viernes, 11 de marzo de 2011

De Irán al cielo de Madrid

   En el año 2004 hice con unos amigos un viaje por Irán (por cierto, país que encantó mis sentidos y que aconsejo visitar si se tiene la oportunidad; por su gente, por su historia, por su cultura, por su todo) y recorrí algunos de los escenarios en los que se fraguó la historia de occidente. Hubo gente que al saber de mis planes se preocupó. ¿A Irán? ¿Estás loco? Puede que no vuelvas, llegó a decirme alguien medio en broma medio en serio, dando pábulo a la idea de que en Irán reside la causa de todo mal. Irán, qué maravilloso país. Isfahán, ciudad de ensueño. Deambular por sus calles me hizo sentir como un personaje de las Mil y Una Noches.
   Pero llegó el momento de volver a casa volando desde Teherán a Atenas, donde hicimos una escala de media hora sin salir del avión, y de ahí al cielo de Madrid, ciudad a la que llegamos sobre las dos de la tarde de un 11 de marzo (de 2004). Antes de llegar ya sabíamos que algo había pasado, algo demasiado inconcebible. Durante el tiempo de escala técnica en Atenas muchos pasajeros aprovecharon para llamar a su gente del otro lado y la noticia se extendió por el avión como una de las ondas expansivas de los trenes. Fue un día de contrastes. De Irán a Grecia, el pasaje disfrutaba en alegre y animada conversación, reviviendo las nuevas experiencias y anécdotas; como cuando Carlos pidió en un establecimiento de comida rápida persa una especie de bocadillo combinado de pan pitta sin picante, sin nada de picante, y el camarero, con una sonrisa socarrona, le sirve lo pedido. Al primer bocado, Carlos se quema la lengua, el paladar y la garganta y le suelta una bronca de narices al cabrón del camarero gracioso. El mío era con picante, con mucho picante. Y bien rico que estaba. A partir de Atenas, el avión voló en silencio. Me pareció que hasta las turbinas de los motores se esforzaban por trabajar cabizbajas arrastrando su desconcierto. Masticábamos la noticia intentado entender algo, completamente descolocados. Setenta y dos muertos nos habían dicho por teléfono. Y esos muertos eran demasiados para nuestra perplejidad. En un momento dado, una de las azafatas (que no eran españolas; no recuerdo la línea aérea, pero era extranjera) se sentó en el asiento libre a mi lado (me gusta viajar en la salida de emergencias) y me miró a los ojos. Yo la miraba a ella y no nos dijimos nada. Sólo nos mirábamos a los ojos.
   Normalmente, cuando llegamos a Barajas de un viaje, el grupo de amigos nos solemos despedir en el mismo aeropuerto. Unos siguen camino hacia Canarias, otros hacemos una noche como mínimo en Madrid porque tenemos familia que allí vive. Aquel día, los que nos quedábamos en la capital pensamos que lo más correcto sería coger un taxi para llegar a nuestros destinos, suponiendo que el Metro estaría fuera de servicio. Pero allí estaba mi hermana Anabel en la puerta de llegada cuando salimos con nuestros bártulos. Apareció por sorpresa, nadie la esperaba. Como vivía en Malasaña sabía bien cómo estaba la cosa y nos dijo que de taxis nada, que mejor el Metro, que las calles principales de la ciudad estaban cerradas al tráfico para garantizar el paso rápido de los vehículos de urgencia. Y no, no son setenta y dos muertos, nos dijo, son muchos más. Cargados como estábamos con nuestros equipajes, caminamos hasta la estación de Metro y cada mochuelo a su agujero. Llegué a casa de mi hermana, solté la mochila y salimos a la calle. He paseado por las calles de Madrid muchas veces. Siempre me ha llamado la atención, chico de provincias que soy, que la gente de la gran ciudad camina rápido por las calles, se amontona en los pasos de peatones y se abalanza hacia la otra orilla cuando el muñequito se pone verde, casi sin tiempo de llegar. En aquella ocasión algo había cambiado. Los caminantes nos cruzábamos y nos mirábamos a los ojos. Como con la azafata. No nos hablábamos, pero nos mirábamos directamente a los ojos y con eso nos lo decíamos todo. Recuerdo que pensé en lo que me habían dicho antes de partir hacia Irán, y resulta que el peligro estaba en unos vagones de tren abarrotados de trabajadores y estudiantes en el centro de Madrid. Era consciente de estar paseando por una ciudad herida, sangrante, en estado de choque. En la Puerta del Sol nos unimos a la concentración espontánea y silenciosa que se formó sin convocatoria. Maldita la falta que hacía que nadie la convocara. Allí ya estábamos nosotros, empezando a digerir lo que había pasado. Todos menos las ciento noventa y una personas que ya no estaban.
    Hoy sólo quiero recordar a esas ciento noventa y una personas. Y a todas aquellas otras que no murieron en los vagones pero a las que el tiempo se detuvo hace siete años la mañana de un jueves casi primaveral y cada día se levantan con el dolor de la pérdida sabiendo que es para siempre.
    Un fuerte beso y un abrazo a todos.


2 comentarios:

  1. Algo querido amigo que jamás debemos olvidar.

    Saludos desde la distancia más cercana

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  2. Cierto, amiga. Olvidar, nunca.
    Saludos a ti también y encantado de volver a recibirte por aquí.
    Un beso.

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