martes, 21 de diciembre de 2010

Soy ellos y algo más



   Creo que Los Cinco fueron los primeros. Las peripecias de Ana, Dick, Julian, George y el infatigable Tim me introdujeron en el mundo de la lectura de la mano de Enid Blyton. Muchas noches incluso con una linterna, debajo de las mantas, cuando mis padres me obligaban a acostarme y apagar la luz y yo escondía mis lecturas hasta bien entrada la medianoche. No teníamos muchos libros en casa, y esas aventuras llegué a leerlas unas quince veces cada una.
   Luego descubrí que los tesoros existen junto a Jim Hawkins y Long John Silver, y vino a mi encuentro Tom Sawyer con sus amigos Becky y Huckleberry Finn, y D'Artagnan con sus mosqueteros. Y empecé a acumular libros que me abrían otros mundos, otros paisajes y otras vidas. Jean-Baptiste Grenouille me intrigó entre sus sombras, y muchos otros se han ido acumulando en mi interior como los estratos multicolor que quedan a la vista en la montaña tras un corrimiento de tierras. Uno tras otro, aventura tras aventura, han ido marcando los universos interiores que voy arrastrado por la vida.
   Y cuando llegaron los Buendía decidí que yo también quería inventar nuevos mundos y fantasías que fueran mías para poder brindarlas a un hipotético lector. Quería ascender a los cielos entre sábanas blancas como Remedios La Bella. Quería liderar un ejército de ciegos como hizo Saramago. Quería visitar casas de espíritus, y sumarme a la Compañía del Anillo hasta los territorios de Sauron con Gandalf como guía, y sentarme un atardecer a conversar con el convencional G y Jean Valjean, y conocer a Lisbeth Salander para mostrarle mi amor por ella, y acompañar a Íñigo en las correrías de Alatriste, y tenerla también en mis brazos, en noches como esta, para que mi alma no se conforme con haberla perdido, y ser llorando el hortelano de la tierra que ocupa y estercola el amigo fiel, y que nadie me grite que la vea, su sangre sobre la arena. Y ser casi muerte y casi frío.
   Quería ver gigantes, no molinos.
   Mucha gente me dice que para qué los quiero. Una vez leídos no hacen otra cosa que acumular polvo en las estanterías. Pero yo aprendí a gozar del tacto de sus palabras y sus historias, y siento que si me deshago de uno de ellos pierdo algo en el camino.
   Esos estratos literarios se me acumulan, pues, en el interior y en mi exterior. Hasta el punto de que he tenido que construirles un espacio propio, el más amplio de la casa, para que, juntos, conversen entre ellos y compartan sus personajes, traben nuevas amistades y, muy probablemente, viejas enemistades. Para sentarme entre ellos y escuchar el rumor lejano de sus batallas, sus risas y sus llantos. Porque en este mundo, cada vez más fachada y oropel, quiero estar en la remota aldea que resiste ahora y siempre al invasor. Porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra.

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