jueves, 21 de abril de 2011

El visitador

   Buenos días, señor Gadafi. ¿Puedo pasar? Soy representante de la empresa Río Rosado, de España. Sólo le robaré unos minutos de su tiempo. Sí, soy consciente de que sus responsabilidades de buen gobernante le ocupan todo el día, pero, créame, lo que le voy a mostrar le interesará y estoy seguro de que va a quedar encantado. Muchas gracias. ¿Conoce usted las bombas racimo? ¿Y el último grito en minas antipersona? Tengo aquí unos catálogos que quisiera mostrarle. Veamos primero las bombas. Como sabe, Río Rosado es una empresa puntera en su sector que vende sus productos a una gran cantidad de países en el mundo. Nuestro sistema de producción y distribución nos permite ofrecerle productos a precios realmente competitivos en cualquier parte del mundo. En esta campaña de primavera estamos haciendo promoción de las nuevas bombas racimo. No se preocupe. Se lo explico en pocas palabras. Usted es consciente de que en un enfrentamiento armado el objetivo primario es conseguir la victoria mermando la capacidad de respuesta del enemigo a costa de causar el mayor número de muertos entre sus filas. Pero imagine lo que supondría para su contrincante hacer frente a una legión de combatientes mutilados. Piense en los gastos de hospitalización, de rehabilitación, de prótesis; por no hablar del daño ocasionado en la moral de esos combatientes y de su sociedad. Las nuevas bombas racimo que queremos mostrarle vienen a ofrecerle una solución en este sentido. Las hemos diseñado para que, lanzadas desde sus magníficos aviones de combate, se fragmenten a determinada altitud y diseminen por una amplia zona una miríada de pequeñas bombas que al explotar causan un daño devastador mucho más amplio que si una sola bomba cayera en un solo punto. La leche, oyes. Pasteurizada. De un golpe podrá usted acabar con la vida de dos a quince enemigos y causar terribles heridas y mutilaciones a todo aquel que se encuentre en el radio de acción de nuestro producto estrella. En este gráfico puede usted comprobar lo que le digo. Nuestros estudios demuestran que el porcentaje de daño sobre sus contrincantes supera el ochenta por ciento, un margen de acierto que hace de estas bombas un producto indispensable en su despensa. Sí, ya sabía yo que le gustaría. Por último, y para no robarle mucho más de su tiempo, quisiera mostrarle nuestros dos últimos modelos en minas antipersona. Primero las letales. Vea estas fotografías. Se trata de minas que disponen de un sistema de salto que, al ser activadas, se elevan en catorce décimas de segundo a la altura media de una persona para explotar junto a la cabeza. Tengo aquí unas fotos de los efectos que causan nuestras minas. Puede comprobar que lo que le digo supone un gran avance en esta tecnología. Y no le digo nada, señor Gadafi, de nuestro modelo MD-18C. La repanocha. Recién salidas de la cadena de producción. Calentitas. Las hemos diseñado para que no maten necesariamente a quien las pisa, sino para causar daños en sus miembros inferiores que van desde la mutilación de un pie a la de una de sus piernas, cuando no a la de ambas. Usando este modelo, usted podrá granjearse las simpatías de sus enemigos, pues no hablamos de matarlos. Le agradecerán enormemente que les haya salvado la vida. Además, están fabricadas con materiales que las hacen prácticamente indetectables, y pueden permanecer activas en el terreno sin sucumbir a la oxidación durante más de veinte años. ¿Fantástico, verdad? Como ve, nuestro empeño está enteramente destinado a ofrecerle soluciones eficaces a sus problemas. Puede contactar con nosotros en este teléfono o a través de este e-mail. Tan pronto recibamos su pedido, nuestra red de distribución está en condiciones de servirle los productos en su casa en tres días a más tardar. Además, en estos momentos estamos ofreciendo a nuestros mejores clientes un descuento promocional del 25% siempre y cuando haga usted sus pedidos antes de treinta días desde la fecha. Es que somos la hostia de buenos.

sábado, 16 de abril de 2011

¿Dónde estás, Robin Hood?

