miércoles, 30 de marzo de 2011

Sin aviones, para pasear



   Uno de los libros que estoy leyendo en estos momentos es Cuando éramos honrados mercenarios, la recopilación de la columna publicada por Arturo Pérez Reverte en El País semanal en los últimos años. Quien ya conozca al escritor se hará una idea del tono de sus artículos y la acidez que destilan unos comentarios que no dejan indiferente a quien los lee. A través de ellos, Pérez Reverte se granjea o grandes amistades o feroces enemistades. Personalmente, no estoy de acuerdo con todo lo que opina, pero he de reconocer que lo hace de una forma magistral que consigue arrancarme sanas carcajadas aunque lo que esté leyendo choque frontalmente con mi visión del asunto en cuestión. Una de las cosas que más me divierte de sus textos, entre muchas otras, es la clasificación que alguna vez hace de los tontos a secas, tontolculos, tontolabas y gilipollas en general, así como la gradación de los hijos de puta que pululan, sobre todo, en el mundo de la política de este país. No deja títere con cabeza, el tío. Usa las palabras como una apisonadora. De hecho, es uno de los modelos literarios que tengo en mente cuando escribo. Y ya me gustaría que, aunque sólo fuese de casualidad, se tropezara con esta entrada en el blog. Aprovecharía para decirle don Arturo, por favor, que llevamos años esperando, necesito la nueva aventura del capitán Alatriste por vía intravenosa. Lástima que en estos momentos ya no publique su columna semanal, porque me habría gustado leer el comentario que seguro habría dedicado a la noticia de hace pocos días sobre la inauguración en Castellón de un aeropuerto que no tiene los permisos de navegación aérea, ni vuelos de salida o llegada. Un aeropuerto sin aviones. Qué más da. No sirve para nada, pero los señores Camps y Fabra lo inauguraron igual. Estamos en fecha para esos quehaceres.
   La obra habrá costado un pastón de narices. Un aeropuerto se me antoja que no debe de ser barato de construir. Pero que se construya uno para que se muera de asco hasta que alguna vez pase por allí un avión despistado me parece, cuando menos, un despropósito. Y una auténtica tomadura de pelo a los ciudadanos los argumentos que el señor Fabra utilizó en el acto de cortar la cinta para justificar la obra. Dijo el señorito que sabe que las instalaciones no cuentan con su razón de ser, los aviones, pero, eso sí, la torre de control y las pistas de aterrizaje serán habilitadas para que cualquier ciudadano que lo desee pueda visitarlas y caminar por ellas, cosa que no podrían hacer si fueran a despegar aviones. La matización final no me pasa desapercibida. Gracias, señor Fabra, por aclararme que si hubiera aviones yendo y viviendo de aquí para allá no podría yo pasear tan pancho por las pistas sin correr el peligro de ser aplastado por el tren de aterrizaje de un 747. O, lo que tendría más gracia, ser volteado en el aire arrastrado por las turbulencias de un airbus. Como en aquella película, Fuera de control, en la que John Cusack y Billy Bob Thornton, para solucionar sus discrepancias, y como una forma de medírsela a ver quién la tiene más grande para llevarse a la chica al huerto (Angelina Jolie, nada menos; hasta yo me hubiera puesto con ellos), se plantan en la cabecera de pista de uno de los aeropuertos de Nueva York y esperan a que tome tierra un bicho de esos enormes para que la estela de viento los levante del suelo y los estampe diez metros más allá. Qué diver, tío.
   Pues vaya una justificación para construir una infraestructura de esas. Hay en el Levante español quien construye aeropuertos para que la gente pasee por las pistas y las torres de control. Me pregunto qué se les ocurriría construir si lo que quieren es, no sé, por ejemplo una escuela infantil. ¿Una plaza de toros? No me dirán que no sería divertido para los niños corretear por los graderíos y ponerse hasta las cejas de arena jugando a la cogida en el ruedo. Hasta podrían aprovechar los burladeros para jugar al escondite. En mi tierra, cuando se quiere que la gente pasee, se construye un parque, o se habilita una buena avenida marítima. Pero qué digo de mi tierra. El que esté libre de pecados que tire la primera piedra. En Gran Canaria construyeron hace años el puerto industrial de Arinaga y hasta la fecha, que yo sepa, sólo han atracado dos barcos, y uno de ellos lo hizo para refugiarse de un temporal. Y costó otra millonada.
   Como lo digo, me hubiera gustado leer el comentario de Arturo Pérez Reverte a cuenta de esto y reírme con el uso que haría de los conceptos de malnacidos e hijos de puta.

jueves, 24 de marzo de 2011

Vuelve la espera de ayer





Vuelve la espera de ayer a ser
la tentación del pasado,
el camino recorrido,
la voz desnuda de palabras fugitivas.

Vuelve la espera de ayer,
las piedras de la orilla,
el mar que reinventa,
el fuego del abismo de aquella mirada.

Vuelve la espera
 
                           Vuelve.







(En ti)

miércoles, 23 de marzo de 2011

Déjame entrar

Déjame entrar.
Préstame tus sueños,
                              rodéate de mí.

