lunes, 29 de octubre de 2012

El demonio de la transparencia


   No creo en el discurso antipolíticos, o anti clase política (concepto que también repruebo), que en estos tiempos cala muy hondo en la conciencia colectiva de la ciudadanía de este país. Y no creo en él porque me parece sumamente peligroso. Porque si lo llevamos hasta sus últimas consecuencias y despotricamos de los políticos por el simple hecho de serlo, estamos dando alas a la idea de que un salvapatrias pueda venir a sacarnos las castañas del fuego a costa de lo que sea; de los derechos, por ejemplo. Estoy convencido de que son la ultraderecha y el neofascismo los que están detrás de ese discurso, los que se frotan las manos cada vez que una presentación de Power Point recorre los correos de cientos o miles de ciudadanos (cuando no cientos de miles) esgrimiendo espurios argumentos sobre beneficios y privilegios de la supuesta clase política. Estas iniciativas lo que hacen es preparar el terreno para el desencanto general de la política y la llegada de nuevas alternativas que limpiarán y sacarán brillo al panorama democrático. Las mismas nuevas ideas que en su día trajeron a las costas de las sociedades europeas los despojos del fascismo y del nazismo de la mano de Franco, Mussollini, Hitler y compañía.
   Pero de la misma forma que digo eso, también digo que la profunda brecha que hoy se agranda entre los gestores de la cosa pública y los ciudadanos está provocada por muchas de esas personas que se han instalado en el ejercicio de la política como una forma de ganarse bien la vida y consideran que los debates que nos atañen a todos, en los que se barajan las supuestas soluciones a nuestros reales problemas, deben ventilarse en sótanos y búnqueres alejados de la opinión pública y de la fiscalización de esos a los que dicen representar. Otra vez aquello de con el pueblo, por el pueblo pero, por el amor de Dios, sin el pueblo.
   En estos días, los medios se han hecho eco de la bulla que se están echando unos a otros en el PSOE a cuenta de lavar la ropa sucia en público. Al parecer, José María Barreda ha reclamado al aparato del partido, y a su líder Rubalcaba, la celebración cuanto antes de unas elecciones primarias, y lo ha hecho con la desfachatez de mirar a las cámaras de los periodistas, lo que ha sentado fatal a más de uno. Corriendo fue Emiliano García-Page, otro del PSOE, a afearle la ocurrencia. Que esas cosas se dicen en casa, en voz baja y tapándose la boca para disimular. Que lo diga a la cara, le reprochó García-Page a Barreda, y no en los teletipos. Eso no me lo dices en la calle.
   Coincide García-Page con la opinión del jefe. También Alfredo Pérez Rubalcada ha pedido a su tribuna que las críticas se las hagan a él directamente en lugar de lanzarlas a los medios de comunicación.
   Me da no sé qué decirlo, pero qué envidia me dan a veces los usamericanos. No son los Estados Unidos un ejemplo de lucha por los derechos humanos, por más que su política internacional se escude demagógicamente en ellos, ni de bienestar social. Ni de muchas otras cosas. Pero si de algo saben los tíos es de transparencia en el debate político. Ya quisiera yo ver debates como los de allí entre los líderes de los partidos políticos de aquí. Donde allí no hay miedo, aquí hay pánico. Se huye de esos debates como de mirar a los ojos al indigente de la esquina. Y así, cuando, cagándose por las patas pa'bajo, aceptan a regañadientes la celebración de un debate, imponen unas absurdas normas, rígidas e inflexibles, para evitar que se les levante la falda. Y en esas escasas ocasiones, el engañabobos se lo montan entre el PP y el PSOE sólo. Nadie más. Debatir con otras alternativas está descartado. Ni se lo plantean. Si ya se nos ven las vergüenzas cuando hablamos entre nosotros dos, menudo papelón haríamos si abriéramos la puerta a la participación de Izquierda Unida, Esquerra Republicana, Bildu, Amaiur o Equo, por ejemplo. Debate político, ¿para qué? Que nos ve la gente, coño.
   Mal andan las cosas en el PSOE si los esfuerzos que se debieran destinar en renovar de una puñetera vez ese partido (pero una renovación de verdad) se malgastan en exigir oscuridad y poca transparencia ante quienes tenemos todo el derecho a saber de qué están hablando. Y por desgracia, no es éste un problema exclusivo de estos supuestos socialistas. Mucho me temo que el virus ha contagiado también a alternativas como Izquierda Unida, por ejemplo. Otros que tal mean con el follón que tienen en Extremadura.
   Estimado Rubalcaba, a ver si te enteras. Si un destacado dirigente de tu partido se dirige a las cámaras de televisión, a los micrófonos de la radio o a los bolígrafos de los curritos de la prensa escrita para exponer sus ideas, te guste a ti o no, te lo está diciendo clarito clarito a la cara. Y a la nuestra, ciudadanos de a pie, que somos los más interesados en ello. Lo podrá decir más alto, pero más transparente no. Y si te empeñas en exigir que esas críticas se hagan en la última planta de Ferraz, a escondidas, al menos ten la valentía de reconocer que lo que estás pidiendo es que ese debate se lleve a cabo al margen de la ciudadanía, lejos de la luz y los taquígrafos a los que tenemos derecho. Y si eso es grave de por sí, lo es más aún en los tiempos que corren. Luego no vengas a quejarte de que la gente te da la espalda a ti y a tu partido, o de que hable de los políticos como si fueran una casta privilegiada que está por encima del bien y del mal mientras, a pie de calle, el personal está teniendo problemas reales y tangibles para encontrar algo que dar de cenar a sus hijos.
   Si queremos desterrar para siempre aquel discurso antipolíticos, tenemos que encontrar las alternativas que nos permitan evitar el retroceso a los tiempos de los totalitarismos y avanzar hacia una democracia más participativa en la que, por ejemplo, los partidos no sean las estructuras monolíticas e impermeables a la opinión pública que hoy son. Abramos el debate político y que todos los gestores de la cosa pública se retraten en él.
   De lo contrario, podría darse el caso de que un periodista que señale con el dedo, qué sé yo, a un grupo de defraudadores fiscales, por poner un ejemplo absurdo, acabe siendo detenido y juzgado por tocapelotas.
   Qué cosas se me ocurren.

