lunes, 31 de enero de 2011

Oscurecimiento global

    Qué miedo, tío. Da un yuyu que te cagas. He visto un documental de la 2 que da grima. Y ello a pesar de que algunos de los datos que ponía de manifiesto hubiera que cogerlos con sumo cuidado, que no sé. Da igual. Que te cagas. Y sí, soy de los que ponen los documentales de la 2 para verlos mayormente. A veces me duermo, sí, pero es por cansancio, no  por aburrimiento. Era un reportaje de la BBC sobre el oscurecimiento global. Sí, oscurecimiento. Yo también sabía lo del calentamiento. Del oscurecimiento no tenía ni puta idea. El caso es que parece que hay científicos que han descubierto que cada vez llega menos luz solar a la superficie de la Tierra.
    Todo empezó hace unos cuarenta años, cuando un científico (perdonen que no dé los nombres de la gente que intervino en el programa, pero escribo inmediatamente después de haber visto el documental sin tomar notas; estaba tumbado en el sofá) medía la radiación solar en Israel para calcular el volumen idóneo de agua que el sistema de riego debía aportar a los cultivos para una producción más eficiente. Terminado su trabajo, se pusieron en marcha los agricultores. Veinte años después, a ese mismo científico le dio por repetir las mediciones por ver si los datos seguían siendo válidos. Y no lo eran. Constató que la radiación solar había bajado significativamente. Cuando publicó sus conclusiones, la comunidad científica no dio crédito a sus estudios, pues venía a desmentir lo que ya empezaba a ser vox populi: si cada vez había menos luz del sol, el planeta tenía que estar enfriándose, y estaba pasando exactamente lo contrario. Se empezaba a hablar del calentamiento global.
    En otro punto del planeta, en otro momento, unos climatólogos hacían unos trabajos un tanto curiosos. Resulta que por todo el planeta hay estudiosos que todos los días se dedican a medir el porcentaje de evaporación en tanque. O algo así. Es decir, que hay gente que todos los días, los trescientos sesenta y cinco días del año (uno más según qué año cada cuatro) mide cuánta agua hay que reponer en un tanque dispuesto al efecto para calcular cuánta agua se ha evaporado en un día. Y así durante décadas, jarrita a jarrita, llegando a la conclusión de que ese porcentaje de evaporación ha bajado en los últimos años. Tras las pertinentes indagaciones, esos climatólogos descubrieron que la evaporación del agua se debe más a la cantidad de radiación solar recibida en la superficie del líquido que a la temperatura ambiente o a los vientos, haciendo callar a quienes negaban las conclusiones de los trabajos aduciendo que algo debía de haberse hecho mal, pues la evaporación del agua está relacionada con la temperatura ambiente y ésta, como todos sabemos ya, está subiendo como consecuencia del efecto invernadero.
    De pronto, esos datos, que antes andaban cada uno por su lado, terminan por encontrarse en el camino. Parece que la luz que nos llega del sol es cada vez más tenue, y resulta que el agua se evapora menos. Pues sí que vamos bien. Así que otro señor sesudo de esos se plantea que en las Maldivas, además de poder irse uno quince días a tomar el sol, pueden hacerse estudios comparativos, pues la mitad norte del archipiélago está bajo la influencia de una corriente de aire sucio proveniente de India, y la mitad sur recibe aire limpio de la Antártida. Y allá que fue el buen señor a hacer sus mediciones. Las conclusiones son claras. No es que el sol esté entrando en la tercera edad y no lo dejan jubilarse hasta los 67, bajando así su productividad. La mitad norte del país recibe menos luz que la sur como consecuencia de la contaminación.
