miércoles, 2 de febrero de 2011

El perro de don Miguel

   El humo del cigarro ascendía lento hacia el techo mientras contemplaba el parque a través de la ventana de mi habitación, ajeno a sus espirales y cabriolas. Las gotas de lluvia se deslizaban por el cristal; unas lentas, como temiendo llegar al final, otras acelerando su bajaba conforme deglutían otras gotas retrasadas. Aplasté la colilla en el improvisado cenicero del papel albal que envolvía uno de los bocadillos que había llevado a la excursión. Mis padres no sabían entonces que ya fumaba.
   Había escampado, así que decidí salir a dar una vuelta. Era tarde, no había nadie en casa y no tenía ganas de encender la tele hasta que mis padres llegaran. No podía quitarme de la cabeza la imagen de Natalia haciendo adiós con la mano mientras subíamos a la guagua. Se supone que ella tenía que haber venido con nosotros, pero a última hora dijo que le dolía la cabeza, que se quedaba. Y no supe reaccionar a tiempo. Si me apunté al pateo por el monte fue porque sabía que ella vendría. Durante todo el día me reproché no haber tenido los reflejos suficientes para ofrecerme a acompañarla a casa. Y los chicos lo notaron. No dejaron de meterse conmigo en todo el día. Decían que estaba pasando una de mis rachas de mala leche y que mejor me hubiera quedado en casa. Mala leche la que me entraba cuando los veía reírse.
   Las calles de La Laguna estaban vacías. Nadie se aventuraba por ellas en medio del frío de la tarde. Al llegar a San Agustín, doblé hacia arriba. Andaba cabizbajo, con las manos en los bolsillos palpando el paquete de cigarros sin decidirme a encender uno. Me vino a la cabeza la imagen de Unamuno, aquella de una calle larga de La Laguna con un cura y un perro al fondo. El alumbrado estaba encendido y la luz se reflejaba en las aceras húmedas por la lluvia recién caída. El olor a humedad se me metía entre la ropa. Casi sin darme cuenta, me encontré ante el banco de la Junta Suprema, el mismo en el que nos sentamos aquel sábado Natalia y yo, cuando le dije lo que sentía por ella. Encajó mis palabras con naturalidad, pero me dijo que estaba con alguien. Me senté en el frío banco mientras sus palabras se repetían en mi mente una y otra vez. No conseguía quitarme de la cabeza los intentos vanos por llamar su atención aquellos días.
   Encendí el cigarro.
   La piedra del banco empezaba a calarme los pantalones y eché a andar en dirección al Camino Largo. Imaginaba que la tenía a mi lado, que me cogía la mano y me miraba a los ojos mientras me sonreía. Soñaba que le gustaba pasear conmigo, con encontrármela detrás de cada esquina. Y planeaba qué palabras le diría, con qué miradas le hablaría. Saboreaba los besos que nunca le daría. Al llegar al castillo del camino, un perro se paró a mi lado moviendo la cola. Lancé la colilla contra una palmera y lo miré a los ojos.
   -¿Qué? ¿Dónde dejaste a don Miguel?

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