miércoles, 24 de octubre de 2012

«Yo confieso», de Jaume Cabré


Muchas veces me ha ocurrido que me tropiezo con un libro que me entretiene y hasta llega a emocionarme un poco. Sólo un poquito. Y eso está bien.  Otras muchas, el libro entretiene pero no emociona. Lo que también está bien, aunque no tanto. Menos veces ocurre que un libro me atrapa en su historia al mismo tiempo que me emociona hasta tal extremo que, al llegar al punto final y cerrarlo despacio, siento que al fin puedo volver a respirar con libertad. En estos casos, la historia sigue bullendo en mi cabeza, nadando en los sentimientos que me provocó y sus personajes pasan a formar parte de mi imaginario literario. Y eso está muy, pero que muy bien. A veces, el libro ni me entretiene ni me emociona, y acabo luchando con él por un prurito mal entendido de orgulloso lector, cuando lo que debería hacer es tirarlo indolente a la basura sin ningún tipo de miramientos. Con tu pan te lo comas, querido escritor de pacotilla. O escritora, que también se da el caso.
Pero pocas, muy pocas veces, ocurre que un libro me arrastra en su magia y su literatura llegándome directo al corazón y al cerebelo a un tiempo, pasando por el píloro. Y es más raro aún que eso me ocurra con un escritor del que no sabía ni que existía. Y entonces lo flipo. Son esos libros que me abordan en una librería y llaman mi atención sin una causa aparente. Me salen al encuentro como una piedra en el camino que me hace trastabillar.
Y eso me ha vuelto a suceder. Y no en una librería esta vez. Como cada mes, o cada dos meses (o cada tres, no lo sé; creo que soy el peor socio), hace unas semanas me detuve un rato a mirar la revista del Círculo de Lectores dispuesto a elegir algo al azar. No sé si fue la portada, en la que un niño se esfuerza de puntillas por coger un libro del anaquel de una enorme estantería repleta de libros (o quizás no lo coge, sino que intenta encajarlo). Tal vez fue el texto que en la revista acompañaba, a modo de sucinta reseña, la oferta del libro. Lo cierto es que no tenía ni idea de quién era Jaume Cabré y nunca había oído hablar de su novela «Yo confieso», pero hice el pedido.
Siete años tardó el escritor catalán en escribirla. Ahora sé que también ha escrito «Las voces de Pamano», «La sombra del eunuco» o «La telaraña», entre otras novelas. O los libros de narraciones «Viaje de invierno», «Bajo continuo», «Libro de preludios» y «Tocan a muerte». «La materia del espíritu» y «El sentido de la ficción» son dos ensayos del autor, que se ha aventurado también en el mundo del teatro con «Lluvia seca», y en el de la literatura infantil («El hombre de Sau», «El año del Alción» y «El extraño viaje que nadie se creyó»).
Todo un escritor del que lo desconocía todo y del que pronto espero comprar y leer más obras suyas. Porque después de «Yo confieso» es lo que me pide el cuerpo y el alma.
Y si de confesiones hablamos, confieso que cuando cerré el libro después de llegar a la última frase lo sostuve en mis manos, respiré hondo y me dije yo quiero hacer esto. Porque cuando acabé la lectura ya no estaba en ningún sitio. Y porque, como las estirpes condenadas a cien años de soledad, que no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra, este libro me llegó tan profundo y me tocó casi las mismas teclas emocionales que «Cien años de soledad», con el valor añadido de que García Márquez lo hizo cuando yo tenía dieciséis años, una edad en la que las emociones brotan con suma facilidad, y Jaume Cabré lo ha hecho a estas alturas, cuando las cicatrices y los callos de la vida me hacen ver (o no querer ver) las cosas desde otro lado. Por aquello de ir y volver, y volver a ir para volver a volver, ahora reconvertido. Por aquello de que no podemos usar dos veces el mismo móvil. O el mismo ipad.