    ¿Y eso cómo sucede? Resulta que las nubes se forman cuando diminutas gotas de agua se condensan en pequeñas partículas que, de forma natural, están presentes en la atmósfera. Granos de polen o de polvo sirven de núcleo en torno al cual se van formando las microscópicas gotas de agua. Al chocar unas con otras y aumentar de tamaño y peso acaban por precipitarse a la tierra en forma de lluvia. Lo que hace la contaminación es sembrar de partículas de hollín y otras mierdas el aire en torno a las cuales se condensa el agua dando lugar a gotas mayores de lo normal. Y eso tiene un efecto curioso: las nubes se convierten en un espejo que reflejan la luz del sol hacia el exterior. Nubes de gotas más grandes, aunque menos numerosas, reflejan más luz que nubes de gotas más pequeñas pero más numerosas. O sea, que visto desde el espacio nuestro planeta ha pasado de ser un bombillo de 20 watios a ser uno de 40 watios. Brilla más. Lo que implica que llega menos luz a nuestras cabezas.
    Total, que la quema de los combustibles fósiles para la producción de energía genera, por un lado, la emisión de gases causantes del efecto invernadero que, a su vez, provocan el calentamiento global. Y por otro lado, esa misma contaminación hace que cada vez llegue menos luz a la superficie del planeta creando el efecto inverso: a menos luz, más frío.
    De hecho, estos datos parecen señalar una causa de las hambrunas que asolaron el sahel (la franja subsahariana) durante las décadas de los años setenta y ochenta provocando el sufrimiento y la muerte de millones de personas. Al bajar el índice de evaporación del agua como consecuencia del oscurecimiento global, fenómeno más tangible en el hemisferio norte por ser nosotros los que más contaminamos, las nubes que debían formarse para dejar las lluvias estacionales en esas zonas no llegaban a tanto y esas precipitaciones no se produjeron. Con lo cual, los pueblos de África empezaron a pagar nuestros platos rotos pensando que los dioses los castigaban a ellos por algo que habían hecho mal.
    Y hete aquí que la buena de Europa empezó a poner en marcha en las últimas décadas medidas tendentes a la reducción de la contaminación atmosférica porque eso de que París esté permanentemente sumida en una niebla de pura mierda es malo para la salud de las personas y del turismo. Y la forma de quemar los combustibles fósiles empezó a cambiar poco a poco. Y se instalaron los catalizadores en los coches. Y se empezó a fabricar gasolina sin azufre y sin plomo. Y la contaminación bajó. ¿Asunto solucionado? ¿O con vistas de solucionarse? Que te crees tú eso.
    Al bajar la contaminación se produjo lo que ya imagino que son ustedes capaces de suponer. Claro. Que la radiación solar se incrementó. O sea, que llegó más luz al suelo. Pero los gases de efecto invernadero siguen ahí. Los muy cabrones no se van y desaparecen así como así. Con lo cual se multiplicó el calentamiento. Ahora en Europa, y en el hemisferio norte en general, hace más calor. Y aquellos cálculos que se habían hecho acerca de cuánto se va a calentar el planeta en el siglo XXI se han venido abajo. Si con los modelos anteriores a toda esta parrafada se llegaba a la conclusión de que la temperatura del planeta podía subir entre tres y cinco grados en este siglo, con los nuevos datos incorporados a esos modelos resulta que nones, que la temperatura puede llegar a subir hasta diez grados de aquí al siglo XXII. Diez. Imaginen lo que eso supone para los grandes bloques de hielo de Groenlandia y la Antártida o los glaciares del mundo. Agua a mogollón. Toda ella bajando hacia los océanos. Y éstos subiendo sus niveles y arrasando miles de kilómetros cuadrados de costas. Costas donde vive gran parte de la humanidad. El polo norte es otro cantar. Que se derrita no importa mucho a estos efectos, pues se trata de un cubito de hielo que flota en el mar, es decir, que su volumen ya está presente en el actual nivel de las aguas. Aunque eso de que no importa que se derrita ese hielo que se lo digan a los osos polares y al medio ambiente y a la biodiversidad de la zona.
