miércoles, 17 de noviembre de 2010

Corazón de azucena


   Quizá sea porque moriste en mis manos aquel día de comienzo de curso. Entonces no supe intuir lo que llegó a ser inevitable, cuando el profesor cerró su carpeta, se la puso bajo el brazo y nosotros nos levantamos armando el jaleo de la despedida. Tú me mirate y yo te disparé. Porque me dio por ahí, te dije aquella noche. Tú te hiciste la muerta y nos reímos desde la distancia.
   ¿Cuánto tiempo pasó después? ¿Dos semanas? ¿Tres? No lo recuerdo. Ya sé que tú sí. Nos encontramos en la cafetería de la facultad y me preguntaste qué tal llevaba el examen de Político. No era la primera vez que oía tu voz. Ya la conocía de beber tus palabras en clase aunque no era a mí a quien las dirigías. Pero sí fue la primera vez que clavaste en mí tu mirada de jade y me envolviste con la música de esa voz tuya de campanillas, cristalina como el susurro del vuelo de un hada.
   Luego pasó noviembre. Y las navidades. Y las frías tardes de enero. Y cuando llegó el carnaval ya éramos buenos compañeros y nos solíamos reunir con Ana, con Dumpi, con Alessio y los demás. ¿Recuerdas? Pero con Marco nunca. Él te pertenecía sólo a ti. A veces, pocas veces, contabas algo sobre él, sobre ti, pero Marco nunca entró en el espacio que atravesaba nuestra amistad. Por eso no estaba aquella noche de carnaval, cuando te dije que te disparé con mi dedo índice convertido en infantil pistola porque me dio por ahí. Cuando recordamos viejas historias de clase que siempre protagonizaste tú mientras yo te observaba desde las sombras. Cuando te abracé por primera vez bajo el atestado chiringuito y pude sentir en mi pecho tu corazón de azucena. Cuando mis labios descubrieron, al fin, la hoguera de tus besos. La música sonaba tan alta que se apelotonaba en nuestros sentidos haciendo imposible discernir la melodía, y la muchedumbre multicolor gritaba, cantaba y reía. El sonido de la fiesta caía enorme, en forma sólida, sobre nosotros y nos aislaba de los demás, taponaba nuestros ojos y oídos encerrándonos en una pétrea barrera impenetrable que ocultaba al mundo nuestras caricias y mis ansias de ti.
   De repente me miraste. Y en tu mirada descubrí, desolado, el miedo que albergabas. Sin apartar tus ojos, retrocediendo con pasos lentos, te fuiste alejando de mis deseos, te abriste paso en la cascada sonora que nos aplastaba y la algarabía de la fiesta se hizo a un lado para cubrirte la huida.

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