En la novela, Jaume Cabré nos cuenta la historia de un violín con nombre propio, desde la semilla del árbol que dará la madera con la que se fabricará en el siglo XVIII, hasta su encierro en la caja fuerte de un despacho (que es también un protagonista más de la historia) por los crímenes que se cometieron en su nombre. Nos introduce en una reflexión acerca del mal que forma parte de los cimientos sobre los que se ha construido occidente y la actual Europa, desde la Inquisición hasta la solución final nazi. Reflexiona sobre filosofía y arte (¿El poder del arte reside en la obra, o bien en el efecto que produce en la persona?), sobre ambiciones, traiciones y crueldades.
Adrià Ardèvol, el protagonista, nace en una cenicienta Barcelona de la posguerra, y su niñez transcurre entre un padre que quiere hacer de él un lingüista y paleógrafo reputado y una madre que sueña con convertirlo en un virtuoso del violín. Entre uno y otra, Adrià crece y se desarrolla intelectualmente en una familia carente de besos y caricias para él, llega a dominar más de diez lenguas, entre vivas y muertas, y se convierte en un erudito, profesor universitario, pensador de fama internacional, coleccionista impulsivo como su padre, amigo de Bernat y poseedor de un violín muy particular.
Pero por encima de todo, Jaume Cabré nos cuenta la apasionada historia de amor que la realidad hurtó a Adrià Ardèvol y a Sara Voltes-Epstein, quienes, desde una recíproca e impuesta incapacidad de amar, no supieron o no pudieron vivir su profundo enamoramiento. «Yo confieso» es una impresionante carta de amor de casi ochocientas cincuenta páginas que Adrià escribe a Sara para no olvidar cuando ya sabe que sí olvidará.
Para construir este puzle de piezas históricas que van encajando a golpe de saltos de un siglo a otro, del XIV al XX, de la posguerra española a las dos guerras mundiales, de una época a otra, sin un orden aparente y sin previo aviso, Jaume Cabré utiliza a un narrador que pasa de la tercera persona a la primera en el mismo párrafo, en la misma frase, después de una coma; aprovechando un comentario, una palabra, un pensamiento, para volar a otro tiempo. Construye con su literatura un laberinto en el que por momentos sentimos que nos perdemos hasta que la salida se nos ofrece en el momento oportuno; nos presenta personajes que despiertan nuestra curiosidad y a los que llegamos a amar u odiar. Después de tanto vaivén, consciente de que se acaba el tiempo, el narrador acelera su narración en las últimas páginas hasta un final intemporal, como la muerte misma, que me dejó en el ánimo ese viejo regusto de joder, se acabó.
Ahora contemplo la foto de la cubierta del libro intentando recordar lo que sentía al verla cuando aún no lo había leído y descubro que no lo recuerdo. Porque ahora veo a Adrià encaramado, a su padre, a Sara, a su amigo Bernat, al violín... A Matthias Alpaerts y a su suegra tosiendo... A Lola Xica... A Laura... Al Obersturmbannfürher Rudof Höss y la madre que lo parió, a él y a todos los demás... Al sheriff Carson escupiendo tabaco en el suelo y a Águila Negra, el valeroso gran jefe arapaho. Jau. Y le pido a Sara que comprenda, por favor, trata de comprender. Aunque sé que ya no sirve de nada.
Qué gran novela. Una gran obra.
Volveremos a vernos pronto, don Jaume.