    Y para terminar, una historia igual de curiosa que también contaba el documental. Resulta que en Estados Unidos hay un climatólogo que está empeñado él en demostrar que las estelas de condensación de los aviones en su ir y venir constante de aquí para allá tiene que tener a la fuerza algún efecto en el clima. Por pequeño que sea. O por grande. Pero claro, el pobre hombre tenía que vérselas con un problema: una vez que ya ha medido los efectos que esas estelas tienen en la atmósfera, ¿con qué demonios los contrasta para llegar a conclusiones? Los aviones no dejan de pasar nunca. ¿Cómo hago para detener el tráfico aéreo? Y la desgracia se alió a su favor el 11 de septiembre de 2001. Tras los atentados, el gobierno decretó el cierre del espacio aéreo en todo el país durante tres días. Contaba el estudioso que la mañana del 12 de septiembre, temprano, cuando iba en coche a su trabajo, se admiró de lo clarito que estaba el cielo. Tanto que le pareció extraño. Y el bombillo se le encendió en la cabeza. ¡Tate! ¡No hay aviones! Raudo y veloz se pasó esos tres días sin viajeros aeronáuticos recopilando miles de datos por todo el país. A saber cuándo se toparía con otra oportunidad como esa. Y las conclusiones de su suerte y esfuerzo fueron que en esos tres días se produjo una variación climática de no sé qué de un grado entre la temperatura máxima del día y la mínima de la noche. La mayor variación de ese valor jamás registrada. O sea, basta que los aviones dejen de volar sólo tres días para que la atmósfera reaccione de forma inmediata.
    ¿Qué coño le estamos haciendo a este planeta nuestro? Nos comportamos como si tuviéramos quince más de recambio.
    Y un último dato para asustar más. Resulta que con ese incremento bestial de las temperaturas durante este siglo, en Europa y norteamérica lo vamos a pasar mal. Zonas de Inglaterra, por ejemplo, adquirirán en sus paisajes la apariencia de los terruños almerienses, cuando no de desiertos puros y duros. Pero imaginen un incremento de diez grados en los países que a día de hoy, ya de por sí, son cálidos. En Sudán, por poner otro ejemplo, casi no será posible la vida. Pero hay más, qué se creían. Los gases de efecto invernadero están ahí, lo sabemos. Los que hemos provocado nosotros. Pero hay otros gases con una incidencia en ese efecto de calentamiento global muy superior al dióxido de carbono, que es el nuestro propio. Se trata del metano. Ese, por lo visto, se las trae para estas cosas, el muy cabroncete. Menos mal que está confinado en depósitos congelados en el fondo de los océanos. Ah, pero es que los océanos se van a calentar. Coño, pues esos depósitos se disolverán y se dispersarán billones de toneladas de gas metano en la atmósfera provocando un incremento exponencial del calentamiento global. La estamos cagando bien cagada. O dejamos de generar energía a partir de la quema de combustibles fósiles o nos vamos al carajo con lo puesto. No hay más.
    Me viene al recuerdo ahora aquella película catastrofista típica del gusto jolibudiense. Independence Day. Si a los malos de la historia, aquellos bichos feos que venían en unas naves enormes a exterminarnos para hacerse con nuestros recursos naturales y seguir su camino como si tal cosa una vez que el planeta estuviera seco, se les ocurriera venir, clavarían sus frenos ABS (S de siderales), nos escupirían en la cara y se darían media vuelta maldiciendo a la madre que nos parió. Estos gilipollas ya han hecho nuestro trabajo, pensarían.
    Por eso les decía al principio que me he quedado acojonado. Cada vez que surgen más datos y alcanzamos a comprender mejor el delicado equilibrio que mantiene nuestra atmósfera, peor nos va. Panda de cafres que somos.