Estrecha en tu mano
                             mis ansias.

Tu dios,
tú mi deseo y prisión hoy.

Soy, en tu piel, mortal.

Déjame
           en ti.

        (Miguel Ángel G. Vargas e
        Iván Ruiz Expósito)

Y los sueños cine son

Respira el film en el espejo de un público.
A menudo el público mira y no ve. Bosques,
fuego, aire y agua, al cine como a los libros,
dan al cristal una virtud de vida

(Joan Brossa)


    Para ser imagen, el cine nace de las palabras. Y éstas, destinadas a convertirse en luz viviente, sirven de vehículo a los sueños que se capturan en el celuloide para acabar viajando, en forma de motas y partículas, en el cono de luz que surge del cuarto de proyección y se ensancha hasta abrazar toda la pantalla ante la mirada ávida y expectante de un público dispuesto a dejarse engañar y guiar hacia una realidad extraña que existe en tanto en cuanto existe el público que la vive. La película, pues, nace cuando se exhibe y muere cada noche al apagarse la luz, en el silencio de la sala. Es por eso que, como la vida y la muerte, cine y público, libro y lector, se necesitan mutuamente para llegar a ser.

lunes, 21 de marzo de 2011

La mirada de Felicidad



   Desde hace unos meses asisto a un curso en la Escuela Canaria de Creación Literaria, con sede en La Laguna. Muchos de los ejercicios que he hecho en ese curso pueden leerlos aquí. En realidad, en estos momentos asisto a dos, pues desde hace un par de semanas me enganchó una de las propuestas de la escuela sobre Creación del Pensamiento Poético, curso impartido por Iván Ruiz Expósito, poeta. Pero no se asusten. No sé si eso de la poesía es lo mío, y escribir prosa me sigue entusiasmando. Aunque le voy cogiendo el tranquillo a eso de la poesía y, después de muchos años (muchísimos), he vuelto a escribir en verso y, sobretodo, a leer poesía, cosa que recomiendo encarecidamente.
   El caso es que la semana pasada el ejercicio que tuvimos que hacer en el curso (el de poesía no, el otro) era el perfil de un personaje y, para ello, había que elegir a un compañero o compañera de clase y escribir desde sus inquietudes, sus rasgos físicos y psicológicos, su literatura, etc. Cuando leímos en clase los textos, la amiga Felicidad Batista me cogió por sorpresa desde la primera frase del suyo. Desde esa primera frase supe que me había elegido a mí como personaje. Y su texto me cautivó. No porque hablara de mí, que otros alumnos también sorprendieron con sus propuestas. El caso es que el texto de Felicidad me encantó. Por eso he decidido colgarlo en el blog, para que lo disfruten. Así me ve ella. Gracias, Felicidad:

Las palabras que llegaron del mar

   Cuando el mar arriba a su isla, elige alfombras de arena amarilla para remansarse. Suele acercarse sigiloso a la costa, rodearla y tumbarse entre las dunas o sitiar  a su ciudad, dejándola abierta al Atlántico, a los viajeros, a los piratas que la incendiaron, a los extranjeros que la edificaron, y les dieron nombres a calles y barrios, y a los canarios que el hambre y las crisis económicas expulsaron a América. Entre esos recovecos, de enclaves de pescadores, de arquitecturas empedradas por los siglos, de casas ajardinadas y coloniales como alguna de La Florida, discurrió su vida. Debió caminar por Tomás Morales, desde Tomás Miller y perderse por Triana, leyendo títulos de libros al otro lado de las vidrieras. Imaginando que un día, como un Drake del siglo XXI, asaltaría los estantes y grabaría su nombre en sus portadas. Escribiendo en las tardes cristalinas de la primavera, leyendo bajo la brumosa panza que ocultaba el cielo en verano. Hasta aquel día que levantó la mirada de la página del libro que atesoraba entre sus manos y vislumbró, en el horizonte, una lengua de tierra de la que emergía un volcán, que creyó anciano y algo albino por la piel blanca que lo recubría. Y como lector empedernido y aventurero quiso conocerla. Cruzó la corriente de Canarias y se dejó embaucar por nuevos renglones. Sustituyó el lecho amarillo de sus olas por las rocas negras e insinuantes que antes fueron lava incandescente. Y se volvió dos, mitad de aquí, mitad de allá. Y se puso a bregar por sus sueños. Los organizó cuidadosamente en estanterías, siguiendo la catalogación de sus deseos, aquí a Saramago, allá a Mark Twain, al otro lado a Larson, hasta configurar la biblioteca que fue en cada línea que leyó, la librería que será en cada página que creará. Y cuando gira en la esquina, y camina por la acera de una calle larga, como la que pisó Unamuno, bajo el sombrero ligeramente ladeado, la cazadora de vaquero solitario, los cristales que agrandan el mundo que lo rodea, el humo del Krüger recordándole su otra mitad, no pasea por La Laguna, viaja por las páginas que escribirá cuando llegue a casa.
(Felicidad Batista)
 
