
Ha perdido la noción del tiempo que lleva luchando contra el abismo que lo reclama y sus fuerzas no son eternas, las siente menguar. Las bocanadas de aire se van espaciando y los buches de agua salada se suceden con mayor frecuencia provocándole arcadas traicioneras. Las fuerzas menguan. Siente la derrota en sus brazos y piernas que se acalambran, que ceden al agotamiento. Y el ánimo lo abandona. Echa una última mirada a su alrededor y sólo ve las crestas de las olas que le acechan y clavan en él sus aceros. Se deja llevar y se rinde. Deja de luchar y espera que, como ha oído en alguna ocasión, la muerte sea dulce y rápida. Se hunde. Se acabó. Saca por última vez la mano fuera del agua, postrera despedida, y sus dedos golpean algo sólido. Se aferra con violencia y, apoyándose en la tabla, saca la cabeza del agua. Una tabla. Al fin descansar. Es lo suficientemente grande como para encaramarse a ella y respirar el alivio que le invade. Una tabla.
Una oportunidad.
Descansa al fin y el calor del sol le devuelve de a poco unas esperanzas casi ahogadas. Se agarra a la tabla como lo que es, la salvación del último instante, la que le permite sostenerse sobre la vida separado apenas cinco centímetros de la muerte. La tarde cae por el horizonte sangrando al día que se va y la oscuridad lo envuelve en su manto de pesadillas e incertidumbres. Apenas duerme. Se aplasta contra la tabla, se estrecha contra ella, quiere hacerse uno con la solidez que lo mantiene a flote y teme cerrar los ojos para que el agotamiento no le haga perder su apoyo más preciado.
Sueña oscuro.
Sueña la vigilia.
Sueña que cae.
Abre los ojos y descubre que sigue encerrado en el océano. Tiene sed, pero sabe que beber el agua del mar sólo aceleraría el final y se contiene. Se incorpora y mira el horizonte circular. Al menos la tabla aleja de él la humedad que lo espía. Algo chapotea cerca, pero no quiere pensar. Sus pensamientos se revelan contra él. No quiere imaginar animales que sabe que están ahí, rondando, o profundidades que busca evitar. Quiere centrarse en la oportunidad que la tabla le brinda. Sabe que, de no ser por ella, a estas horas estaría muerto y desconocidas alimañas se disputarían sus despojos. Tiene sed. Y el sol que antes lo reconfortó con su calidez ahora se vuelve inclemente. Los rayos caen sobre él aplastándolo contra la tabla que se vuelve parrilla.
Nada hay a su alrededor.
El mar. Sólo el mar.
Tiene sed.
La noche vuelve a caer y trae de nuevo una momentánea liberación de los barrotes del horizonte que ha hecho suyo. Ahora sólo está la tabla a la que sigue aferrado, su territorio a la deriva en el capricho de las corrientes por las que se deja llevar. Duerme. Pero esta vez no sueña. Sólo duerme y no sueña.
El esparto de la sed lo despierta tironeándole de la garganta. La tentación de hundir los labios en la superficie fresca y cristalina lo arrastra fuera de la tabla, pero aún le quedan fuerzas para resistir y se tumba boca arriba. En el cielo se retiran las estrellas a sus descanso diurno. Ni una nube. Tiene sed. Cierra los ojos y no ve el sol alzar su vuelo en la lejanía. Aún no le araña con sus quemaduras, pero hace visible una vez más su encierro. Sabe que no tardará en empezar a morder, como sabe que éste es su último día. La lengua reseca se lo susurra y sus labios se contagian de la naturaleza de la madera que lo sostiene. Hunde la mano en el agua y se la pasa por la cara para rellenar con un escozor las grietas que siente abiertas. Entonces la ve.
No está lejos, pero duda. Pudiera ser sólo un espejismo. Sabe que estas cosas pasan, que en su situación la locura llega a estar tan cerca de la cordura que a veces se confunden y suplantan. Tierra. Ve tierra. Y no está lejos. Comprueba también que la corriente que lo arrastra lo conduce hacia ella. Comienza a impulsarse con las manos en el agua, pero se va volviendo más y más espesa con el paso de los minutos hasta que cesa en su empeño y se deja llevar sin apartar la vista de la costa que se aproxima. Agarrado a la tabla, espera. Al menos la tabla. Sin ella, ya hace mucho que estaría muerto. Aplasta su mejilla contra la madera y la siente cálida y amiga. Cuando ve el fondo dibujarse, salta al agua y se mantiene a flote apoyándose en la tabla. Hace un último y desgarrado esfuerzo y se impulsa hacia la playa hasta que sus pies tocan la arena y se deja caer en la orilla.
Intenta levantarse y no puede. Tiene sed. Aún conserva la tabla junto a él. Su salvadora. Su única amiga. Gracias a ella, al fin aquí. Sólo por ella, y sin ella nada.
De pronto, otra vez la oscuridad.
Al despertar no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente. La tabla sigue a su lado. Se levanta y camina alejándose de ella con pasos que se deslizan en una superficie de olas sólidas que lo desequilibran. Titubea un instante y se da la vuelta. La mira y tiene la tentación de recogerla y llevarla con él. Es su tabla, la que lo ha salvado. Sin ella nada. La mira durante unos instantes y toma la decisión de seguir su camino hacia la sombra refrescante de las palmeras y huir de los colmillos del sol. Deja la tabla atrás. Escucha el fluir de una corriente, la canción de un salto de agua. Tiene sed. Busca el origen del susurro y descubre un arroyo que repta entre las rocas. Hunde la cara en él y bebe. Al fin bebe. Con las rodillas hincadas en la corriente, olvida.
La tabla reposa inmóvil en la arena húmeda de la orilla y la marea la va cercando, hasta que las olas comienzan a zarandearla y tiran de ella para devolverla al olvido.