lunes, 11 de febrero de 2013

Silencios enamorados



   El primer capítulo de «El tango de la Guardia Vieja» (Arturo Pérez-Reverte, Alfaguara, 2012) arranca con dos frases: En otro tiempo, cada uno de sus iguales tenía una sombra. Y él fue el mejor de todos. Pero hay otro comienzo entre sus párrafos, un último y definitivo encuentro: Ella se conduce despacio, segura, la mano derecha metida con indolencia en un bolsillo de la rebeca; con esa manera de moverse de quienes, durante buena parte de su vida, caminaron seguros pisando las alfombras de un mundo que les pertenecía. Y de esas alfombras trata esta novela, de quienes son sus dueños y de quienes aspiran a serlo sin conseguirlo.
   Max Costa y Mecha Inzunza viven una de esas historias inacabadas que calan en el lector porque describen el dolor de las certidumbres que todos arrastramos. Los protagonistas viven en dos mundos que orbitan estrellas lejanas que, cada mucho, cruzan sus caminos en un punto del ciclo al ritmo de los deseos sostenidos que se deslizan por la piel lubricada de tangos y saliva.
   La de Max es la historia de un tipo que huye del arrabal, se embarca en guerras que siempre pierde, envejece con cada certidumbre abatida con el estrépito de una pila de loza que se desploma y siempre es el último en llegar a la fiesta. Lo único digno de reseñar en su vida, a pesar de ser también sus grandes fracasos, son los tres breves pero intensos encuentros con Mecha distanciados en los años. Primero en 1928, a bordo del Cap Polonio, el transatlántico que los lleva a Buenos Aires y en el que sus cuerpos se reconocen y se instalan por primera y definitiva vez en la música que nunca los abandonará, la del tango. Más tarde en Niza, 1937, cuando un antiguo collar de perlas vuelve a ligarlos, a pesar de sus mutuos secretos, en una trama de espías y traiciones que se suceden en los escenarios de una España en guerra ─un lugar triste, rencoroso y con olor a sacristía, gobernado por estraperlistas y gentuza mediocre; el paraíso de la envidia, la barbarie y la vileza, que no es la España de hoy, aunque lo parezca─ y una Europa que asiste desorientada a su propia debacle. Por último en Sorrento, en los años sesenta, al calor de una partida de ajedrez que determinará sus respectivos destinos de sombras perdidas.
   La de Mecha es la historia de esas mujeres que sí son dueñas de las alfombras y se enamoran de hombres que viven haciendo las guerras porque sienten que están de paso y, de esa manera, les resulta más fácil olvidarlos. Aunque sea mentira.
   En la novela, Pérez-Reverte despliega ante el lector su maestría en el uso del detalle preciso y en la recreación de los elaborados diálogos de los protagonistas. Pero no por lo que en ellos se dice. Al menos, no sólo por eso. Es en los silencios en los que encontramos la medida exacta de las pasiones, de las frustraciones y los desencuentros entre Max Costa y Mecha Inzunza. Por medio de ellos, el autor nos conduce a la habitación de una sórdida pensión en la que la luz del sol, al pasar a través de una persiana, nos dibuja el cuerpo de una mujer de piel sudorosa y entrepierna húmeda bajo la mirada distante de un amante que se oculta tras las volutas de humo del cigarrillo que fuma, como si de un cuadro de Edward Hopper se tratara. Y en el silencio de esa escena se condensa todo el sentido de la novela. Es la sublime expresión de los silencios con los que Max y Mecha se hieren y se acarician en sus conversaciones. Esos silencios enamorados que impregnan la lectura, presumo, han exigido al autor un esfuerzo extra en la construcción de la novela. Son un no escribir para escribir la gran obra con la que Arturo Pérez-Reverte, una vez más, nos demuestra la grandeza de su ingenio y buen hacer.
   Se trata de uno de esos libros que arrancan un suspiro de abandono en el lector cuando llega el punto final y hacen que se arrepienta de no haber dejado las diez últimas páginas para mañana, en el vano intento de alargar un día más el placer de la lectura. Una obra que hay que leer para vivirla. Para llorarla.

domingo, 3 de febrero de 2013

Adiós, camarada.




     La primera vez que lo vi arrastraba tras él una melena blanca y un maletín del que asomaban papeles y legajos que desordenaba como nadie. Fue en su despacho de abogado, y la gente hacía cola para ser recibida. Las paredes del local estaban atiborradas de cuadros y pinturas de todos los estilos que los artistas le regalaban, porque siempre había alguien que le agradecía algo: un buen consejo, una sonrisa o, simplemente, un tranquilo, que todo se va a solucionar. Nunca supo decir que no a nadie, y estiraba el tiempo para hacer hueco a todos.
     Cuando me lo tropezaba por la calle, yo sabía que me echaría el brazo por el hombro y, bajando la cabeza junto a mi oído, me pondría al día de la última broma o de las últimas noticias. Era un gustazo encontrarme con él. Me hablaba de sus ideas para una nueva novela ─era un buen escritor─, y me animaba a enfrentarme a las mías aconsejándome. Que no dejara de escribir, me decía, que no lo dejara.
     Un día nos dijeron que estaba enfermo y empezamos a sentirnos un poco huérfanos. Pero era él quien animaba a las visitas que recibía. Aquí no pasa nada, decía con el ánimo y la sonrisa socarrona que regalaba a todos, amigos y no tan amigos.
     Miguel Ángel Díaz Palarea ha muerto hoy.
   Y no sé, siento que se marcha uno de los grandes, un irreductible, un comprometido, un trozo de la aventura de vivir.
     Sólo se me ocurren dos palabras que decir. Las mismas que él me decía cuando nos despedíamos.
     Adiós, camarada.