La muerte hace que las ausencias, de
repente, pesen como una losa que aplasta nuestras conciencias. Es uno
de sus efectos. Evitamos pensar en ella como si su sola mención
pudiera de algún modo conjurarla y hacerla presente, cuando la
realidad es que nunca se marcha y siempre estará.
Al saber que había ingresado en
un hospital por sus complicaciones de salud, quise pensar que Gabriel
García Márquez era eterno, se recuperaría y volvería a verlo
sonreír haciendo hola con la mano en alto a quienes siempre quisimos
estar a su lado para devolverle la sonrisa. Sabía que no era tan
puro, por lo que no podría ascender a los cielos en cuerpo mientras
tendía las sábanas blancas en el patio de su casa. Y eso me
transmitía tranquilidad. Es perro viejo y humilde, así que eso no
pasará, me decía y me convencía. De su alma nunca me preocupé.
Ella permanecerá para siempre conmigo porque nunca podré olvidarlo,
y no desaparece quien está siempre presente. Era su cuerpo ajado y
enfermo el que despertaba mis miedos, el que desviaba mi atención
hacia esos mundos mágicos que un día hice míos porque entendí
desde la primera vez que él los regalaba a quienes quisieran
instalarse en ellos. A quienes quisimos hacerlos nuestros.
Pero la muerte es así de puñetera,
y ayer, pocas horas después de leer que un físico teórico ─Robert
Lanza─ sostiene de forma científica que la muerte no existe, ésta
se me hizo presente con esa particular forma suya de hacer las cosas.
Una amiga me avisó por teléfono. Dime que no es verdad lo que acabo
de oír. Dime que no, Miguel. Y ya estaba todo dicho. El corazón de
Gabriel dejó de latir y, con el de él, un poco el mío.
Se me fue Gabriel.
Tenía dieciséis años cuando cogí
por primera vez el libro del que tanto oí hablar en el instituto.
Muchos años después, ante el pelotón de fusilamiento, Gabriel
García Márquez habría de cogerme por el cuello para no volver a
soltarme. Quedé hipnotizado por sus palabras desde la primera
página, a pesar de que muchos me decían que era un libro difícil
de leer. Recuerdo aquel sillón en el salón de mi casa en el que
pasé horas con la nariz metida entre las páginas, ajeno a todo lo
demás al descubrir un viejo galeón español encallado en el
desierto. Recuerdo cómo me enamoré de Remedios y cómo a mí
también me miraba con el desdén de quien nada sabe de pasiones
mundanas. Recuerdo la cantinela del clocló de los huesos de mis
antepasados detrás de las paredes. Una tierra miserable que a todos
nos alcanza. Y unos pececitos de oro engarzados en la mirada
reprobadora de Úrsula Iguarán. Y el laboratorio de alquimista en el
que deduje que era la Tierra la que giraba en torno al sol y no al
revés. Y unas guerras interminables que sólo alcanzaron a matar
ilusiones. Y recuerdo el torbellino final, el que todo borró de la
faz de la tierra para condenar a mi estirpe a cien años de soledad
por más que yo hacía sonar la campanilla para avisar a todos de que
estaba sano y no quería irme jamás de Macondo.
Cuando cerré el libro sentí como
si aquel torbellino me hubiera devuelto con violencia al sillón en
el salón de casa en contra de mi voluntad. Con un escalofrío que
recorrió mi cuerpo dije en voz alta Yo quiero hacer esto, y sentí
que Gabriel García Márquez me paría por segunda vez.
Lo adopté como padre.
Desde entonces he querido mandarle
cartas al coronel, he intentado una y mil veces avisar a Santiago
Nasar y he llorado junto a Florentino Ariza por todos lo amores
contrariados de nuestras vidas y todas las Fermina Daza que he
conocido y me quedan por conocer.
Ayer se me murió mi padre.
Han pasado muchos años desde
aquella primera visita a la aldea de la mano de Gabriel. Con el
tiempo conseguí reunir el dinero suficiente para comprar un pequeño
solar en una esquina abandonada de Macondo. Me construí una casita
que encalé de blanco y decoré con geranios en las ventanas. De vez
en cuando viajo hasta allí y me siento en la puerta a tomar mate y
oír el agua diáfana precipitarse por el lecho de piedras pulidas,
blancas y enormes como huevos prehistóricos.
Ayer se me murió mi padre y siento
que las palabras se nos han quedado huérfanas y tendremos que
señalarlas con el dedo para reconocerlas.
Hoy tu pesada ausencia me duele,
padre.
Me niego a decirte adiós.