viernes, 5 de octubre de 2012

Gracias




  Los días de calor siguen agarrados a estas montañas y no parece que tengan intenciones de soltarse para dejar paso a los aires húmedos que se demoran en visitarnos desde el norte. Ignoro si a estas alturas ha caído agua en La Gomera ni si, en caso de que lo haya hecho, ha sido en forma de lluvia fina que empape el terreno para ayudar a extinguir definitivamente el incendio en la isla que, hasta hace pocos días, seguía vivo en el subsuelo en busca de raíces frescas a las que aferrarse para resucitar las llamas. Quizás haya caído algún chubasco más o menos fuerte en un terreno desvalido y sin vegetación que lo proteja allí donde el fuego acabó con todo. Porque es mucho el monte que se quedó sin nada. Porque son muchos los esqueletos renegridos que hoy se alzan en multitud de laderas y barrancos de La Gomera para dar fe del avance y la voracidad del fuego.
     No lo sé.
  Sí sé que hace una semana yo paseaba por La Gomera y saqué fotos como ésa de arriba. Sí sé que cada noche llegaba al apartamento con un tufillo a humo impregnando mi ropa a pesar de no haber estado cerca de ninguna hoguera. Porque el del humo es el olor que recibe al visitante en buena parte de la isla. Y no lo hay. No hay humo. Pero se huele.
  La Gomera es una isla pequeña. Pasear por ella en coche obliga a pasar una y otra vez por las mismas carreteras para llegar a los mismos cruces. A la derecha, Chipude o El Cercado. A la izquierda Vallehermoso o San Sebastián dependiendo de la dirección que se elija en el siguiente cruce. Por eso, cuando llevas apenas un par de días en ella, aprendes rápido que detrás de esa curva te espera un paisaje desolador que hace poco más de un mes era un fayal-brezal vivo y palpitante, que detrás de esa loma es mejor no volver a mirar, que al final de esta recta hay un equipo de trabajadores trajinando con una cuba de agua, así que cuidado, ve aflojando la marcha. Sí, ahí está la señal de aviso. Y el olor a humo.
  Porque siguen en el monte. Los trabajadores, digo. Los mismos que este verano han tenido que entregar sus horas de sueño y sus fuerzas al fuego en Tenerife, en La Palma o en La Gomera. Los mismos que han corrido por un terraplén arrastrando sólo con la fuerza de sus brazos cincuenta metros de manguera para recibir de cara a las llamas que se aproximan por aquel frente. Los mismos que, agotados, llegaban a casa después de un turno de doce horas para encontrarse con una llamada del compañero que les decía que se acaba de declarar otro conato. No jodas, ¿es que nos hemos vuelto locos o qué? Lo que oyes. ¿Hace falta que vaya? No, es en La Palma, pero la brigada dos ha cogido el helicóptero para reforzar los equipos locales allí y ahora necesitamos más gente aquí. Tardo media hora en llegar. Duerme, cariño, tengo que volver a salir.
  Independientemente de si ha llegado el momento o no de criticar si una u otra actuación del operativo antiincendios fue desafortunada y analizar todo lo que se ha hecho, sí creo llegada la hora de dar las gracias que esos trabajadores que no se rindieron cuando todo parecía salirse de madre se merecen. Por su voluntad de ponerle freno. Por su firme decisión. Por sus esfuerzos. Por esas horas de sueño perdidas y su compromiso con nuestros montes. Son esos trabajadores de a pie que no deciden dónde ni cuándo, pero que allí donde me manden sé que tengo que darlo todo, y si la cosa se pone peor, más. Son esos trabajadores que se la jugaron y, por esta vez, la cosa les salió bien. Porque a veces no sale así. Un agente medioambiental y un brigadista dieron mucho más este verano en Alicante. Porque a veces dan la vida.