miércoles, 26 de enero de 2011

Magnífica versión con Santana

   Allí donde está Santana hay garantía de calidad. Esta versión, con el sonido inconfundible del maestro acompañando a Maná, es buena prueba de ello.
   Cómo me duele. 



domingo, 23 de enero de 2011

Y si la muerte



   ¿Y si a la muerte le diera por vivir la vida? 
   ¿Y si sintiera envidia de los seres vivos?
   ¿Y si quisiera experimentar la sensación de estar viva?
   ¿Y si estuviera ya harta de su inmortalidad?
   ¿Qué haría entonces para satisfacer su necesidad de vida?
   ¿Y si la muerte se enamora de la vida?
   ¿Y si llegara a odiar la muerte?
   ¿Y si se arrepintiera?
   ¿Y si quisiera nacer? ¿A quién escogería como progenitores?
   ¿Y si quisiera morir? ¿A quién le pediría la extremaunción?
   ¿Y si pudiera vivir? ¿Qué vida elegiría?
   ¿Y si quisiera amar? ¿A quién amaría?
   Ahora que lo pienso, ¿quién dice que la muerte no ama?
   ¿Y si la muerte se cansara de tanto ir más allá? ¿Y si quisiera ir más acá?
   José Saramago nos dejó una fábula en la que la muerte se declara en huelga como una forma de castigar a las personas. Pero, ¿y si quisiera dar una paso más, rizar el rizo? ¿Y si quisiera dejar de ser quien es para convertirse en un simple ser vivo? Nacer, vivir. Morir, sin tal vez.
   Que dé un paso al frente quien esté dispuesto a sustituirla, a ocupar su lugar.

La almohada

   Cuando mi padre llega a casa ya no me gusta seguir jugando. Tengo que dejar lo que estoy haciendo y darle un beso. Mamá siempre me pide que haga todo lo que él dice, pero da igual. Él siempre se enfada. No importa que le haga caso o no. Grita fuerte, da puñetazos en los muebles y rompe las cosas. Sobre todo cuando huele como las heridas después de curarlas.
 
   Anoche no. Anoche, cenamos los tres en la cocina y luego me fui a la cama. Papá y mamá se quedaron viendo la tele en el salón. Me quedé dormido enseguida porque por la tarde había estado jugando detrás de casa con Raúl y Andrea y estaba muy cansado.

   Sí, son mis amigos.
 
   No. No sé a qué hora.
 
   Un ruido de cristales que se rompían. Después, los gritos de papá.
 
   Sí. Muchas.
 
   A veces me tapo la cabeza con la almohada y me vuelvo a quedar dormido. Entonces es como si no hubiese pasado nada y por la mañana él ya se ha ido.
 
   Agua.
 
   Gracias. ¿Dónde está mamá?
 
   Quiero ir con mamá.
 
   Papá gritaba mucho. Había muchos cristales rotos y mamá lloraba.
 
   Salí de la cama despacio, para que no se dieran cuenta. Eran gritos muy fuertes y no podía quedarme dormido otra vez.
 
   No. No sé qué gritaba. Era muy alto. ¿Dónde está mamá?
 
   Sí. Cuando iba a entrar en la cocina. Había muchos cristales en el suelo y me corté. Pero no me dí cuenta hasta después.
 
   No. Él ya no gritaba.
 
   Mamá lloraba. Estaba sentada en el suelo, en el rincón. Tenía un cuchillo todo de sangre en las manos. Papá estaba tumbado boca abajo con toda la sangre alrededor. ¿Dónde está mamá?
 
   Quiero ir con mamá.

