jueves, 5 de agosto de 2010

Danae



   Acrisio, rey de Argos, entró en palacio con la mirada perdida en el miedo y el terror. Ni siquiera la dulce Eurídice, su esposa, a pesar de sus esfuerzos, consiguió calmar su ánimo. Volvía de un largo viaje que le había llevado a visitar un oráculo lejano al que pidió ayuda y consejo, pues no tenía hijos varones que le sucedieran en el trono.
   Acrisio no atendía a razones. Arrastraba su corpulencia en dirección a las estancias de su hija Danae. Alzaba la voz, empujaba a los esclavos y sirvientes que le salían al paso y gritaba el nombre de su hija.
   Cuando estuvo ante la joven, incapaz de controlar su ira, le gritó que no quería volver a verla jamás, que sería confinada en lo más alto de la torre hasta el día de su muerte.
   De nada sirvieron los lamentos de Danae y las súplicas de Eurídice. La joven princesa, por orden del rey, fue llevada a su encarcelamiento por la guardia personal del monarca y se le prohibió todo contacto con cualquier persona que no fuera la anciana esclava a la que se encargó la tarea de llevarle un plato de comida al día.
   Ya en sus habitaciones privadas, Eurídice supo de su marido que el antiguo oráculo había pronosticado que Acrisio sería muerto en el fin del mundo a manos del hijo de su hija.
   La prisionera Danae aceptó lo inevitable de su situación y se dispuso a pasar su primera noche de confinamiento. Era una joven de tez clara, broncíneo cabello de fantasía y unos ojos que reflejaban el azul de las profundidades marinas.
   Desde lo alto del Monte Olimpo, Zeus contempló, entre divertido y curioso, el devenir de los acontecimientos. Fue entonces cuando, al contemplar a Danae sola en su celda oscura, se sintió cautivado por su belleza y la deseó.
   Zeus se sabe el más grande entre los dioses y no conoce de impedimentos que dificulten sus actos y decisiones. Esperó a que Danae se durmiera y, transformado en una fina y delicada lluvia dorada, descendió sobre ella y, con suavidad, acarició aquellos cabellos sedosos y brillantes, se deslizó por su rostro rozando apenas una piel que se erizaba y avanzó por el cuello aspirando el aroma de la juventud, la belleza y la mortalidad al tiempo que Danae gemía en sueños y se retorcía en su lecho. Zeus, arrastrado por el deseo, exploró los secretos de unos pechos ardientes, deseables y deseosos, se abrió camino hacia el vientre, alcanzó la entrepierna de la joven, abrazando las voluptuosas formas de sus caderas, y la poseyó.
   Danae no despertó de su profundo sueño. Elevó la intensidad de sus gemidos, y su cuerpo, ajeno ya por completo a ella, respondió apasionado al contacto, se abandonó a las sensaciones arrebatadas que la invadían y, en el momento del éxtasis, cuando la simiente divina explotaba en su interior, sus dedos crispados hicieron ver a Zeus la intensidad y profundidad de su placer.
   Una vez saciada, igual que había llegado, la apasionada lluvia de oro se retiró con lentitud, entreteniéndose en prodigar sutiles caricias sobre la piel de Danae.
   Así fue como se gestó el nacimiento de Perseo, hijo de Danae y Zeus, nieto de Acrisio y Eurídice. Con el paso de los años, aquel joven habría de cumplir la profecía del oráculo cuyo anuncio, tiempo atrás, dio comienzo a la historia de su propio nacimiento.
 

2 comentarios:

  1. Geniales las ilustraciones y la historia, pero de donde has sacado este texto. Nunca oí esta parte del mito tan explicitamente. Gracias!

    -David Sakata

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  2. El cuadro de Gustav Klimt siempre me cautivó por la intensidad que transmite. Y por la belleza de la joven. Un día quise escribir la historia a pesar de saber que estaba mil veces escrita. El texto, pues, es mío de la primera a la última letra, amigo David.
    Gracias a ti por tu visita y tu comentario.
    Un saludo.

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