   Pues sí. ¿Dónde estás, Robin Hood? 
   Me gustó la última frase del bloguero analógico orotavense. Y me hizo reflexionar. Cuánta falta nos hace, pensé, un nuevo Robin Hood que, desde su escondrijo en un moderno bosque de Sherwood, planifique ataques a los poderosos para paliar la situación de los débiles. Más en los tiempos que corren, en los que esos poderosos engordan más y más a costa de la bajada de peso de la mayor parte de la población mundial.
   Pero tiré de empatía, me metí en la piel de ese nuevo Robin de los bosques, y me entró un vértigo de narices. Echando cuentas, para aliviar la presión de la ingente masa de desposeídos que deambulan en nuestras sociedades modernas, Robin Hood debería reclutar un ejército casi imposible para poder dar sus golpes solidarios; y no digo ya la enorme maquinaria que sería necesaria para llevar a cabo el empaquetado y la distribución de esas ganancias. Ni la más desarrollada de las oenegés podría garantizar el éxito de la misión. Piénsenlo. Ahora un golpe a los malnacidos de Telefónica, que un día anuncian el despido del 20% de la plantilla y al siguiente el aumento de sueldo de sus directivos. Luego tocaría desvalijar las arcas del Fondo Monetario Internacional y de los grandes bancos y corporaciones financieras del mundo (que son unas cuantas). Más tarde, colarse en los países petroleros para robar las ganancias obtenidas con la extracción del oro negro. Localizar las grandes explotaciones mineras (oro, plutonio, uranio, coltán, diamantes y esmeraldas de sangre...) y guardar en una descomunal cueva de Alí Babá todo ese material. En cuanto al plutonio y al uranio, mejor dejarlos donde están y no tocarlos, que a esos materiales los carga el diablo.
   Y una vez se tenga a buen recaudo el botín, comenzar, como digo, la distribución. Pueblos del Tercer Mundo, masas obreras castigadas por las crisis en todos los países, legiones de esclavos por liberar... ¿Cómo hacerlo? Misión imposible.
   Entonces se me ocurrió que a grandes males, mayores remedios. Y a problemas nuevos, estrategias originales. Ese Robin Hood debería replantearse su trabajo y hacer las cosas al revés. En lugar de robar a los ricos para repartir entre los pobres, bien podría robar a los pobres y repartir entre los ricos. Barrunto que ahí puede estar la solución. Cambiar el sentido de la acción y el objeto de los ataques.
   Robin Hood tendría, entonces, que introducirse subrepticiamente en la casa de los pobres para robarles un poco de su dignidad; localizar las redes de solidaridad que siempre han existido entre los más necesitados y robarles una pizca de ese espíritu solidario; llegarse hasta las culturas que aún quedan en nuestro planeta con un modo de vida natural y sostenible en su relación con el medio ambiente para arrancarles un trozo de esa sabiduría sostenible y de respeto a la naturaleza; aprender a escuchar a muchas mujeres para hurtarles una buena cantidad de valores femeninos; meterse en las cordadas de esclavos para agenciarse unos cuantos kilos de ansias de libertad y progreso; acudir a los yacimientos de vergüenza que aún quedan entre las personas y hacer acopio de ese sentimiento sonrojante... Y bien pertrechado con esas nuevas armas de destrucción masiva, llegarse hasta esos hijos de puta que se enriquecen con la desgracia de los demás y van destruyendo a pasos agigantados el planeta (vamos destruyendo), a esos malnacidos que sólo piensan en la mayor ganancia en el menor tiempo posible, a esas hordas de sinvergüenzas que usan la política para satisfacer sus intereses personales y empresariales, y darles un baño de dignidad, de solidaridad, de sostenibilidad, de valores femeninos, de espíritu libertario, de vergüenza (propia y ajena) para que las cosas empiecen, de verdad, a cambiar en esta mierda de sociedad.
   ¿Por dónde andas, Robin Hood?