viernes, 14 de enero de 2011

Juan Antonio Olivieri, valiente

   El de la foto es Juan Antonio Olivieri, un valiente donde los haya. Un apasionado de la naturaleza y los retos que ésta nos plantea. Un tío al que me gustaría tener delante para estrechar su mano. Alguien a quien admirar sin tapujos. Montañero y alpinista, tiene experiencia en subir ochomiles.
   El año pasado, Oli, como es conocido, se planteó un reto de los que quitan el hipo: atravesar Siberia en bicicleta completamente solo. La cosa no resultaría tan espectacular (hacer eso sólo es cuestión de tener buenas piernas, capacidad de resistencia y tiempo para echarle a la distancia, seis mil kilómetros) si no fuera porque decidió hacerlo en invierno. De diciembre de 2010 a marzo de 2011. Y para ello se preparó a conciencia.
   En invierno.
   En Siberia.
   En bicicleta.
   En solitario.
   En invierno.
   Ayer por la noche escuché en la radio una entrevista (no recuerdo si en la SER o en Radio Nacional) en la que Oli explicaba las razones por las cuales renunció a la aventura a poco de empezar.
   Tenía que avanzar dándole a los pedales, cargando con treinta kilos de material, cubriendo etapas de un núcleo urbano a otro, soportando temperaturas que soy incapaz de imaginar. Con sorna, comentó en la entrevista que en la ciudad de donde partió, a nivel del mar, hacía una temperatura agradable de entre 16 y 18 grados bajo cero (por cierto, y si se me permite el paréntesis, ahora entre la turba del periodismo hablado se está poniendo de moda llamar a estos grados “negativos”, cuando toda la vida han sido “bajo cero”; un día tengo que pararme a escribir sobre esas patadas a la lengua). En fin, sigamos por donde iba. Temperaturas agradables de entre 16 y 18 grados bajo cero. Un poco más adelante, cien kilómetros tierra adentro, la cosa se ponía ya en los 50 grados bajo cero. Y un poco más allá, entre 50 y 60 grados bajo cero.
   Sesenta grados bajo cero.
   En bicicleta.
   Claro que la cosa no iba mal (¿no iba mal?) cuando lo que tenía delante era un destino en el que le esperaba un camastro en un albergue, bajo techo, algo de calefacción y una sopa de sobre caliente al final del día. Pero fue más allá y en un momento dado miró hacia delante y se enfrentó al hecho real, cierto y tangible de que debía atravesar una tundra de quinientos kilómetros sin ningún lugar en el que pasar la noche a cubierto, con un frío de cojones (recordemos, sesenta grados bajo cero). Le esperaban dos meses solo (¡dos meses!), en esas condiciones, armando y desarmando el vivac de supervivencia un día sí y otro también, y dándole a los pedales mientras esos sesenta grados bajo cero se le clavaban en la cara y en el cuerpo acuchillándole los huesos hasta el tuétano. Y dijo que no. Se bajó de la bici, clavó la mirada en la distancia, la bajó luego hasta su corazón y supo que no.
   Si sigo, no llego, imagino que pensó. 
   Con la valentía de los hombres (o mujeres) hechos del mismo acero que forjó su voluntad, se reconoció humano y limitado, fue consciente de sus fuerzas (que son inmensas) y dio la vuelta para volver por donde había venido.
   Creo sinceramente que hace falta un valor extraordinario para tomar la decisión de aceptar ese reto. Pero muchísimo más valor creo que hay que tener para decirse a uno mismo ¿dónde te has metido, animal? Esto te supera. Y, sin tener que sentir el menor sentimiento de fracaso, porque ni yo ni la inmensa mayoría de los mortales seríamos capaces siquiera de planteárnoslo, hizo acopio de un valor inimaginable para salvar la vida desde la certidumbre de sus propios límites. Otros inconscientes puede que hubieran ido más allá. Pero de inconscientes los cementerios están llenos.
   Oli, desde aquí quiero expresarte toda mi admiración y respeto. ¡Chapó!
   Un abrazo, campeón.

