrisa iba aflorando a mis labios. Porque su texto se parece asombrosamente al que publiqué en el blog hace unos pocos días, el jueves 19 de enero.
Tampoco creo que tenga mucho de extraño. Esta insólita realidad nuestra pone al alcance de quien quiera verlas las mismas dosis de locura para todos. Las simientes inverosímiles han caído en terreno abonado para hacer florecer estas realidades laterales irrigadas por la sopa negra en la que las fuerzas misteriosas se mueven sin control. Y de ahí nacen estos dos textos hermanados. La próxima cerveza que me tome lo haré a la salud de don Manuel.
Al menos me queda el consuelo de poder demostrar que yo publiqué primero, y que lo que sería más lógico, pensar que yo copié, no lo es tanto.
Un afectuoso saludo, señor Vicent.

jueves, 19 de enero de 2012

Realidades laterales


Hoy me apetece algo diferente. Me apetece abandonar los caminos trillados y explorar el campo a través; darme la vuelta y contemplar el tramo ya recorrido desde otro punto de vista. Hoy quiero acompañar a Alicia en su excursión al otro lado del espejo, visitar universos nacidos del hastío que anhela una salida a esta realidad nuestra que ya no estimula. Hoy quiero fabular el revés de un mundo poco dado a la imaginación.
Qué aburrida me resulta la lectura de los periódicos a este lado de la realidad y me pregunto cómo sería vivir una existencia opuesta en la que una mañana nos levantáramos y, a la hora del café, leyéramos en primera página que el juez que destapó una trama de corrupción política y se propuso enchironar a los sinvergüenzas que arramblaron con decenas de millones se viera, a su vez, acusado por éstos y arrojado al banquillo de los acusados por tener los arrestos y la osadía de defender la gestión honrada de la res publica frente a quienes la ordeñan como propia. O que ese mismo juez quiso un día restañar heridas y sorber lágrimas indefensas para devolver a las familias los cuerpos y el recuerdo de los asesinados en una guerra que llegó a ser santa, y los verdugos de entonces, o sus descendientes ideológicos, lo llevaron a juicio por su empeño. Cómo sería entonces si los tribunales se prestaran a este retorcido juego y consintieran en acusar al acusador, retirarle sus funciones y convertirse en carpinteros de la infamia para levantar cadalsos de locura.
Cómo sería nuestro mundo si un candidato a presidente del gobierno jurara y perjurara ante la ciudadanía que, teniendo muy claro lo que hay que hacer para sacar al país de la crisis, jamás consentiría en subir unos impuestos que ahogarían a las clases medias y trabajadoras y lastrarían los tobillos del futuro económico hundiéndolo en la depresión. Cómo sería, digo, si esas mismas personas, por un suponer, una semana después de ganar las elecciones y constituirse en gobierno defensor de la austeridad y azote del despilfarro, esquivando la mirada directa de los afectados, subiera esos mismos impuestos a la mayoría silenciosa de la población con el argumento de que la cosa está jodida.
Cómo sería, en fin, vivir en un mundo en el que los malabaristas que manejan los destinos de las finanzas e inversiones internacionales convinieran en resucitar el golem de la crisis económica para sumar miles de millones a sus beneficios y socavar el bienestar de quienes acabarán pagando los intereses del desahucio.
Lo sé, debo de estar muy aburrido y me dejo llevar por ensoñaciones de realidades laterales ante la escasez de pensamientos laterales. Me surgen entonces ideas absurdas e imposibles, me asaltan sinsentidos que traspapelan la cordura en esta vorágine de sinvivires que habitamos. Son las ganas, que no cesan.
Alicia sostiene mi mano y me mira. Yo le sonrío, pero ella aprieta los labios y encoge los hombros. Qué raro eres, dice.

sábado, 7 de enero de 2012

Era más fácil

    Me habían dicho que recoger una, si te la encuentras en la calle, trae mala suerte. Pero era roja y pensé que quedaría bien prendida en la solapa de mi chaqueta. Cuando fui a engancharla junto al ojal, éste pasó a través del ojo y, tras él, la chaqueta entera. Perplejo, miré a mi alrededor. Nadie se había percatado de la escena. Me paré ante al reflejo de mi imagen en un escaparate para cerciorarme de que la chaqueta había desaparecido. A través del ojo de la aguja.
    Sosteniéndola entre los dedos me fui a casa intrigado. A ratos me miraba y palpaba con disimulo el pecho y los costados. Me costaba aceptar que la chaqueta (una chaqueta cara, además) no estaba. Va a ser verdad lo de la mala suerte, pensé.
    La dejé clavada en el estropajo de fregar los platos para evitar que la aguja y su ojo goloso engullera algo más. Bajo la ducha me convencí de que había sido una alucinación, de que había salido a la calle sin chaqueta, de que estaba perdiendo la cabeza. Me armé de valor y volví a cogerla con mucho cuidado. Para asegurarme de su inocencia acerqué el ojo al rollo de servilletas y, en cuanto entró en contacto con el papel, el cilindro blanco pasó a través de él y desapareció. Asustado, volví a clavarla en el estropajo y busqué por toda la cocina el rollo de papel. No estaba. Se había volatilizado. Sin saber qué pensar, me metí en la cama y, por primera vez desde que tenía tres años, dormí con la luz encendida.
    A la mañana siguiente seguía clavada allí. Roja. Brillante. Con su ojo. La idea fue repentina. Me vestí y salí a la calle. Tuve el cuidado y la precaución de mantenerla firme entre mis dedos alejada de cualquier contacto mientras viajaba en el tranvía. La parada del zoo estaba casi al final de la línea. Pasé frente al pabellón de las arañas, los cocodrilos, los hipopótamos y los elefantes hasta llegar al espacio acotado por una valla de madera en el que pacía tranquilamente. Tuve que comprar unas zanahorias para llamar su atención y esperé hasta tenerlo bien cerca. Sabía que los camellos escupen si se sienten amenazados, así que fui aproximando despacio, muy lentamente, la mano a su hocico. Cuando rozó uno de los pelos del bigote, el camello entero pasó a través del ojo de la aguja.
    De vuelta en casa encendí la tele. Todos los canales daban la noticia y las noticias no dejaban de llegar a todos los canales y redacciones. La mayoría de los países habían decretado el estado de alerta y los ejércitos buscaban la forma de coordinar sus acciones sin generales ni oficiales que los comandaran. Todos habían muerto repentinamente y al mismo tiempo. Los presidentes y jefes de estado de la mayoría de los países, los políticos, banqueros, empresarios y magnates de la comunicación y el petróleo, los generales y oficiales de todos los ejércitos, los agentes y especuladores bursátiles, los miembros de los consejos de dirección de las corporaciones financieras grandes, pequeñas y medianas. Decenas de miles de personas en todo el mundo.
    Los ricos y poderosos habían muerto de repente.
    Suspiré.