viernes, 8 de abril de 2011

En una esquina

   La primera vez era ya tarde para entretenerse por las calles casi oscuras. Terminé el café largo y la magdalena, pagué lo de siempre a la cajera y me disponía a llegar a casa antes de que sonaran las sirenas señalando la hora. Las patrullas pronto comenzarían a hacer las rondas. La vi cuando salía de la cafetería. En la pared de enfrente, justo en la esquina, algo llamó mi atención y me acerqué. Era una flor pintada entre desconchones y manchas de humedad. Una rosa. Roja. No sé por qué lo hice pero, mirando a ambos lados para asegurarme de que nadie me veía, saqué el rotulador y dibujé un signo de interrogación. Simple, sin más.
   Ya casi lo había olvidado cuando, días más tarde, de vuelta a casa, pasé por la misma esquina y vi la flor y el signo. Alguien había escrito Ya no hay sitio para ellas. Un escalofrío me recorrió la espalda. Sin pararme a pensar de dónde me nacía el impulso, con el mismo rotulador de la otra vez escribí Siempre hay un tiempo para todo con una caligrafía apresurada y un ojo aquí y otro allá. Volví a casa con el corazón acelerado. Me dije que no debía volver a pasar por aquel lugar, que debía variar la rutina de mis itinerarios, que olvidara aquella esquina. Apartando apenas un resquicio las cortinas de la ventada del salón, espié el sonido de unos pasos furtivos que provenían de la calle oscura. Sólo alcancé a vislumbrar una sombra entre las sombras que se alejaba a toda prisa.
   Las semanas siguientes transcurrieron anodinas y grises. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Por un camino diferente. El café y la magdalena de la cafetería elegida para sustituir a la otra me entraban con un regusto amargo. Pero me mantuve firme en mi voluntad de no pasar por aquella esquina nunca más. Durante seis semanas. Pasado ese tiempo había enterrado el misterio en un olvido forzoso y volvía de la oficina sin ser consciente del camino elegido. Entré en la cafetería de siempre y la cajera, al verme entrar, me preguntó si había estado de vacaciones, que por qué llevaba tanto tiempo sin visitarlos. Súbitamente miré al frente y la esquina seguía allí. Y algo escrito en ella.
   Tardé más de lo habitual en dar cuenta de la cena. Al salir, indeciso sobre qué hacer, me llegué hasta la flor que imaginaba marchita. Una presencia se acercaba por la derecha y simulé pasar de largo hasta ver desaparecer al intruso, un tipo que andaba cabizbajo con las manos en los bolsillos de la chaqueta. Volví a la esquina. ¿Por qué callamos? ¿Por qué no gritamos? Tenemos que decir basta. Era la misma letra. ¿Qué hacer?, escribí.
   El temor a que alguien me descubriera seguía atenazando mi voluntad, pero decidí luchar contra él y visitar todos los días aquella esquina. Fines de semana incluidos. Pasé horas sentado en la cafetería, pegado al ventanal, estudiando a las personas que pasaban por la calle, imaginando qué aspecto tendría mi interlocutor -¿o era interlocutora?-, fabricándome una idea, una personalidad, una imagen. Nunca vi que alguien se parara en la esquina y escribiera algo en ella. O leyera. El atardecer de un martes, antes de entrar en la cafetería, me acerqué a echar un vistazo y allí estaba, un nuevo mensaje con la familiar letra. Enterrar el miedo. Saqué el rotulador, escribí y me alejé presuroso sin pararme a cenar esa noche. ¿Cómo?
   Pasaron semanas mientras esperaba ansioso la respuesta. Todos los días visitaba aquella flor que empezaba a morir descolorida. Por la mañana al ir al trabajo. Por la tarde al volver. Sábados y domingos sin salir del barrio vigilando a todo el que pasara. Hasta una tarde de cielo encapotado en que, cuando ya casi alcanzaba la esquina, una silueta llamó mi atención. Fue un gesto, una intuición. Una gabardina oscura parecía ocultarse en un zaguán. Pasé de largo sin detenerme a mirar la pared pintada de blanco, sin manchas de humedad. Como recién nacida.