Espérame, bobita

   La alcancé con esfuerzo, cuando el chófer estaba a punto de cerrar las puertas. Con un gracias, pagué y busqué el asiento que me reservabas junto a ti la primera vez. Sé que los demás ocupantes me dirigen miradas furtivas con disimulo. Déjalos que se pregunten qué hago con esto en las manos. Me divierte imaginar lo que piensan.
   Aquella primera vez nada me importaba más que sostener en mis ojos ávidos tu mirada inquieta, incapaz de refrenar el torrente de historias y confidencias que se me amontonaban en las ganas recién nacidas de hablarte, de mirarte. De tocarte. Me pavoneaba ante ti satisfecho de que rieras mis ocurrencias y respondieras con gestos graves a mis confesiones mientras, a nuestro alrededor, la gente se levantaba y se sentaba. Subía, tocaba el timbre, se bajaba. Desde la Cruz de Piedra hasta la trasera del cabildo. Primero un barrio y luego otro, al ritmo que marcaba el tráfico en la autopista. Una veces ágil como nuestra vida, otras espeso y desesperante como nuestros miedos. Y fueron tantos. ¿Recuerdas cómo vivimos la llegada de Julia? Nos aterraba tocar su cabecita frágil, y tú te enfadabas cuando yo bromeaba a la hora de los primeros baños simulando que se me escurría entre los dedos. Bobita.
   Más tarde era yo el que pasaba horas en el sillón esperando su llegada, y tú te burlabas de mis temores y me decías vente a la cama ya, bobito. Sí, es cierto, tardé en darme cuenta de que ya no era aquella niña vulnerable que nos necesitaba las veinticuatro horas del día. Pero no sé de qué te ríes. ¿Ya no recuerdas el día que nos presentó a Roberto? Se supone que debía ser yo el que desconfiara de aquel desconocido que entraba en nuestra casa de la mano de Julia. Pero, madre mía, qué mal lo pasaste. Y luego no había quien te aguantara con tu querido Roberto por aquí, Roberto por allá. Él encantado, claro. Sólo yo advertía, desde mi complicidad, las miradas furibundas que te lanzaba Julia.
   Mira esa chica que se baja en Las Chumberas, me recuerda un poco a ella en la época de la universidad, con aquellos libracos bajo el brazo que no había quien los entendiera. Que si teoría de la construcción, que si resistencia de materiales. Horas y horas de estudio y angustia para terminar pasándose media vida en el gabinete disfrutando de sus proyectos. Entonces fue cuando redescubrimos el placer de tener nuestra vida para nosotros. Cierto que, día sí y día no, Julia y Roberto nos dejaban al niño por unas horas. Pero recuperamos nuestro espacio después de tanto tiempo. Un espacio que llenamos con nuestra vida juntos, con nuestra intimidad, en el que yo disfrutaba de ti, feliz, contento y pleno por tenerte a mi lado, agarrándome cada día al privilegio de poder decirte te quiero con sólo un gesto.
   Ya estamos llegando. ¿Recuerdas cuando éste era el recinto ferial antes de que construyeran el nuevo? ¿Y te acuerdas de cuando, hace ya unos años, Natalia te pidió que atendieras unas tardes su puesto en aquella feria de artesanía? Te pusiste nerviosa como una niña chica porque no te veías capaz de atender las consultas de los visitantes y me hiciste acompañarte aquellas horas, sentado detrás del mostrador, siendo testigo de cómo te movías con soltura entre las piezas y desplegabas toda tu capacidad de encantar al visitante para conseguir que hasta el simple curioso sintiera la necesidad de comprar.
   Espera que toco el timbre, es la próxima parada. Si es que consigo levantarme y mantener el equilibrio entre tanta gente, y con esto en las manos. Ah, muchas gracias, caballero. Estas piernas mías ya no son las de antes. Más bien, ya no somos los de antes, ¿verdad? Tu enfermedad nos lo dejó bien claro. Estas últimas semanas en el hospital han sido agotadoras. Bueno, aquí me bajo.
   Ya llego. No te pongas así. Esta primera visita tenía que hacerla solo. Tranquila, Julia vendrá en un rato a buscarme. Tenía que enfrentarme por mí mismo a ver tu nombre grabado en esta piedra fría y decirme que tú no estás aquí, que sigues estando conmigo, que nunca me dejarás como yo nunca dejaré de tenerte dentro. Son tus preferidas, rosas amarillas. Aquí te las dejo.
   Espérame, bobita. No tardaré.

