domingo, 3 de febrero de 2013

Adiós, camarada.




     La primera vez que lo vi arrastraba tras él una melena blanca y un maletín del que asomaban papeles y legajos que desordenaba como nadie. Fue en su despacho de abogado, y la gente hacía cola para ser recibida. Las paredes del local estaban atiborradas de cuadros y pinturas de todos los estilos que los artistas le regalaban, porque siempre había alguien que le agradecía algo: un buen consejo, una sonrisa o, simplemente, un tranquilo, que todo se va a solucionar. Nunca supo decir que no a nadie, y estiraba el tiempo para hacer hueco a todos.
     Cuando me lo tropezaba por la calle, yo sabía que me echaría el brazo por el hombro y, bajando la cabeza junto a mi oído, me pondría al día de la última broma o de las últimas noticias. Era un gustazo encontrarme con él. Me hablaba de sus ideas para una nueva novela ─era un buen escritor─, y me animaba a enfrentarme a las mías aconsejándome. Que no dejara de escribir, me decía, que no lo dejara.
     Un día nos dijeron que estaba enfermo y empezamos a sentirnos un poco huérfanos. Pero era él quien animaba a las visitas que recibía. Aquí no pasa nada, decía con el ánimo y la sonrisa socarrona que regalaba a todos, amigos y no tan amigos.
     Miguel Ángel Díaz Palarea ha muerto hoy.
   Y no sé, siento que se marcha uno de los grandes, un irreductible, un comprometido, un trozo de la aventura de vivir.
     Sólo se me ocurren dos palabras que decir. Las mismas que él me decía cuando nos despedíamos.
     Adiós, camarada.

1 comentario:

  1. El padre de Miguel Ángel era mi médico. Ejerció hasta que tenía más de 80 años y hacía varias de las mismas cosas que cuentas aquí. Nos dejó con la misma sensación de orfandad cuando falleció. También se fue poco a poco.

    ResponderEliminar