viernes, 18 de abril de 2014

Cien y los años que hagan falta

   La muerte hace que las ausencias, de repente, pesen como una losa que aplasta nuestras conciencias. Es uno de sus efectos. Evitamos pensar en ella como si su sola mención pudiera de algún modo conjurarla y hacerla presente, cuando la realidad es que nunca se marcha y siempre estará.

   Al saber que había ingresado en un hospital por sus complicaciones de salud, quise pensar que Gabriel García Márquez era eterno, se recuperaría y volvería a verlo sonreír haciendo hola con la mano en alto a quienes siempre quisimos estar a su lado para devolverle la sonrisa. Sabía que no era tan puro, por lo que no podría ascender a los cielos en cuerpo mientras tendía las sábanas blancas en el patio de su casa. Y eso me transmitía tranquilidad. Es perro viejo y humilde, así que eso no pasará, me decía y me convencía. De su alma nunca me preocupé. Ella permanecerá para siempre conmigo porque nunca podré olvidarlo, y no desaparece quien está siempre presente. Era su cuerpo ajado y enfermo el que despertaba mis miedos, el que desviaba mi atención hacia esos mundos mágicos que un día hice míos porque entendí desde la primera vez que él los regalaba a quienes quisieran instalarse en ellos. A quienes quisimos hacerlos nuestros.

   Pero la muerte es así de puñetera, y ayer, pocas horas después de leer que un físico teórico ─Robert Lanza─ sostiene de forma científica que la muerte no existe, ésta se me hizo presente con esa particular forma suya de hacer las cosas. Una amiga me avisó por teléfono. Dime que no es verdad lo que acabo de oír. Dime que no, Miguel. Y ya estaba todo dicho. El corazón de Gabriel dejó de latir y, con el de él, un poco el mío.

   Se me fue Gabriel.

   Tenía dieciséis años cuando cogí por primera vez el libro del que tanto oí hablar en el instituto. Muchos años después, ante el pelotón de fusilamiento, Gabriel García Márquez habría de cogerme por el cuello para no volver a soltarme. Quedé hipnotizado por sus palabras desde la primera página, a pesar de que muchos me decían que era un libro difícil de leer. Recuerdo aquel sillón en el salón de mi casa en el que pasé horas con la nariz metida entre las páginas, ajeno a todo lo demás al descubrir un viejo galeón español encallado en el desierto. Recuerdo cómo me enamoré de Remedios y cómo a mí también me miraba con el desdén de quien nada sabe de pasiones mundanas. Recuerdo la cantinela del clocló de los huesos de mis antepasados detrás de las paredes. Una tierra miserable que a todos nos alcanza. Y unos pececitos de oro engarzados en la mirada reprobadora de Úrsula Iguarán. Y el laboratorio de alquimista en el que deduje que era la Tierra la que giraba en torno al sol y no al revés. Y unas guerras interminables que sólo alcanzaron a matar ilusiones. Y recuerdo el torbellino final, el que todo borró de la faz de la tierra para condenar a mi estirpe a cien años de soledad por más que yo hacía sonar la campanilla para avisar a todos de que estaba sano y no quería irme jamás de Macondo.

   Cuando cerré el libro sentí como si aquel torbellino me hubiera devuelto con violencia al sillón en el salón de casa en contra de mi voluntad. Con un escalofrío que recorrió mi cuerpo dije en voz alta Yo quiero hacer esto, y sentí que Gabriel García Márquez me paría por segunda vez.

   Lo adopté como padre.

   Desde entonces he querido mandarle cartas al coronel, he intentado una y mil veces avisar a Santiago Nasar y he llorado junto a Florentino Ariza por todos lo amores contrariados de nuestras vidas y todas las Fermina Daza que he conocido y me quedan por conocer.

   Ayer se me murió mi padre.

  Han pasado muchos años desde aquella primera visita a la aldea de la mano de Gabriel. Con el tiempo conseguí reunir el dinero suficiente para comprar un pequeño solar en una esquina abandonada de Macondo. Me construí una casita que encalé de blanco y decoré con geranios en las ventanas. De vez en cuando viajo hasta allí y me siento en la puerta a tomar mate y oír el agua diáfana precipitarse por el lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.

   Ayer se me murió mi padre y siento que las palabras se nos han quedado huérfanas y tendremos que señalarlas con el dedo para reconocerlas.

   Hoy tu pesada ausencia me duele, padre.


   Me niego a decirte adiós.

2 comentarios:

  1. Allá dónde esté, te esperará, y te recibirá con su mano en alto y su sonrisa. Luego te señalará con el dedo, porque no hará falta que diga nada más, y Nena Daconte y Úrsula, y el Coronel y todos, sabrán quien eres, el hermano adoptivo, el que tanto los cuido en el sofá, en las cafeterías, en sus viajes, y en sus visitas a Macondo. Mientras, aquí tienes una hermana adoptiva también para que le hagas de guía en sus lecturas, en tus escritos, en tus enseñanzas, y en Macondo.

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    1. Gracias, Aurora.
      Por tus palabras y por tus deseos.
      Es un lujo tenerte. Gracias también por eso. Cuando quieras te invito a mi casa en Macondo y paseamos por sus calles y sus sueños inmortales.
      Un beso.

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