lunes, 3 de enero de 2011

Conspiración internacional para convertirnos en homosexuales

   La Unesco tiene un plan para “hacer que la mitad de la población mundial sea homosexual”. No, la frase no es mía. Válgame dios. Es de Demetrio Fernández, obispo de Córdoba. Y fue pronunciada en la misa de celebración de la fiesta de la Sagrada Familia, el pasado 26 de diciembre. Esto es lo que leo hoy en EL PAÍS.
   Al leer estas líneas no faltará, seguro, quien piense que ya está EL PAÍS con su cruzada laica anticlerical sacando las cosas de contexto. A quien piense así le digo que se pase por aquí. Se trata del texto íntegro y literal de la homilía del sr. Fernández aquel día, colgada en la web del servicio para la Comunicación de los Obispos del Sur de España. En su intervención ante los fieles, el obispo sostuvo que esa frasesita de marras, entre otras lindezas, se la dijo el cardenal Antonelli, ministro de la familia en el gobierno del Papa (extremo éste también aclarado en la noticia del EL PAÍS).
   Así pues, existe una confabulación internacional (quién sabe si, incluso, judeo-masónica), auspiciada desde las Naciones Unidas, para que en los próximos veinte años la mitad de la población mundial sea homosexual. Tócate las narices. Teniendo en cuenta que ahora somos unos seis mil quinientos millones de almas en este planeta, para llegar a este nuevo “objetivo del milenio” la Unesco debe conseguir que o bien la inmensa mayoría de los niños y niñas que nazcan de aquí a 2031 vengan al mundo siendo homosexuales de por sí, o bien que buena parte de la población ya nacida hoy cruce a la acera de enfrente. O bien conjugar ambas actuaciones, lo que me parece más lógico y viable.
   Ya lo saben. La Unesco es una institución que me merece respeto, y desde aquí les insto a ustedes, queridos y queridas lectoras, para que pongan su granito de arena. Busquen la razón que mejor les convenga, la que sea; pero, por favor, hay que fabricar homosexuales a diestro y siniestro (dicha sea ésta última palabra sin ánimo de ofender a la iglesia y sus próceres).
   ¿Que eres de esos que piensan que la variedad de zapatos de chica en una zapatería es muy superior a la de zapatos de chico? No se hable más del asunto. Te vas a la Seguridad Social, cuentas tu problema y te haces una operación de cambio de sexo. Tras ella podrás lucir palmito con esos tacones de aguja de vértigo que tanto estilizan las piernas y tan estupendamente le vienen a la escoliosis y al dedo chico del pie. ¿Que, siendo religioso, no te gustan los curas y no quieres mandar a tu hijo a un colegio de esos (más en estos tiempos que corren, en los que la relación cura-menor está tan denostada)? Pues nada, mandas a tu hijo a la sala de operaciones, le haces un cambio de sexo y lo (la) apuntas a un colegio de monjas. Y cruza los dedos para que, con el chute de hormonas, a tu nueva hija de tres años no le salgan las tetas de Angelina Jolie. Imagina el gasto en sujetadores desde tan tierna edad. ¿Que estás harta de esta sociedad machista y patriarcal y te gustaría convertirte en un ejemplo vivo de lo que es un hombre de verdad? (Ahora que lo pienso, eso no nos vendría nada mal). Operación al canto. Dejas de ser mujer y vives tu nueva masculinidad, con la cabeza bien alta, por el bien de la humanidad.
   Yo me comprometo a poner de mi parte. Siempre me gustaron las faldas y pienso que su uso debería extenderse a ambos sexos. Mañana me apunto a la lista de espera de la operación. Y a lucir prenda.
   Cada día lo tengo más claro, señor Fernández, monseñor. Jesús pudo ser muchas cosas, vale, pero agorero y futurólogo no era. De haberlo sido, se habría bajado de la cruz, habría dedicado una higa digital a la futura iglesia y, mirando al suelo por no mirar al cielo, hubiera mascullado su cabreo entre dientes. "A esos, que los salve Rita la cantaora".
   Cuando nazca.