  Son esos trabajadores que, enfundados en sus equipos de protección individual, soportando temperaturas muy altas (sé de lo que hablo porque hace años fui voluntario en varios incendios en Gran Canaria y Tenerife y he visto la verdadera cara del fuego y oído su voz) no dan un paso atrás hasta que les queda claro que es este pino o yo. Son esos trabajadores que tienen que meterse en un bosque que arde para hacer su trabajo. Y un bosque que arde da mucho miedo. Un bosque que arde no habla, deja de latir y su silencio es sobrecogedor. Un bosque que arde aguarda su llegada porque sabe que va a llegar. Y parece encogerse sobre sí mismo como queriendo minimizar un golpe devastador que lo puede derribar más rápido y certero que un hachazo. Y lo primero que llega es su voz. Y los pelos se te ponen de punta. Nunca en mi vida he oído nada semejante al bramido del fuego que se acerca avanzando veloz sobre las copas de los pinos. Tengo ese rugido clavado en mi memoria desde aquella vez que estuve en un incendio en Tenerife. Y esa voz que nunca olvidaré lo llena todo.
  Y, de repente, el fuego. Una pared fuego como nunca he vuelto a ver, que se alza por encima de los pinos más altos y te mira a la cara con ganas de más madera.
  Y los trabajadores saben que lo que se les echa encima es la hostia. Que lo que tienen delante no lo van a matar con un chorrito de agua, por muy potente que el chorrito sea. Pero hay que pararlo. Y luchan. Porque hay que pararlo. Si este lado de la montaña no, porque ya no tiene remedio, se apostan en el otro lado apretando los dientes y clavando los talones en la tierra. Por aquí no. Por aquí no vas a pasar. Si hay que estar otro día más, se está. Y van unos cuantos. La familia espera en casa pegada a la tele, colgada de las noticias. Abrimos este bloque de noticias con el incendio de La Gomera, que avanza sin control cuando han transcurrido cinco días desde que se inició el fuego. Las autoridades no se atreven a aventurar un pronóstico sobre cuándo podría ser controlado, mientras los efectivos [porque para los medios, estos trabajadores son “efectivos”] terrestres y aéreos luchan con todos los medios de los que disponen. Hidroaviones, pocos. Es que no los tenemos en Canarias. Mami, ¿ahí es donde está papá?

  Cuando todo haya acabado, las autoridades se felicitarán y ellos volverán a casa y seguirán con sus turnos y labores cotidianas. Con sus cabreos y sus risas. Cada día un madrugón para subir al monte. Como cualquier otro trabajador que ficha la entrada en su puesto.
  Al menos esta vez, que se lleven mis gracias.
  Gracias.
  En La Gomera se acabó o se acabará el fuego. Pero el trabajo que queda en la isla es ingente. Se dejarán las mangueras a un lado para coger motosierras y martillos, sachos y guatacas. Aijó, aijó, al bosque a trabajar.
  Gracias.
  La Gomera está malherida, sí. Pero no muerta. Y tiene las enormes ganas de vivir que se ven en estas otras imágenes, también de la semana pasada.
  Cuando el fuego vuelva, ellos también.
  Gracias.