 

viernes, 11 de marzo de 2011

De Irán al cielo de Madrid

   En el año 2004 hice con unos amigos un viaje por Irán (por cierto, país que encantó mis sentidos y que aconsejo visitar si se tiene la oportunidad; por su gente, por su historia, por su cultura, por su todo) y recorrí algunos de los escenarios en los que se fraguó la historia de occidente. Hubo gente que al saber de mis planes se preocupó. ¿A Irán? ¿Estás loco? Puede que no vuelvas, llegó a decirme alguien medio en broma medio en serio, dando pábulo a la idea de que en Irán reside la causa de todo mal. Irán, qué maravilloso país. Isfahán, ciudad de ensueño. Deambular por sus calles me hizo sentir como un personaje de las Mil y Una Noches.
   Pero llegó el momento de volver a casa volando desde Teherán a Atenas, donde hicimos una escala de media hora sin salir del avión, y de ahí al cielo de Madrid, ciudad a la que llegamos sobre las dos de la tarde de un 11 de marzo (de 2004). Antes de llegar ya sabíamos que algo había pasado, algo demasiado inconcebible. Durante el tiempo de escala técnica en Atenas muchos pasajeros aprovecharon para llamar a su gente del otro lado y la noticia se extendió por el avión como una de las ondas expansivas de los trenes. Fue un día de contrastes. De Irán a Grecia, el pasaje disfrutaba en alegre y animada conversación, reviviendo las nuevas experiencias y anécdotas; como cuando Carlos pidió en un establecimiento de comida rápida persa una especie de bocadillo combinado de pan pitta sin picante, sin nada de picante, y el camarero, con una sonrisa socarrona, le sirve lo pedido. Al primer bocado, Carlos se quema la lengua, el paladar y la garganta y le suelta una bronca de narices al cabrón del camarero gracioso. El mío era con picante, con mucho picante. Y bien rico que estaba. A partir de Atenas, el avión voló en silencio. Me pareció que hasta las turbinas de los motores se esforzaban por trabajar cabizbajas arrastrando su desconcierto. Masticábamos la noticia intentado entender algo, completamente descolocados. Setenta y dos muertos nos habían dicho por teléfono. Y esos muertos eran demasiados para nuestra perplejidad. En un momento dado, una de las azafatas (que no eran españolas; no recuerdo la línea aérea, pero era extranjera) se sentó en el asiento libre a mi lado (me gusta viajar en la salida de emergencias) y me miró a los ojos. Yo la miraba a ella y no nos dijimos nada. Sólo nos mirábamos a los ojos.
   Normalmente, cuando llegamos a Barajas de un viaje, el grupo de amigos nos solemos despedir en el mismo aeropuerto. Unos siguen camino hacia Canarias, otros hacemos una noche como mínimo en Madrid porque tenemos familia que allí vive. Aquel día, los que nos quedábamos en la capital pensamos que lo más correcto sería coger un taxi para llegar a nuestros destinos, suponiendo que el Metro estaría fuera de servicio. Pero allí estaba mi hermana Anabel en la puerta de llegada cuando salimos con nuestros bártulos. Apareció por sorpresa, nadie la esperaba. Como vivía en Malasaña sabía bien cómo estaba la cosa y nos dijo que de taxis nada, que mejor el Metro, que las calles principales de la ciudad estaban cerradas al tráfico para garantizar el paso rápido de los vehículos de urgencia. Y no, no son setenta y dos muertos, nos dijo, son muchos más. Cargados como estábamos con nuestros equipajes, caminamos hasta la estación de Metro y cada mochuelo a su agujero. Llegué a casa de mi hermana, solté la mochila y salimos a la calle. He paseado por las calles de Madrid muchas veces. Siempre me ha llamado la atención, chico de provincias que soy, que la gente de la gran ciudad camina rápido por las calles, se amontona en los pasos de peatones y se abalanza hacia la otra orilla cuando el muñequito se pone verde, casi sin tiempo de llegar. En aquella ocasión algo había cambiado. Los caminantes nos cruzábamos y nos mirábamos a los ojos. Como con la azafata. No nos hablábamos, pero nos mirábamos directamente a los ojos y con eso nos lo decíamos todo. Recuerdo que pensé en lo que me habían dicho antes de partir hacia Irán, y resulta que el peligro estaba en unos vagones de tren abarrotados de trabajadores y estudiantes en el centro de Madrid. Era consciente de estar paseando por una ciudad herida, sangrante, en estado de choque. En la Puerta del Sol nos unimos a la concentración espontánea y silenciosa que se formó sin convocatoria. Maldita la falta que hacía que nadie la convocara. Allí ya estábamos nosotros, empezando a digerir lo que había pasado. Todos menos las ciento noventa y una personas que ya no estaban.
    Hoy sólo quiero recordar a esas ciento noventa y una personas. Y a todas aquellas otras que no murieron en los vagones pero a las que el tiempo se detuvo hace siete años la mañana de un jueves casi primaveral y cada día se levantan con el dolor de la pérdida sabiendo que es para siempre.
    Un fuerte beso y un abrazo a todos.