sábado, 7 de enero de 2012

Era más fácil

    Me habían dicho que recoger una, si te la encuentras en la calle, trae mala suerte. Pero era roja y pensé que quedaría bien prendida en la solapa de mi chaqueta. Cuando fui a engancharla junto al ojal, éste pasó a través del ojo y, tras él, la chaqueta entera. Perplejo, miré a mi alrededor. Nadie se había percatado de la escena. Me paré ante al reflejo de mi imagen en un escaparate para cerciorarme de que la chaqueta había desaparecido. A través del ojo de la aguja.
    Sosteniéndola entre los dedos me fui a casa intrigado. A ratos me miraba y palpaba con disimulo el pecho y los costados. Me costaba aceptar que la chaqueta (una chaqueta cara, además) no estaba. Va a ser verdad lo de la mala suerte, pensé.
    La dejé clavada en el estropajo de fregar los platos para evitar que la aguja y su ojo goloso engullera algo más. Bajo la ducha me convencí de que había sido una alucinación, de que había salido a la calle sin chaqueta, de que estaba perdiendo la cabeza. Me armé de valor y volví a cogerla con mucho cuidado. Para asegurarme de su inocencia acerqué el ojo al rollo de servilletas y, en cuanto entró en contacto con el papel, el cilindro blanco pasó a través de él y desapareció. Asustado, volví a clavarla en el estropajo y busqué por toda la cocina el rollo de papel. No estaba. Se había volatilizado. Sin saber qué pensar, me metí en la cama y, por primera vez desde que tenía tres años, dormí con la luz encendida.
    A la mañana siguiente seguía clavada allí. Roja. Brillante. Con su ojo. La idea fue repentina. Me vestí y salí a la calle. Tuve el cuidado y la precaución de mantenerla firme entre mis dedos alejada de cualquier contacto mientras viajaba en el tranvía. La parada del zoo estaba casi al final de la línea. Pasé frente al pabellón de las arañas, los cocodrilos, los hipopótamos y los elefantes hasta llegar al espacio acotado por una valla de madera en el que pacía tranquilamente. Tuve que comprar unas zanahorias para llamar su atención y esperé hasta tenerlo bien cerca. Sabía que los camellos escupen si se sienten amenazados, así que fui aproximando despacio, muy lentamente, la mano a su hocico. Cuando rozó uno de los pelos del bigote, el camello entero pasó a través del ojo de la aguja.
    De vuelta en casa encendí la tele. Todos los canales daban la noticia y las noticias no dejaban de llegar a todos los canales y redacciones. La mayoría de los países habían decretado el estado de alerta y los ejércitos buscaban la forma de coordinar sus acciones sin generales ni oficiales que los comandaran. Todos habían muerto repentinamente y al mismo tiempo. Los presidentes y jefes de estado de la mayoría de los países, los políticos, banqueros, empresarios y magnates de la comunicación y el petróleo, los generales y oficiales de todos los ejércitos, los agentes y especuladores bursátiles, los miembros de los consejos de dirección de las corporaciones financieras grandes, pequeñas y medianas. Decenas de miles de personas en todo el mundo.
    Los ricos y poderosos habían muerto de repente.
    Suspiré.

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