sábado, 4 de diciembre de 2010

Cortinas rojas

   Fui incapaz de pegar ojo en toda la noche. Las imágenes del día pasaban ante mí como proyectadas en la pantalla de un cine interior. El sonido de los aviones y los tanques bombardeando el Palacio de la Moneda retumbaban en mis oídos. Y la voz aguda y presurosa del locutor de radio que informaba de la entrada de los milicos, de los tiros apagados en el interior de la casa del presidente,  de grupos de asalto que entraban en los edificios y salían con los ocupantes maniatados, pateados, sonámbulos. Y las marchas militares que enmudecieron a cañonazos las ondas.
    Entre Alfredo y los otros me obligaron a permanecer en el piso de María toda la noche. Ellos la pasaron acumulando papeles, libros, legajos, manuscritos, archivos, dibujos, pósteres. Todo el trabajo de los últimos tres años. Actas de los comités, documentos de los congresos, propuestas parlamentarias. Todo.
    -No puedes salir ahora, mujer -se empeñaba en repetirme una y otra vez María-, estando la cosa como está. Julio es mayorcito para cuidarse sólo. No te preocupes. No pienses más en eso.
    Que no pensara, que me relajara, que descansara. Que durmiera un rato, anda.
    Pero yo sentía, sabía, que algo le había pasado. De pronto, todos sus besos, sus abrazos, sus caricias, las veces que me susurró al oído, se acumulaban en mi garganta estrangulada. Y no era capaz de llorar. Porque las lágrimas que me subían del pecho se acumulaban en la tráquea impidiéndome el habla. Y cuanto más empujaba mi corazón para obligarlas a salir, más se atoraban e interferían incluso el paso del aire.
    Por la mañana, aprovechando un descuido del grupo, que discutía en voz baja la forma de bajar las cajas al coche y llevarlas a lugar seguro donde esconderlas o destruirlas, abrí la puerta del pisito y salí a la calle. Sentí que el aire frío de la mañana no llegaba a llenar por completo mis pulmones oxidados. Con pasos apresurados y disconformes emprendí el camino de vuelta a casa, a Julio. Recuerdo vagamente haberme cruzado con personas que se paraban a mi lado y me tendían una mano temblorosa que yo ignoré una y otra vez. Mantenía la vista fija en la plaza Libertador, dos cuadras más abajo. Al otro lado se alzaba el edificio gris. Nuestro alegre mundo gris, como a Julio le gustaba llamarlo. La ventana del salón, aquella de la esquina, estaba cerrada. Sus cortinas rojas se enredaron en el nudo de mi garganta haciéndolo aún más sólido, más impenetrable. Él siempre las abría al despertar. Mis piernas cruzaron la plaza sin sentir la hierba, y el nudo me guiaba hacia el zaguán tirando de mí con fuerza.
    En el momento de poner la mano en la puerta ésta se abrió de golpe y pude ver mi rostro deformado en las gafas del militar que tenía delante.
    -¿Señorita Pláyeres? ¿Mirella Pláyeres? Hemos estado toda la noche esperándola. No diga nada. Tiene que venir con nosotros.
    Mis rodillas de gelatina dejaron de sostenerme y tuve que apoyarme en el quicio de la puerta para no caer. Me llevé la mano a la boca para enterrar un último gemido. Fue entonces cuando el dique que había estado toda la noche ahogándome cedió al empuje de un último latido y se desbordó sobre los hombros del soldado que me arrastraba hacia el furgón oficial, derramándose por todas las calles de Santiago.

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