jueves, 7 de abril de 2011

Vive arriba

   Quizás si me levanto media hora más tarde. O si tardo media hora más en prepararme antes de salir. Pero, claro, a ver quién le dice a Javier que llego tarde por eso. O, más difícil, cómo le explico a Ana que, después de dieciséis años con la misma rutina, de repente me he vuelto holgazán. Además, creo que lo hace a posta. Me espera. Sale de su casa cuando me oye llamar el ascensor, seguro. Y ahí está siempre cuando las puertas se abren. Con esos ojos de mirada de vértigo, y esa forma suya de sonreírme. ¿De dónde nace este sentimiento de culpa cuando siento mi corazón acelerarse al verla? Si no he hecho nada. Sólo unos buenos días y hastaluegos inocentes. Entonces, ¿por qué no me atrevo a mirarla a los ojos? ¿Por qué me alejo cuando me roza para dejarme pasar en el estrecho habitáculo? ¿Por qué se pone siempre en medio? ¿Por qué su aroma fresco me acompaña el resto del día? Su aroma y el recuerdo de esa cara de ángel y ese culo de muerte. Siempre sale primero. He de tener más cuidado. Quitármela de la cabeza. El sueño de hace dos días fue un aviso. No sé si Ana se tragó lo de que no recordaba qué había soñado. Algo debió oír. Algo debí haber dicho dormido. No me quiso decir, pero sus preguntas fueron extrañas. Y me mira raro. Sé que algo le ronda por la cabeza, lo sé. Pero yo no he hecho nada. Simplemente, ella siempre está ahí cuando se abren las puertas y mi corazón se desboca. Que la quiero no está en duda. Creo. Ana y la niña son mi vida. No haría nada que pudiera poner en peligro nuestra vida juntos. Pero la respiración se me hace pesada cuando entro en el ascensor, cuando me roza, como si el aire se volviera espeso. Y miro al techo, y a los números de las plantas, y un viaje de cinco pisos se me hace eterno cuando me dice qué tal has dormido. Y me sonríe. Y yo aparto la vista con disimulo. Al techo, a los números de las plantas.
   Si al menos este trasto se rompiera un día y nos dejara encerrados.

miércoles, 6 de abril de 2011

Tokio dice no a Kioto


   Hasta ahora he resistido las ganas de escribir algo sobre el asunto. Pero hasta aquí he llegado. Y lo había hecho porque considero que con el maremágnum de noticias, comentarios y opiniones que desde el once de marzo ha llovido sobre los medios de comunicación de todo el mundo, no consideraba que pudiera decir nada nuevo y original. Pero, como digo, hasta aquí he llegado. Vaya por delante mi cariño y mi solidaridad con el pueblo japonés por la que está pasando en estos momentos. Y por la que le espera. La foto de la cabecera (creo que es de Reuters) me resulta muy ilustrativa. Mucho se ha hablado del estoicismo del pueblo japonés, pero la procesión no siempre va por dentro.
   Me jode decir ya te lo dije. Pero es que lo hice. En una entrada anterior del blog, Una cuestión nuclear, el 25 de agosto de 2010. Dije entonces que no me compensan el riesgo de la energía nuclear los beneficios que reporta. Porque cuando algo puede ir mal da igual las medidas de seguridad que se tomen y el tiempo que pase. Tarde o temprano la cosa se pone chunga de cojones. Y se ha vuelto a poner jodida. Un terremoto, un tsunami y unos plomos que se funden están en la causa de todo: explosiones en los núcleos de la central y fugas de gases y líquidos radiactivos. La cosa pinta mal. Fatal. Ya llegarán los tiempos de evaluar el impacto que el desastre tiene y tendrá en la zona y en el medio ambiente global. Por ahora sabemos lo de las fugas, y lo del agua radiactiva que durante no se sabe cuántos días ha estado derramándose al mar con una radiactividad siete millones y media de veces más alta de lo recomendable, sea lo que sea lo que se quiera decir con eso de recomendable. Sabemos también de toda la radiactividad que se ha liberado por las explosiones de hidrógeno en los núcleos de Fukushima. Y sabemos que los técnicos llevan semanas inundando con agua de mar esos núcleos en un intento desesperado por enfriarlos y evitar que se fundan o, peor aún, que exploten. Ahora, esos mismos técnicos tienen que vérselas con el problema de qué hacer con toda esa agua, y dicen que no queda otra que volcarla (envolcarla, que dirían en mi tierra) en el mar, pues nadie pensó, cuando corrían de un lado a otro con las manos en la cabeza, que si se hurta el agua a los meros, a los sargos hay que devolverla. Con lo cual, el panorama de futuro es negro. O bien, brilla en la oscuridad.
   Por de pronto, una zona del país parece que quedará cerrada al tránsito y sus habitantes tendrán que buscarse la vida lejos. Queda por determinar el área de esa zona. Y los mares que la circundan puede que se vuelvan verde fosforito; y los pescados, con tres colas y cinco ojos. Los que acaben con doble aparato reproductor, eso que ganan. Pero que nadie se los coma, ni humano ni animal, porque tendrá problemas quien lo haga.
   No. Repito que el discurso que sostiene que la energía nuclear es segura no garantiza que no existe ninguna circunstancia o combinación de ellas que pueda dar lugar a una catástrofe de dimensiones mundiales. Primero fue en Estados Unidos, luego en Ucrania, y ahora en Japón. La energía nuclear es una espada de Damocles que pende sobre nuestras inconscientes cabezas, y ya tenemos pruebas de que, a veces, el filo de la hoja acaba por cortarnos las orejas. Tarde o temprano acabará por cortar cabezas.
   Hace diez días se anunció en Europa que las centrales nucleares serían sometidas a pruebas de resistencia que ayuden a descubrir sus puntos débiles, y las que no pasen las pruebas serán cerradas. Al margen de que ya no se habla del asunto, ¿es que reconocemos ahora que esas instalaciones pueden tener puntos débiles? ¿No nos decían que eran seguras?
   Por favor, basta ya de oscurantismo, noticias incompletas y medias tintas. La energía nuclear no es segura. No nos tomen más el pelo, y no sigan poniendo en peligro nuestra supervivencia y la del planeta. O nos concienciamos de la necesidad de efectuar profundos y radicales cambios en la forma de producir energía o la vamos cagar. Fijo.
   Me acabo de comprar un disco de Mago de Oz, Atläntia-Gaia III (qué gran grupo). Al comienzo del disco se oyen fragmentos de noticias radiofónicas que tienen que ver con algunos desastres pasados. Y una voz que dice que, según unos estudios,  todas las hormigas del planeta pesan lo mismo que la humanidad. Su desaparición supondría un desastre ecológico comparable a la extinción masiva causada hace sesenta millones de años por la caída de un meteorito en el planeta. Si la humanidad desapareciera no pasaría absolutamente nada, pues nos hemos convertido en una especie que no aporta nada al medio ambiente. Sólo gasta y consume (gastamos y consumimos). Inquietante, sea real o no (lo de que las hormigas pesan lo mismo que nosotros).
   Y hoy me he enterado de que, dada la actual situación, Tokio ha anunciado que no cumplirá con sus compromisos de reducir la emisión de gases de efecto invernadero. No sé si captan la paradoja del anagrama. Tokio no cumplirá con Kioto.